XXIII

K se dio cuenta entonces del silencio que reinaba en el co-rredor, y no sólo en la parte en que había estado con Frieda y que parecía pertenecer a los espacios adyacentes a la ta-berna,—sino también en el corredor largo con las habitacio-nes en las que antes había existido tanta agitación. Así que los señores se habían quedado finalmente dormidos. Tam-bién K estaba muy cansado, tal vez a causa del cansancio no se había defendido contra jeremías como tendría que haberlo hecho. Probablemente hubiese sido más astuto cambiar de estrategia y haberse puesto en el mismo plano que jeremías, quien exageraba visiblemente su resfriado —su estado deplorable no se debía al resfriado, sino que era innato y no se dejaba curar por ningún té medicinal—, haberse puesto en su mismo plano, mostrando su gran can-sancio real, agachándose allí mismo, en el corredor, lo que le tendría que haber sentado muy bien, dormir un poco y quizá haberse dejado cuidar. Pero no le habría ido tan bien como a Jeremías, quien con toda seguridad habría ganado en esa competición por la compasión ajena y, además, con razón, así como en cualquier otro tipo de lucha. K estaba tan cansado que pensó si no debería intentar entrar en una de esas habitaciones, de las que alguna podría estar vacía, y dormir profundamente sobre una buena cama. Eso habría sido, según su opinión, una buena indemnización por mucho de lo acaecido. También tenía consigo una bebida que le fa-cilitaría el sueño. En la bandeja que Frieda había dejado en el suelo había una pequeña garrafa que contenía algo de ron. K acometió el esfuerzo de regresar y la vació.
Ahora se sentía al menos lo suficientemente fuerte para ver a Erlanger. Buscó la puerta de Erlanger, pero como ya no veía al criado ni a Gerstäcker y todas las puertas eran iguales, no la pudo encontrar. No obstante, creyó recordar en qué lugar del corredor había estado la puerta y decidió abrir una puerta que, según su opinión, era la buscada. El intento no podía ser muy peligroso; si era la habitación de Erlanger, éste le recibiría, si era la habitación de algún otro, sería posible disculparse e irse, y si el huésped dormía, lo que era más probable, no notaría la visita de K, sólo podía empeorar la situación si la habitación estaba vacía, pues en ese caso no podría resistir la tentación y se echaría en la cama, durmiendo hasta no se sabe cuándo. Miró una vez a derecha e izquierda del corredor por si venía alguien que le pudiese informar e hiciese inútil el riesgo, pero todo el co-rredor se encontraba vacío y en silencio. A continuación, K escuchó en la puerta y tampoco oyó nada. Llamó tan bajo que alguien durmiendo no se habría despertado y como en-tonces tampoco sucedió nada, abrió la puerta con extrema-da precaución. Pero le recibió un ligero grito . Era una habi-tación pequeña, una amplia cama ocupaba casi la mitad de ella, en la mesita de noche brillaba una lámpara, a su lado había un maletín. En la cama, aunque oculto por una manta, alguien se movió con nerviosismo y susurró a través de un resquicio entre la manta y la almohada:
¿Quién es?
Ahora K no podía marcharse sin más; insatisfecho observó la opulenta cama, aunque, desgraciadamente, ocupada, en-tonces se acordó de la pregunta y dijo su nombre. Eso pare-ció tener un buen efecto, el hombre en la cama retiró un po-co la manta del rostro, pero con miedo, dispuesto a volverse a cubrir por completo cuando algo en el exterior le resultase sospechoso. Pero al instante se quitó toda la manta y se in-corporó. Desde luego no se trataba de Erlanger. Era un hombre pequeño y bien parecido, cuyo rostro incluía una cierta contradicción: que las mejillas poseían una redondez infantil, los ojos reflejaban una alegría también infantil, pero la elevada frente, la nariz puntiaguda, la boca delgada, cu-yos labios no llegaban a cerrarse, y el mentón retraído no eran en ningún modo infantiles, sino que traicionaban un pensamiento superior. Era la satisfacción, la satisfacción consigo mismo la que había mantenido en su rostro un fuer-te resto de sana infantilidad.
—¿Conoce a Friedrich? —preguntó.
Kafka respondió negativamente.
—Pero él le conoce a usted —dijo el señor sonriendo.
K asintió, no le faltaba gente que le conociera, ése era in-cluso uno de los impedimentos principales en su camino.
—Soy su secretario —dijo el señor—, me llamo Bürgel".
—Disculpe —dijo K, y puso la mano en el picaporte—, me he equivocado de puerta, en realidad estoy citado en la ha-bitación del secretario Erlanger.
—¡Qué lástima! —dijo Bürgel—. No que haya sido citado en otra parte, sino que se haya equivocado de puerta. Una vez despertado, ya no puedo dormirme. Bueno, eso no tiene por qué preocuparle, es mi desgracia personal. ¿Por qué no se podrán cerrar aquí las puertas con llave? Cierto, tiene su motivo: porque, según el dicho, las puertas de los secreta-rios siempre deben estar abiertas. Pero tampoco se debería tomar tan a la letra.
Bürgel miró a K con alegría y un gesto interrogativo; al con-trario de lo que expresaban sus quejas, parecía muy des-cansado, desde luego no estaba tan cansado como K en ese momento.
—Son las cuatro, tendrá que despertar a la persona con quien quiere hablar, no todos están acostumbrados como yo a que perturben su sueño, no todos lo aceptarán con tanta paciencia, los secretarios forman un cuerpo muy nervioso. Quédese, por tanto, un rato. A las cinco comienzan aquí a levantarse, entonces podrá cumplir de la mejor manera con su citación. Deje entonces de una vez el picaporte y siénte-se donde pueda, el espacio aquí es estrecho, lo mejor será que se siente aquí, en el borde de la cama. ¿Se asombra de que no tenga ni mesa ni sillas? Bueno, tuve la elección, o una habitación completamente amueblada con una estrecha cama de hotel o esta gran cama con sólo el lavabo. Elegí la cama grande: en un dormitorio la cama es lo principal. ¡Ay!, para quien pueda estirarse bien y sea un buen dormilón, es-ta cama tiene que ser espléndida. Pero también a mí, que siempre estoy cansado y sin poder dormir, me hace bien, en ella paso la mayor parte del día, aquí despacho la corres-pondencia y tomo declaración a las partes. Me va bien. Aunque las partes no tienen sitio para sentarse, lo soportan, para ellos resulta más agradable si permanecen de pie y el secretario se siente a gusto, que permanecer cómodamente sentados y que les miren con mala cara. Así que sólo puedo ofrecer este sitio en el borde de la cama; no obstante, éste no es un sitio oficial y sólo está reservado para las conver-saciones nocturnas. Pero usted está demasiado callado, se-ñor agrimensor.
—Estoy muy cansado —dijo K, quien, después de la invita-ción, se había sentado inmediatamente, con grosería y sin respeto alguno, en la cama y se había apoyado en un poste.
—Naturalmente —dijo Bürgel sonriendo—, todos aquí es-tán cansados. No ha sido ninguna pequeñez lo que he ren-dido entre ayer y hoy. Es prácticamente imposible que me vuelva a dormir ahora, pero si ocurriera esa extremada im-probabilidad y me durmiera mientras usted está aquí, le rue-go que permanezca en silencio y no abra la puerta. Pero no tema, no me voy a dormir y, en el mejor de los casos, sólo unos minutos. Ocurre conmigo que, quizá debido a que es-toy acostumbrado al trato con las partes, me duermo más fácilmente cuando tengo compañía.
—Le ruego que se duerma, señor secretario —dijo K, con-tento por ese anuncio—, yo también dormiré un poco, si me lo permite.
—No, no —volvió a reír Bürgel—, no puedo dormirme sim-plemente porque me inviten a ello, sólo en el curso de la conversación se puede dar la ocasión, lo que mejor me duerme es una conversación. Sí, los nervios padecen con nuestro trabajo. Yo, por ejemplo, soy secretario de enlace . ¿No sabe lo que es? Bueno, yo represento el enlace más fuerte —aquí se frotó las manos con alegría espontánea— entre Friedrich y el pueblo, formo el enlace entre sus secre-tarios del castillo y los del pueblo, la mayor parte del tiempo la paso en el pueblo, pero no siempre, en cualquier momen-to tengo que estar preparado para subir al castillo, ahí ve mi maletín, una vida agitada, no todos están hechos para ella. Por otra parte, es cierto que ya no puedo prescindir de este tipo de trabajo, cualquier otro trabajo me parece insípido. ¿Ocurre lo mismo con su trabajo de agrimensor?
—Ahora mismo no realizo ese trabajo, no me ocupo en la-bores de agrimensor —dijo K; no prestaba mucha atención a lo que se estaba diciendo, en realidad ardía en deseos de que Bürgel se durmiera, pero también eso lo hacía por un cierto sentido del deber, en el fondo creía saber que aún transcurriría tiempo antes de quedarse dormido.
—Eso es asombroso —dijo Bürgel con un vivo gesto de la cabeza y sacó un cuaderno de debajo de la manta para ano-tar algo—. Usted es agrimensor y no realiza ningún trabajo de agrimensura.
K asintió mecánicamente, había extendido su brazo iz-quierdo hacia arriba en el poste de la cama y descansaba su cabeza en él; ya había intentado ponerse cómodo de múlti-ples maneras, pero esa posición era la más cómoda de to-das, ahora podía prestar algo más de atención a lo que Bür-gel decía.
—Estoy dispuesto —continuó Bürgel— a seguir este asun-to. Aquí en el pueblo no estamos en la situación de poder desaprovechar fuerzas laborales especializadas. Y también para usted tiene que ser desagradable, ¿no padece por ello?
—Sí que padezco —dijo lentamente K, y sonrió para sí, pues precisamente en ese momento no padecía lo más mí-nimo por esa circunstancia. Tampoco le hizo una gran im-presión el ofrecimiento de Bürgel. Era por completo diletan-te. Sin saber algo de la situación que había propiciado el llamamiento de K, de las dificultades que habían surgido en la comunidad y en el castillo, de las complicaciones que se habían producido durante la residencia de K en el pueblo, sin saber nada de eso, sí, incluso sin mostrar, como sería de esperar sin más en un secretario, que ni siquiera tenía una idea del tema, se ofrecía de repente a arreglar todo el asun-to con ayuda de su pequeño cuaderno de notas.
—Parece haber sufrido ya algunas decepciones —dijo Bürgel, y demostró tener una cierta experiencia del mundo, lo que impulsó a K, desde que había entrado en la habita-ción, a no subestimar a Bürgel, pero en su estado era difícil juzgar correctamente algo que no fuese su propio cansan-cio.
—No —dijo Bürgel, como si respondiera a un pensamiento de K y le quisiera privar de forma considerada del esfuerzo de responder—. No debe dejarse desanimar por las decep-ciones. Aquí hay algo que especialmente parece dispuesto para desanimar, y cuando se llega a este lugar por primera vez, los impedimentos parecen insalvables. No quiero inves-tigar el fondo del asunto, tal vez la apariencia se correspon-da con la realidad, en mi posición me falta la distancia nece-saria para comprobarlo, pero adviértalo, a veces pueden surgir nuevas ocasiones que no llegan a coincidir del todo con la situación general, ocasiones mediante las cuales, a través de una palabra, de una mirada, de una señal de con-fianza, se puede conseguir más que con esfuerzos exte-nuantes que duran toda la vida. Sí, así es. Ciertamente, esas ocasiones coinciden de nuevo con la situación general en la medida en que nunca se aprovechan del todo. Pero, ¿por qué no se llegan a aprovechar del todo?, me pregunto una y otra vez.
K no lo sabía, sin embargo notaba que el tema de conver-sación de Bürgel con toda probabilidad le afectaba a él per-sonalmente, pero tenía una gran aversión hacia todo aquello que le afectaba de algún modo: echó la cabeza un poco ha-cia un lado, como si quisiese dejar vía libre a las preguntas de Bürgel y no le concerniera ninguna de ellas.
—Los secretarios siempre se han quejado —continuó Bür-gel, estirando los brazos y bostezando, lo que contradecía confusamente la seriedad de sus palabras— de verse obli-gados a realizar por la noche la mayoría de los interrogato-rios en el pueblo. Pero ¿por qué se quejan? ¿Porque les fa-tiga mucho? ¿Porque preferirían mejor emplear la noche en dormir? No, de eso no se quejan. Entre los secretarios los hay, naturalmente, diligentes y menos diligentes, como en todas partes, pero ninguno de ellos se queja por realizar es-fuerzos desmedidos, sobre todo en público. No es nuestra manera de ser. A este respecto no conocemos ninguna dife-rencia entre tiempo de ocio y tiempo laboral. Esas diferen-ciaciones nos resultan ajenas. Pero, entonces ¿qué tienen los secretarios contra los interrogatorios nocturnos? ¿Se tra-ta acaso de consideración hacia las partes? No, no, tampo-co es eso. Frente a las partes los secretarios son desconsi-derados, aunque no lo son menos que frente a ellos mis-mos, sino exactamente igual. En realidad, esa desconside-ración, es decir, su férrea prestación y ejecución de su ser-vicio, representa la mayor consideración que las partes po-drían desearse. En el fondo, esta circunstancia se acepta por todos —un observador superficial, sin embargo, no lo nota—, aunque, por ejemplo, en este caso, son precisamen-te los interrogatorios nocturnos los más apreciados por las partes, nunca se presentan quejas importantes contra los in-terrogatorios nocturnos. ¿Por qué, entonces, esa aversión de los secretarios?
K tampoco lo sabía, sabía tan poco, ni siquiera distinguía si Bürgel reclamaba seriamente la respuesta o sólo en apa-riencia. «Si me dejas echarme en tu cama —pensó—, te responderé a todas las preguntas mañana al mediodía o, mejor, por la tarde».
Pero Bürgel no parecía prestarle atención, tanto le ocupa-ba la pregunta que él se había formulado a sí mismo.
—Por lo que puedo reconocer y según mi experiencia, los secretarios tienen, respecto a los interrogatorios nocturnos, las siguientes dificultades: la noche es poco adecuada para las sesiones con las partes porque por la noche es difícil o casi imposible mantener el carácter oficial de las sesiones. Esto no se debe a las formalidades, las formas se pueden observar, naturalmente, con la misma severidad que durante el día. Así que eso no es; sin embargo, la apreciación oficial padece por la noche. Uno tiende involuntariamente a enjui-ciar las cosas bajo una perspectiva más personal, las alega-ciones de las partes cobran más peso de lo que les corres-ponde, en la apreciación se mezclan consideraciones ajenas que pertenecen a la situación privada de las partes, al mar-gen del asunto, así como sus padecimientos y preocupacio-nes; la barrera necesaria entre las partes y el funcionario, por más que exista sin máculas, se disloca, y donde, como debería ser, sólo se intercambian preguntas y respuestas, parece producirse un extraño e inadecuado trueque de per-sonas. Al menos eso es lo que cuentan los secretarios, esto es, gente que, a causa de su profesión, está dotada de un extraordinario tacto para esas cosas. Pero incluso ellos —sobre esto ya se ha discutido con frecuencia en nuestro cír-culo— notan poco de esos efectos desfavorables durante los interrogatorios nocturnos, todo lo contrario, se esfuerzan de antemano por oponerse a ellos y finalmente creen haber alcanzado buenos rendimientos. Pero si después se leen los expedientes, uno se sorprende por sus ostensibles debilida-des. Y son estos errores, una y otra vez victorias casi injusti-ficadas de las partes, los que, al menos según nuestros re-glamentos, ya no se pueden arreglar en la acostumbrada vía breve. Cierto, más tarde serán mejorados por la oficina de control, pero eso sólo servirá al derecho, pero ya no podrá dañar a la parte beneficiada. ¿No están muy justificadas, ba-jo esas circunstancias, las quejas de los secretarios?
K ya se había quedado un rato adormecido, ahora volvía a ser molestado. ¿A qué venía todo eso? ¿A qué?, se pregun-tó, y con los párpados caídos contempló a Bürgel no como a un funcionario, sino como a algo que le impedía dormir y cu-yo sentido no podía averiguar. Bürgel, sin embargo, sumido en su argumentación, sonreía como si hubiese conseguido desorientar un poco a K, pero estaba dispuesto a conducirlo de nuevo al camino correcto.
—Bueno —dijo—, tampoco se puede decir, así, sin más, que esas quejas sean del todo justificadas. Los interrogato-rios nocturnos no han sido prescritos en ningún sitio, no se incumple ningún reglamento si los funcionarios intentan evi-tarlos, pero las circunstancias, el estar sobrecargados de trabajo, las formas de desempeñar su empleo en el castillo, su difícil disponibilidad, el reglamento que establece que se debe interrogar a las partes inmediatamente después de la finalización de la investigación, todo eso y mucho más ha contribuido a que los interrogatorios nocturnos se hayan convertido en una necesidad inevitable. Pero si se han con-vertido en una necesidad —digo yo—, también es, al menos indirectamente, un resultado de los reglamentos, y censurar la esencia de los interrogatorios nocturnos —aquí, natural-mente, exagero un poco, y precisamente como exageración puedo decirlo— supone entonces censurar al mismo tiempo los reglamentos. Por el contrario, los secretarios mantienen la competencia de asegurarse tan bien como pueden contra los interrogatorios y contra sus tal vez aparentes desventa-jas en el marco establecido por los reglamentos. Y eso es lo que hacen y, además, en gran medida, sólo permiten cau-sas en las que haya poco que temer en todos los sentidos: las examinan cuidadosamente antes de las sesiones y, cuando el resultado del examen así lo requiere, y aunque sea en el último momento, suspenden todas las declaracio-nes, se fortalecen al citar a una de las partes hasta diez ve-ces antes de interrogarla realmente, prefieren dejarse repre-sentar por algún colega que no es competente en el caso correspondiente (tratándole así con más ligereza) o sitúan las sesiones al principio o al final de la noche y evitan las horas intermedias, y éstas no son todas las medidas; los se-cretarios no se dejan abordar fácilmente, son casi tan resis-tentes como vulnerables.
K dormía, en realidad no era un sueño en el sentido propio del término, oía las palabras de Bürgel quizá mejor que cuando estaba despierto y muerto de cansancio, cada una de las palabras repercutía en su oído, pero la molesta con-ciencia había desaparecido, se sentía libre, ya no era Bürgel quien le retenía, sino que era él quien tanteaba en el camino hacia Bürgel; aún no se había quedado profundamente dormido, pero se había sumido en el sueño, nadie se lo po-dría ya robar. Y le pareció como si hubiese logrado una gran victoria y de pronto hubiese alguien allí para celebrarlo y como si él u otra persona elevase una copa de champán en honor del vencedor. Y para que todos supieran de qué se trataba, la lucha y la victoria se repitieron, o quizá no, más bien se produjeron en ese momento y, en realidad, la victo-ria se había celebrado con anticipación, así que tampoco se dejó de celebrar, pues el éxito, afortunadamente, era segu-ro. K acosó en la lucha a un funcionario desnudo, muy pare-cido a la estatua de un dios griego. Era muy gracioso y K se rió en sueños de cómo el secretario perdía su actitud orgu-llosa ante cada ataque de K y tenía que emplear el brazo extendido y el puño cerrado para cubrir sus vergüenzas, siendo siempre demasiado lento. La lucha no duró mucho, K avanzó paso a paso y los pasos eran muy grandes. ¿Se tra-taba, en realidad, de una lucha? No había ninguna resisten-cia seria, sólo aquí y allá se oía algo parecido al piar del se-cretario. Ese dios griego piaba como una jovencita a la que se le hacen cosquillas. Y, finalmente, desapareció; se quedó solo en una gran estancia: dispuesto a la lucha giró sobre sí mismo y buscó al contrario, pero no había nadie, también la compañía había desaparecido, sólo quedaba la copa de champán rota en el suelo. K la trituró con el pie. Sin embar-go, los trozos de cristal se le clavaron y en ese momento se despertó sobresaltado. Se sintió mareado, como cuando despiertan a un niño pequeño, a pesar de ello, al ver el pe-cho desnudo de Bürgel, se deslizó en él un pensamiento del sueño: ¡aquí tienes a tu dios griego! ¡Sácale de la cama!
—Sin embargo —dijo Bürgel, elevando el rostro hacia el techo en actitud reflexiva, como si buscase ejemplos en la memoria, pero no pudiese encontrar ninguno—, sin embar-go, pese a todas las medidas de precaución, hay una posibi-lidad para las partes de aprovecharse de esa debilidad noc-turna de los secretarios, siempre presuponiendo que se trate de una debilidad. Si bien se trata de una posibilidad muy es-porádica que no surge casi nunca. Consiste en que el inte-resado comparezca a medianoche sin haberse anunciado. Tal vez se sorprenda de que esto, a pesar de que parezca tan evidente, ocurra tan poco. Bueno, usted no se ha fami-liarizado aún con nuestras costumbres. Pero también a us-ted le ha debido de llamar la atención la falta de lagunas que caracteriza a la organización administrativa. De esa falta de lagunas resulta que cualquiera que tenga alguna demanda o que deba ser interrogado por cualquier otro motivo, en se-guida, sin dudar, la mayoría de las veces antes de haberse hecho cargo del asunto, sí, incluso antes de que lo sepa, re-ciba una citación. Esa vez aún no se le tomará declaración, en la mayoría de los casos aún no, por lo normal el asunto no ha alcanzado la madurez necesaria, pero ya tiene la cita-ción, ya no puede venir completamente de sorpresa y sin anunciarse, como mucho sólo puede llegar a destiempo, en-tonces se le llama la atención sobre la fecha y la hora de la citación y cuando regresa en el momento preciso, por regla general, ya no se le recibe y no hay ninguna dificultad más; la citación en la mano del interesado y la anotación en el expediente siempre son para los secretarios fuertes armas defensivas, aunque no siempre basten. Esto se refiere al secretario que únicamente es competente del asunto, cual-quiera tiene la libertad de presentarse sorpresivamente ante los otros por la noche. Pero eso apenas hay alguien que lo haga, no tiene sentido. Al principio con esa medida se irrita-ría al funcionario competente; nosotros, los secretarios, no somos celosos del trabajo de los demás, cada uno soporta su elevada y bien distribuida carga de trabajo, sin mezquin-dad alguna, pero frente a las partes no podemos tolerar per-turbaciones en el ámbito competencial. Alguno ya ha perdi-do la partida porque, al creer que no lograba avanzar hasta la instancia competente, intentó escurrirse en una que no era competente. Esos intentos, por lo demás, también tienen que fracasar debido a que un secretario que no es compe-tente, incluso cuando es asaltado por sorpresa en plena no-che y quiere ayudar con la mejor voluntad, precisamente debido a su falta de competencia apenas puede intervenir más que cualquier abogado o, en el fondo, mucho menos, pues, incluso si pudiera hacer algo, ya que conoce los cami-nos secretos del Derecho mejor que cualquier abogado, le falta el tiempo en las cosas que no es competente, no puede emplear en ellas ni un minuto. ¿Quién utilizaría entonces sus noches en visitar a secretarios que no son competen-tes? También las partes están muy ocupadas, sobre todo si, además de cumplir con sus profesiones, quieren correspon-der a las citaciones y avisos de las instancias competentes, «ocupadas», es cierto, en el sentido de las partes, lo que no es ni mucho menos lo mismo que «ocupado» en el sentido de los secretarios.
K asintió sonriendo, ahora creía comprenderlo todo, y no porque le preocupase, sino porque ahora estaba convencido de que de un momento a otro iba a caer dormido profunda-mente, esta vez sin sueños ni perturbaciones; entre los se-cretarios competentes a un lado y los que no lo eran a otro y, en vista de la masa de partes tan ocupada, se sumiría en un sueño profundo y de esa manera escaparía a todos. Se había acostumbrado hasta tal punto a la voz baja y satisfe-cha de Bürgel, luchando ella misma en vano por alcanzar el sueño, que más que impedirla estimulaba su somnolencia.
«Muele, molino, muele —pensaba—, sólo mueles para mí».
—Así pues, ¿dónde está? —dijo Bürgel, jugando con dos dedos en el labio inferior, con los ojos muy abiertos y el cue-llo extendido, como si, después de una esforzada caminata, se aproximara a una vista espléndida—, ¿dónde está esa mencionada y rara posibilidad que casi nunca se presenta? El secreto se encuentra en los reglamentos sobre las distri-buciones de competencias. Pero esto no supone, y no pue-de suponer, en una gran organización viviente, que haya un determinado secretario competente para cada asunto. Ocu-rre que uno tiene la competencia principal, muchos otros, sin embargo, una competencia parcial, aunque sea pequeña. ¿Quién podría solo, aunque fuese el trabajador más esfor-zado, concentrar en su mesa todas las relaciones y todos los asuntos por pequeños que fueran? Incluso lo que he di-cho sobre la competencia principal resulta exagerado. ¿Acaso no se encuentra ya en la competencia más pequeña también la general? ¿No decide la pasión con que se aco-mete el asunto? Y esta pasión, ¿no es siempre la misma y siempre con la misma fuerza? Puede ser que haya diferen-cias entre los secretarios, y las hay numerosísimas, pero no en la pasión, ninguno de ellos puede retenerse cuando le llega el requerimiento para ocuparse de un caso respecto al cual tenga competencia, por mínima que ésta sea. Hacia el exterior, sin embargo, se tiene que crear una posibilidad or-denada para el desarrollo de la causa, por eso siempre apa-rece en primer plano ante las partes un determinado secre-tario, a quien se tienen que atener oficialmente. Pero no tie-ne que ser aquel que posee la competencia principal sobre el caso, aquí decide la organización y sus necesidades cir-cunstanciales. Éste es el estado de las cosas. Y ahora con-sidere, señor agrimensor, la posibilidad de que una de las partes, por cualquier razón, a pesar de los impedimentos que ya le he descrito, en general completamente suficientes, sorprenda en plena noche a un secretario que tiene cierta competencia sobre el caso correspondiente. ¿No ha pensa-do en esa posibilidad? Lo creo. Tampoco es necesario pen-sar en ella, pues no se presenta casi nunca. Qué extraño, hábil y bien formado granito de arena debería ser esa per-sona para poder pasar por ese insuperable cedazo. ¿Usted cree que no puede pasar? Tiene razón, no puede pasar de ningún modo. Pero una noche —¿quién puede garantizarlo todo?— logra pasar. Entre mis conocidos no conozco a nin-guno a quien le haya ocurrido, pero eso demuestra poco: mis conocidos son limitados en comparación con todos los que aquí tomamos en consideración y, además, no es segu-ro que un secretario, a quien le haya ocurrido algo parecido, lo quiera reconocer, se trata, así y todo, de un asunto muy personal y que afecta de algún modo al pudor profesional. No obstante, mi experiencia demuestra que se trata de un asunto muy esporádico, que sólo parece existir en los rumo-res y que no ha sido confirmado por ninguna circunstancia. Incluso si ocurriera realmente, se le podría quitar su carácter nocivo —al menos eso creo— demostrándole —lo que re-sulta muy fácil— que para él no hay ningún lugar en el mun-do. En todo caso, supone una actitud enfermiza cuando, por miedo, se esconde algo de él bajo la manta y uno no se atreve a mirar. E incluso cuando la perfecta improbabilidad hubiese tomado repentinamente cuerpo, ¿acaso está todo perdido? Todo lo contrario. Que esté todo perdido es más improbable que lo más improbable. Cierto, si la parte se en-cuentra en la habitación, ya es lo suficientemente malo. Oprime el corazón. «¿Cuánto tiempo podrás ofrecer resis-tencia?», se pregunta uno. Pero no habrá ninguna resisten-cia, eso ya se sabe. Debe imaginarse correctamente la si-tuación. La parte nunca vista, siempre esperada, esperada con verdadera sed y siempre considerada de forma razona-ble como inalcanzable, se sienta ahí. Sólo su muda presen-cia invita a penetrar en su pobre vida, a moverse por ella como si fuera de nuestra propiedad y sufrir con él por sus vanas reclamaciones. Esa invitación en la noche silenciosa es cautivadora. Se la acepta y se ha dejado de ser una per-sona de la administración . Es una situación en la que muy pronto será imposible rechazar una petición. Bien conside-rado, se está desesperado y, mejor considerado aún, se es muy feliz. Desesperado porque esa indefensión con la que nos sentamos aquí y esperamos la petición de la parte, sa-biendo que una vez formulada hay que cumplirla, aun cuan-do, al menos en lo que uno puede apreciar, haga pedazos la organización administrativa, es lo más enojoso que se nos puede presentar en la práctica. Ante todo —y prescindiendo de lo demás— porque se produce una violenta e inaudita elevación jerárquica. Por nuestra posición no estamos auto-rizados a cumplir ese tipo de peticiones, pero por la proximi-dad de esas partes nocturnas aumentan en cierto modo nuestras energías administrativas, nos obligamos a cosas que están fuera de nuestro ámbito, sí, incluso las ejecuta-mos; las partes, como los ladrones en el bosque, nos obli-gan en la noche a realizar sacrificios de los que no seríamos capaces durante el día; pues bien, así ocurre cuando la par-te está ahí, nos fortalece y nos obliga y nos instiga y todo está inconscientemente en marcha, pero ¿cómo será des-pués, cuando la parte nos abandone ya satisfecha y des-preocupada y nosotros nos quedemos solos e indefensos ante nuestro abuso de autoridad? No me atrevo ni a pensar-lo. Y, sin embargo, somos felices. Qué suicida puede ser la felicidad. Podríamos esforzarnos en mantener secreta para las partes la verdadera situación. Ellas, por sí mismas, ape-nas notan nada. Según su opinión, probablemente han en-trado, por cualquier motivo casual, cansados, decepciona-dos y desconsiderados e indiferentes por el cansancio y la decepción, en una habitación equivocada, se sientan ahí completamente ignorantes y ocupan sus pensamientos, si se llegan a ocupar en algo, con su error o su cansancio. ¿No se les podría dejar abandonados a sus pensamientos? No, no se puede . Hay que explicarles todo con la locuaci-dad de los benditos. Hay que mostrarles detalladamente, sin exponerse a ningún riesgo, lo que ha ocurrido y por qué mo-tivos ha ocurrido, qué excepcionalmente rara y qué única-mente grande es la oportunidad, hay que mostrar cómo ha caminado a tientas en ese asunto en plena impotencia, co-mo sólo las partes pueden hacerlo, y cómo ahora, señor agrimensor, lo pueden dominar todo y para ello no tienen que hacer nada más que presentar su petición, cuyo cum-plimiento ya está dispuesto, y para el que ellas ya estiran sus brazos, todo eso hay que mostrar, es la hora más difícil del funcionario. Pero una vez que se ha hecho, señor agri-mensor, ya ha ocurrido lo más necesario, entonces hay que moderarse y esperar.
K ya no oyó nada más, dormía, ausente a todo lo que po-día ocurrir. Su cabeza, que al principio había colocado en el brazo izquierdo en la parte superior del poste de la cama, se había deslizado durante el sueño y colgaba libremente, hundiéndose cada vez más, sin que el apoyo del brazo fue-se ya suficiente, pero K se apropió de otro apoyo al extender la mano derecha bajo la manta y coger casualmente el pie de Bürgel. Éste miró en esa dirección y le dejó el pie, por molesto que le resultara .
De repente alguien golpeó repetidamente la pared. K se asustó y miró hacia la pared.
¿Está ahí el agrimensor? —preguntó alguien.
—Sí —dijo Bürgel, liberó su pie de K y se estiró repentina-mente animado y travieso como un joven.
—Entonces que venga ya de una vez —dijo la voz.
No se tomó en consideración a Bürgel ni a que pudiera ne-cesitar
a K.
—Es Erlanger —musitó Bürgel. No pareció sorprenderle que se encontrase en la habitación contigua.
—Vaya en seguida, ya está enojado, intente calmarlo. Tie-ne un buen sueño, pero hemos conversado en voz dema-siado alta, uno no puede dominarse cuando habla de ciertas cosas. Vaya, vaya, parece como si no pudiera salir de su somnolencia. Vaya ¿qué quiere aún aquí? No, no tiene que disculparse por su somnolencia, ¿por qué tendría que hacerlo? Las energías corporales sólo llegan hasta un límite determinado, ¿qué culpa tiene de que esos límites tengan gran importancia en otros aspectos? No, nadie es culpable por eso. Así se corrige el mundo en su curso y mantiene el equilibrio. Se trata de un dispositivo admirable, inimagina-blemente admirable, aunque desconsolador en otros senti-dos. Pero ahora váyase, no sé por qué me mira así. Si se sigue demorando, Erlanger caerá sobre mí, y me gustaría evitarlo. Pero váyase, quién sabe lo que le espera, aquí está todo lleno de oportunidades. Sólo que hay oportunidades que, en cierta medida, son demasiado grandes para ser aprovechadas; hay cosas que no fracasan por otro motivo que por sí mismas. Sí, es maravilloso. Por lo demás, ahora espero poder dormir un poco. Cierto, ya son las cinco y pronto comenzará el ruido. ¡Si al menos quisiera irse ya!
Aturdido por el repentino despertar de un profundo sueño, aún necesitado ilimitadamente de sueño, con el cuerpo dolorido por la incómoda postura, K no se decidía a levantarse, mantenía la frente con una mano y miraba hacia su pecho. Ni siquiera las continuas despedidas de Bürgel habían logrado impulsarle a marcharse, sólo el sentimiento de la completa inutilidad de prolongar su estancia allí le indujo lentamente a hacerlo. Aquella habitación le parecía indescriptiblemente yerma. Si eso había ocurrido entonces o había sido así desde el principio, no lo sabía. Ni siquiera lograría volver a dormirse allí. Ese convencimiento fue, incluso, lo decisivo, riéndose un poco de ello, se levantó, se apoyó donde sólo se podía encontrar un apoyo, en la cama, en la pared, en la puerta, y salió, como si hiciese mucho tiempo que se hubiese despedido de Bürgel, sin un saludo .

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