XVIII

EL CASTIGO DE AMALIA

Pero poco después fuimos acribillados desde todas partes con preguntas sobre la historia de la carta, vinieron amigos y enemigos, conocidos y extraños, pero no permanecían mucho tiempo, los mejores amigos fueron los que se despidieron más deprisa; Lasemann, en otras ocasiones lento y digno, entró como si quisiera examinar las dimensiones de la habitación, echó un vistazo a su alrededor y se acabó; pareció un horrible juego infantil ver cómo Lasemann huía y nuestro padre, separándose del resto de la gente, salía detrás de él hasta el umbral donde renunció a seguirlo más. Brunswick vino y le dijo a mi padre, con toda sinceridad, que se quería hacer independiente; un tipo listo, ese Brunswick, supo aprovechar la ocasión; vinieron clientes y buscaron sus zapatos en el taller de mi padre, los que habían dejado allí para reparar, al principio mi padre intentó que cambiaran de opinión, y todos le apoyamos con todas nuestras fuerzas, pero más tarde renunció y ayudó a buscar en silencio, en el libro de encargos se fue tachando línea tras línea, se entregaron las reservas de piel que los clientes tenían en el taller, todo ocurrió sin la menor disputa, se quedaban satisfechos cuando conseguían romper rápida y completamente el vínculo con nosotros, aunque al hacerlo se sufrieran pérdidas, eso no importaba. Y, finalmente, como era de prever, apareció Seemann, el jefe de bomberos, aún puedo—ver la escena, Seemann, alto y fuerte, aunque un poco inclinado y enfermo del pulmón, siempre serio, no podía reír, estaba ante mi padre, a quien había admirado, a quien le había prometido en confianza el puesto de representante del jefe, y le anunció que quedaba expulsado del cuerpo, pidiéndole que le devolviera el diploma. Las personas que se encontraban a nuestro alrededor dejaron sus asuntos y rodearon a los dos hombres. Seemann no podía decir nada, se limitaba a dar unas palmadas en el hombro de mi padre como si quisiera sacarle las palabras que él mismo quisiera decir y no podía encontrar. Al hacerlo sonreía, con lo que quería tranquilizarse y tranquilizar a los demás, pero como no podía sonreír y nadie le había oído reír, a nadie se le ocurrió que aquello pudiera ser una sonrisa. Nuestro padre, sin embargo, ya estaba demasiado cansado y desesperado para poder ayudar a Seemann, sí, incluso parecía demasiado cansado como para poder reflexionar de qué se trataba. Todos estábamos desesperados en la misma medida, pero como éramos jóvenes no podíamos creer en semejante catástrofe, siempre pensábamos que entre los visitantes finalmente habría uno que ordenaría «alto» y obligaría a que todo retrocediese a su estado original. Seemann nos parecía, en nuestra irreflexión, la persona más indicada para eso. Con tensión esperábamos a que de esa sonrisa sempiterna saliese finalmente una palabra clara. ¿De qué se podía uno reír si no era de la necia injusticia que nos estaba ocurriendo? «Señor jefe, señor jefe, dígaselo a la gente», pensábamos y nos apretábamos contra él, lo que sólo le obligaba a realizar los giros más extraños. Al cabo comenzó a hablar, pero no para cumplir nuestros deseos ocultos, sino para responder a las exclamaciones de ánimo o enojadas de la gente. Aún teníamos esperanza. Comenzó realizando una gran alabanza de nuestro padre. Le llamó un ornato del cuerpo, un modelo inalcanzable para las nuevas generaciones, un miembro imprescindible, cuya salida del cuerpo casi lo destruiría. Todo eso fue muy bonito, si hubiese terminado allí. Pero siguió hablando. Si a pesar de eso el cuerpo había decidido solicitarle la renuncia, aunque sólo provisional, había que reconocer la seriedad de los motivos que obligaban al cuerpo a tomar esa medida. Tal vez, sin los espléndidos logros de nuestro padre en la fiesta del día anterior, no se habría llegado tan lejos, pero precisamente esos logros habían despertado especialmente la atención oficial, el cuerpo se encontraba en un primer plano y, por tanto, tenía que cuidarse más que antes de su pureza. Entonces había ocurrido la ofensa al mensajero y el cuerpo no había podido encontrar otra salida, él, Seemann, había asumido el gravoso deber de anunciarlo. Nuestro padre no debía hacérselo más difícil. Qué contento estaba Seemann de sus palabras, por la satisfacción que sentía por ello, dejó de ser excesivamente considerado, señaló el diploma que colgaba de la pared e hizo una señal con el dedo. Nuestro padre asintió y fue a recogerlo, pero no logró descolgarlo del clavo debido a sus manos temblorosas, yo me subí a una silla y le ayudé. Y desde ese instante todo se había acabado, ni siquiera sacó el diploma del marco, sino que se lo dio todo a Seemann, como estaba. A continuación, se sentó en un rincón, no se movió ni habló con nadie más, nosotros tuvimos que tratar con la gente de la mejor manera que supimos.
—Y ¿dónde ves aquí la influencia del castillo? —preguntó K—. Por ahora no parece haber intervenido. Lo que has contado sólo ha sido el miedo irreflexivo de la gente. La alegría por la desgracia ajena, la falsa amistad, cosas que se encuentran en todas partes, y también, por parte de tu padre, al menos así me lo parece, encuentro cierta pobreza de espíritu, pues ¿de qué era aquel diploma? La confirmación de sus aptitudes, y esas aptitudes las mantenía, haciéndole imprescindible, además podría haberle puesto las cosas realmente difíciles al jefe si en cuanto comenzó a hablar le hubiese arrojado a los pies el diploma. Pero me parece especialmente significativo que no hayas mencionado a Amalia; Amalia, a la que se debía todo, estaba probablemente tranquila en un segundo plano y contemplaba la catástrofe.
—No, no —dijo Olga—, no se le pueden hacer reproches a nadie, nadie pudo actuar de otra manera, todo eso ya era la influencia del castillo.
—Influencia del castillo —repitió Amalia que acababa de entrar del patio, los padres hacía ya tiempo que se habían acostado—. ¿Contáis historias del castillo? ¿Aún estáis ahí sentados? Y tú, K, querías haberte despedido en seguida, y ya son casi las diez. ¿Te importan algo esas historias? Aquí hay personas que se alimentan de esas historias, se sientan juntas, como vosotros, y se estimulan recíprocamente a hablar, pero no me parece que tú seas una de esas personas.
—Sí lo soy—dijo K—, precisamente soy una de ellas, pero al contrario que otras que no se preocupan de esas historias y dejan inquietarse a los demás, a mí no me impresionan demasiado.
—Bueno —dijo Amalia—, pero el interés de la gente es muy diferente; una vez oí de un joven que estaba obsesionado con el castillo, pensaba en él día y noche, todo lo demás lo descuidaba, se temía por su capacidad para realizar las cosas de la vida ordinaria, pues su mente siempre estaba en el castillo, pero al cabo resultó que en realidad sus pensamientos no tenían por objeto el castillo, sino la hija de una criada de las oficinas, la consiguió y todo volvió a la normalidad.
—Ese hombre me caería bien, creo —dijo K.
—Dudo mucho que ese hombre te cayera bien —dijo Amalia—, quizá su esposa. Pero no os quiero importunar más, me voy a dormir y voy a tener que apagar la luz, por los padres; aunque se duermen en seguida, después de una hora ya se les ha acabado el sueño real y entonces les molesta cualquier resplandor. Buenas noches.
Y, en efecto, al poco rato todo se quedó a oscuras y Amalia puso un colchón en el suelo al lado de sus padres y allí se hizo la cama.
—¿Quién es ese joven del que ha hablado? —preguntó K.
—No lo sé —dijo Olga—, tal vez Brunswick, aunque no le va nada, pero quizá otro. No es fácil entenderla de forma adecuada porque no se sabe si habla irónicamente o en serio.
—¡Deja las interpretaciones! —dijo K—. ¿Cómo te has vuelto tan dependiente de ella? ¿Era así antes de la desgracia u ocurrió después? ¿Nunca has tenido el deseo de independizarte de ella? ¿Y está fundada racionalmente esa dependencia? Ella es la más joven y como tal tendría que obedecer. Inocente o culpable ha traído la desgracia a la familia. En vez de pediros perdón cada día, lleva la cabeza más alta que todos, no se preocupa de nada salvo de los padres y por condescendencia, no quiere ponerse al corriente de nada, como ella se expresa, y cuando habla con vosotros, entonces es la mayoría de las veces en serio, pero suena irónico. O domina por su belleza, que tú mencionas a veces. Pero los tres sois muy similares, y lo que la diferencia a ella de vosotros dos resulta favorable para ella; ya la primera vez que la vi me horrorizó su mirada hosca y dura. Y, sin embargo, es la más joven, aunque nada en su exterior lo muestre; tiene el aspecto sin edad de las mujeres que apenas envejecen y que apenas han sido realmente jóvenes. Tú la ves todos los días y no notas la dureza de su rostro. Por eso, si lo pienso, tampoco puedo tomar en serio la inclinación de Sortini, quizá sólo quería castigarla con la carta, no llamarla.
—No quiero hablar de Sortini —dijo Olga—, con los señores del castillo todo es posible, ya se trate de la muchacha más bella o más fea. Por lo demás, te equivocas completamente respecto a Amalia. No tengo ningún motivo especial para congraciarte con Amalia y si lo intento sólo lo hago por ti. Amalia fue, en cierto modo, el origen de nuestra desgracia, eso es seguro, pero ni siquiera nuestro padre, que ha sido el más afectado por la desgracia y que nunca se ha mordido la lengua, ni siquiera él ha dicho a Amalia una palabra de reproche, ni en los peores tiempos. Y no precisamente porque hubiese aprobado el comportamiento de Amalia; ¿cómo habría podido él, un admirador de Sortini, aprobarlo? No podía comprenderlo, lo habría sacrificado todo en aras de Sortini, pero no como realmente ocurrió, con un Sortini probablemente dominado por la ira, y digo «probablemente» porque ya no supimos más de Sortini; si con anterioridad había sido reservado, desde aquel momento fue como si no existiese . Y tendrías que haber visto a Amalia en aquel tiempo. Sabíamos que no se nos impondría ningún castigo expreso. Simplemente se apartaron de nosotros, tanto la gente de aquí como la del castillo. Pero mientras notábamos cómo la gente del pueblo nos evitaba, respecto a la del castillo no notábamos nada. Tampoco antes habíamos notado ninguna asistencia del castillo, ¿cómo podíamos entonces notar un cambio? Esa tranquilidad fue lo peor, y no la conducta evasiva de la gente, pues los habitantes del pueblo no lo habían hecho por convicción, tal vez ni siquiera tenían algo serio contra nosotros, el actual desprecio aún no existía, sólo lo habían hecho por miedo y se limitaban a esperar para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Tampoco teníamos que temer ninguna necesidad, nos habían pagado todos los deudores, los negocios que cerramos nos resultaron ventajosos, lo que nos faltaba en alimentos nos lo proporcionaron nuestros parientes, fue fácil, estábamos en tiempo de cosecha, si bien es cierto que no teníamos campos y nadie nos dejó trabajar en ningún lado: por primera vez en nuestra vida quedamos condenados al ocio. Y entonces nos sentamos juntos con las ventanas cerradas en el calor de julio y agosto. No ocurrió nada. Ninguna citación, ninguna noticia, ninguna visita, nada.
—Bueno —dijo K—, como no ocurría nada y tampoco se esperaba ningún castigo expreso, ¿de qué teníais miedo? ¿Qué clase de personas sois vosotros ?
¿Cómo puedo explicártelo? —dijo Olga—. No temíamos lo venidero, ya padecíamos bajo nuestra situación, nos hallábamos en medio del castigo. La gente del pueblo se limitaba a esperar a que nos acercásemos a ellos, a que nuestro padre volviese a abrir su taller, que Amalia, que sabía confeccionar bonitos vestidos, volviese a aceptar pedidos, si bien sólo para los más ricos, a la gente le daba pena lo que habían hecho. Cuando en el pueblo se aísla repentinamente a una familia de buena reputación, todos padecen alguna desventaja por ello; cuando se apartaron de nosotros, creyeron estar cumpliendo con su deber, tampoco nosotros hubiésemos hecho otra cosa en su lugar. No habían sabido con exactitud qué había ocurrido, sólo que el mensajero había regresado a la posada de los señores con la mano llena de trozos de papel; Frieda le había visto salir y regresar, había hablado unas palabras con él y había difundido rápidamente lo poco de lo que se había enterado, pero tampoco por hostilidad hacia nosotros, sino sólo por cumplir con su deber, como habría sido el deber de cualquier otro en el mismo caso. Y entonces la gente habría preferido más que nada una feliz solución de todo el problema. Si hubiésemos llegado repentinamente con la noticia de que todo estaba arreglado, de que, por ejemplo, sólo se había tratado de un malentendido ya completamente aclarado, o que había sido una falta ya reparada o —incluso esto habría satisfecho a la gente— que mediante nuestras conexiones en el castillo habíamos conseguido que se olvidara el asunto, nos habrían recibido con los brazos abiertos, nos habrían besado y abrazado, se habrían organizado fiestas, ya he conocido algo parecido con otros. Pero ni siquiera habría sido necesaria una noticia como ésa, si hubiésemos venido por propia voluntad y les hubiésemos ofrecido reanudar nuestras antiguas relaciones, sin perder ninguna palabra sobre el asunto de la carta, eso habría bastado; con alegría habrían renunciado a mencionar la carta, junto al miedo había sido ante todo lo delicado del asunto el motivo de que se apartasen de nosotros, simplemente no querían oír nada sobre el asunto, ni hablar, ni pensar, ni quedar afectados de ningún modo por él. Cuando Frieda traicionó lo ocurrido, no lo hizo para regocijarse con ello, sino para resguardarse ella misma y resguardar a los demás de sus efectos, quiso llamar la atención de la comunidad de que había ocurrido algo de lo que había que apartarse con el mayor cuidado posible. No nos tomaban en consideración a nosotros, como familia, sino sólo a causa del asunto en el que habíamos quedado involucrados. Así que si hubiésemos vuelto a salir, si hubiésemos dejado descansar el pasado, si hubiésemos mostrado con nuestro comportamiento que habíamos superado el asunto, fuera de la manera que fuese, la opinión pública habría llegado a la convicción de que el asunto, cualquiera que hubiese sido, no volvería a ser objeto de conversación; entonces todo también habría acabado bien, habríamos encontrado en todas partes la antigua complacencia; aun cuando nosotros sólo hubiésemos olvidado parcialmente el asunto, lo habrían comprendido y nos habrían ayudado a olvidarlo por completo. En vez de eso nos sentábamos en casa; no sé a qué esperábamos, bien podía ser a la decisión de Amalia, en aquella mañana había arrebatado para sí el liderazgo de la familia y lo mantuvo con fuerza, y todo sin ninguna ceremonia especial, sin órdenes, sin súplicas, prácticamente por medio de su silencio. Los demás teníamos, es cierto, mucho que consultar, era un continuo murmullo de la mañana hasta la noche y a veces me llamaba mi padre repentinamente angustiado y yo pasaba casi toda la noche en el borde de su cama. O a veces nos acurrucábamos juntos Barnabás y yo, mi hermano comprendía poco de todo el asunto y no cesaba de reclamar ardientemente explicaciones, siempre las mismas, sabía de sobra que los años de despreocupación que a otros esperaban a su edad habían desaparecido, así que nos sentábamos juntos, de forma muy parecida a como estamos sentados tú y yo, y olvidábamos que era de noche y que volvía a hacerse de día. Nuestra madre era la más débil de todos nosotros, y esto porque no sólo había padecido el dolor general sino también el dolor de cada uno de los demás, y pudimos percibir con horror las alteraciones que se producían en ella y que, como sospechábamos, esperaban a toda la familia. Su lugar favorito era la esquina de un canapé, hace tiempo que ya no lo tenemos, se encuentra en el gran salón de Brunswick, allí se sentaba y —no se sabía muy bien qué ocurría— dormitaba o mantenía consigo misma, como los labios parecían indicar, largas conversaciones. Era tan natural que hablásemos continuamente del asunto de la carta, que profundizásemos en él, en todos los detalles seguros y en todas las inseguras posibilidades, y que continuamente nos superásemos mutuamente en la búsqueda de medios para conseguir una buena solución, era tan natural e inevitable, pero no era bueno, caímos más y más profundamente en el foso del que queríamos escapar. ¿Y de qué servían esas espléndidas ocurrencias? Ninguna de ellas se podía realizar sin Amalia, todo eran meros preparativos, auténticos absurdos, ya que sus resultados no llegaban hasta Amalia y, si hubiesen llegado hasta ella, sólo habrían encontrado su silencio. Bueno, afortunadamente, hoy conozco mejor que entonces a Amalia. Ella soportó más que los demás, resulta incomprensible cómo lo ha podido soportar y que aún viva entre nosotros. Tal vez nuestra madre soportó toda nuestra pena, la soportó porque penetró violentamente en ella y no la tuvo que soportar mucho tiempo; si aún la soporta hoy, no se puede decir, ya entonces su mente estaba nublada. Pero Amalia no sólo soportó la pena, sino que además poseía el entendimiento de penetrarla con la mirada, nosotros sólo veíamos las consecuencias, ella veía el motivo, nosotros teníamos esperanza en encontrar algún medio, por pequeño que fuese, ella sabía que todo estaba decidido, nosotros teníamos que murmurar, ella tenía que callar. Ella estaba cara a cara con la verdad y vivió y soportó esa vida como lo sigue haciendo hoy. Qué bien nos iba a nosotros en nuestra necesidad en comparación con ella. Cierto, tuvimos que abandonar nuestra casa, Brunswick la ocupó, nos asignaron esta chabola y con un carro de mano trajimos nuestras posesiones en varios viajes, Barnabás y yo tirábamos, nuestro padre y Amalia ayudaban en la parte trasera, nuestra madre, a la que habíamos traído con anterioridad, nos recibió, sentada en una caja, sin dejar de gemir en voz baja. Pero recuerdo que Barnabás y yo, durante los fatigosos viajes —que también fueron humillantes, pues con frecuencia nos encontrábamos con carros que venían de cosechar y cuyos tripulantes callaban ante nosotros y desviaban la mirada—, ni siquiera podíamos dejar de hablar de nuestras preocupaciones y de nuestros planes, a veces quedábamos tan sumidos en nuestra conversación que nos deteníamos y mi padre se veía obligado a llamarnos la atención para recordarnos nuestro deber. Pero todas esas conversaciones no lograron cambiar nuestra vida después de la mudanza, sólo que comenzamos paulatinamente a notar nuestra pobreza. Las provisiones de los parientes se acabaron, nuestras existencias casi habían llegado a su fin, en aquel tiempo comenzó a desarrollarse el desprecio contra nosotros, como tú lo conoces. Se notó que no disponíamos de la fuerza necesaria para salir del asunto de la carta y eso se nos tomó muy a mal; no menospreciaban la pesada carga de nuestro destino, pese a que no la conocían con exactitud; si la hubiésemos superado, nos habrían honrado, pero como no lo habíamos conseguido, hicieron definitivamente lo que hasta ese momento sólo habían hecho provisionalmente, nos excluyeron de todos los círculos; sabían que probablemente nadie habría pasado la prueba mejor que nosotros, pero aún más necesario, por esa razón, era separarse completamente de nosotros. A partir de entonces ya no se hablaba de nosotros como si fuésemos seres humanos, ya no se volvió a pronunciar nuestro apellido, se nos llamaba por Barnabás, el más inocente de nosotros; incluso nuestra chabola cobró mala fama y si tú reflexionas, también reconocerás que al entrar en ella por primera vez creíste percibir la justificación de ese desprecio; más tarde, cuando volvieron a visitarnos algunas personas, arrugaron la nariz por las cosas más insignificantes, por ejemplo porque la lámpara de aceite cuelga sobre la mesa, a ellos eso les parecía insoportable. Pero si colgábamos la lámpara en otro sitio, su aversión no cambiaba en nada. El mismo desprecio afectaba a todo lo que éramos y teníamos.

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