XIX

PEREGRINAJES

¿Y qué hicimos nosotros mientras tanto? Lo peor que po-díamos hacer, algo por lo que podríamos haber sido des-preciados con más razón de lo que fuimos: traicionamos a Amalia, desobedecimos su orden silenciosa; no podíamos seguir viviendo así, sin ninguna esperanza, por lo que co-menzamos a suplicar y a asediar el castillo, cada uno a su manera, ojalá pueda perdonarnos. No obstante, sabíamos que no estábamos en disposición de subsanar nada, tam-bién sabíamos que la única conexión esperanzada que te-níamos con el castillo, la de Sortini, la del funcionario que sentía inclinación por nuestro padre, se había vuelto inacce-sible debido a los acontecimientos; sin embargo, nos pusi-mos manos a la obra. Nuestro padre fue quien comenzó, comenzaron los absurdos peregrinajes hacia el director, los secretarios, los abogados, los escribientes, la mayoría de las veces no le recibieron y cuando él, por astucia o casuali-dad, logró que le recibieran —cómo nos llenábamos de júbi-lo con esa noticia y nos frotábamos las manos— fue recha-zado lo más rápidamente posible y no fue recibido otra vez. También era demasiado fácil responderle, el castillo lo tiene siempre tan fácil. ¿Qué quería? ¿Qué le había ocurrido? ¿Para qué pedía una disculpa? ¿Cuándo y por quién se había movido un dedo contra él en el castillo? Cierto, se ha-bía empobrecido, había perdido su clientela, etc., pero ésos eran sucesos de la vida cotidiana, asuntos profesionales y de mercado, ¿tenía que ocuparse el castillo de todo? En realidad ya se ocupaba de todo, pero no podía intervenir groseramente en el desarrollo de los acontecimientos, sim-ple y llanamente para servir los intereses de un particular. ¿Debía enviar a sus funcionarios para que corriesen detrás de los clientes e intentar traerlos por la fuerza? Pero, obje-taba entonces nuestro padre —nosotros tratábamos estas cosas con toda exactitud en casa, tanto antes como des-pués, en un rincón, como ocultándonos de Amalia, que si bien se daba cuenta de todo, no intervenía—, pero, como decía, entonces objetaba nuestro padre que él no se queja-ba de su empobrecimiento, todo lo que había perdido lo re-cuperaría con facilidad, todo eso era accesorio si se le per-donaba. Pero ¿qué se le tenía que perdonar? Se le respon-día, a ellos no les había llegado ninguna demanda, al menos aún no constaba en las actas, cuando menos no en las ac-tas accesibles a los abogados, en consecuencia, en lo que podía confirmarse, ni se había emprendido algo contra él, ni había nada en curso. ¿Podía mencionar alguna disposición emitida contra él? Nuestro padre no podía. ¿O se había producido la intervención de un órgano oficial? De eso nues-tro padre no sabía nada. Bueno, si no sabía nada y si no había ocurrido nada, ¿qué quería entonces? ¿Qué se le po-día perdonar? Como mucho que molestara a la administra-ción sin ningún motivo, pero precisamente eso era imperdo-nable. Nuestro padre no cejó, en aquel entonces aún era muy fuerte y el ocio obligado le proporcionaba todo el tiem-po que quería. «Recobraré el honor de Amalia, no durará mucho», nos decía a Barnabás y a mí varias veces al día, pero en voz muy baja, pues Amalia no podía oírlo; sin em-bargo sólo lo decía por Amalia, ya que en realidad no pen-saba en recobrar su honor, sino sólo en el perdón. Pero an-tes de recibir el perdón tenía que establecer la culpa y ésta se la negaron una y otra vez en la administración. Se le ocu-rrió —y esto mostró que ya estaba perturbado mentalmen-te— que le ocultaban la culpa porque no pagaba lo suficien-te; hasta ese momento había pagado siempre las tasas es-tablecidas que, al menos para nuestra situación, eran lo su-ficientemente elevadas. Pero ahora creyó que tenía que pa-gar más, lo que no era cierto, pues nuestra administración acepta sobornos, aunque sólo para simplificar las cosas y evitar conversaciones innecesarias, pero con ellos no se puede lograr nada. Como era la esperanza de mi padre, no le quisimos molestar. Vendimos lo que nos quedaba —era casi lo imprescindible— para suministrarle a nuestro padre los medios para seguir investigando y durante mucho tiempo tuvimos la satisfacción todos los días de que nuestro padre, cuando se despedía por la mañana, pudiese al menos con-tar con algunas monedas en el bolsillo. Nosotros, sin em-bargo, padecíamos hambre durante todo el día, mientras que lo único que conseguimos con el dinero fue que nuestro padre se mantuviese en un estado de esperanzada alegría. Esto, sin embargo, no se podía decir que fuese una ventaja. Él se atormentaba con sus peregrinajes y lo que sin dinero habría encontrado un merecido fin, se prolongó en el tiem-po. Como a cambio de su dinero no podía recibir ningún rendimiento extraordinario, algún escribiente intentaba de vez en cuando, al menos en apariencia, rendir algo, enton-ces prometía investigaciones, indicaba que ya se habían encontrado ciertas pistas que no se seguirían para cumplir el deber, sino sólo por afecto a nuestro padre, quien en vez de tornarse escéptico era cada vez más crédulo. Regresaba con una de esas absurdas promesas como si trajera una bendición a la casa y resultaba patético ver cómo siempre a espaldas de Amalia, haciendo señas hacia ella con una son-risa desfigurada y los ojos muy abiertos, nos quería dar a entender cómo la salvación de Amalia, que no sorprendería a nadie más que a ella, estaba muy cerca gracias a sus es-fuerzos, pero que todo era aún un secreto y nosotros tenía-mos que guardarlo muy bien. Todo esto habría durado mu-cho tiempo si, finalmente, no nos hubiese sido imposible proporcionarle más dinero. Aunque mientras tanto Barna-bás, después de muchas súplicas, había sido admitido por Brunswick como ayudante —si bien de tal manera que tenía que recoger los encargos en la oscuridad de la noche y de-volverlos de la misma forma, no obstante, hay que recono-cer que Brunswick asumió un riesgo para su negocio por nuestra causa, pero por ello pagaba muy poco a Barnabás y el trabajo de Barnabás no tiene mácula—, pero ese salario apenas bastaba para sacarnos del hambre. Con muchas preparaciones y con gran delicadeza le anunciamos a nues-tro padre la interrupción de nuestras ayudas monetarias, pe-ro lo tomó con gran tranquilidad. En el estado en que se en-contraba su mente ya no era capaz de comprender lo vano de sus intervenciones, pero estaba cansado de las conti-nuas decepciones. Aunque dijo —ya no hablaba con tanta claridad como antes, había hablado casi con demasiada cla-ridad— que sólo habría necesitado muy poco dinero más, que al día siguiente o incluso ese mismo día lo podría saber todo y que entonces su esfuerzo habría sido inútil, que sólo habría fracasado por culpa del dinero etc., el tono con que lo decía mostraba que no se creía lo que estaba diciendo. Además, en seguida forjó nuevos planes. Como no había sido capaz de demostrar la culpa y, en consecuencia, no pudo conseguir nada por la vía oficial, quiso abordar perso-nalmente a los funcionarios. Entre ellos había algunos que tenían un corazón bueno y compasivo, que si bien no lo po-dían mostrar en su cargo, sí cuando no lo ejercían, cuando se les sorprendía en el momento adecuado.
Aquí, K, que había estado escuchando absorto a Olga, in-terrumpió su relato con la pregunta:
—¿Y tú no lo consideras correcto?
Aunque el posterior relato le tenía que dar la respuesta a su pregunta, lo quería saber en seguida.
—No —dijo Olga—, no se puede hablar de compasión o de nada parecido. Tan jóvenes e inexpertos como éramos, eso lo sabíamos muy bien y también nuestro padre lo sabía, na-turalmente, pero lo había olvidado, esto como casi todo lo demás. Había concebido el plan de situarse en la carretera principal, cerca del castillo, por donde pasaban los coches de los funcionarios, y siempre que pudiera presentar su soli-citud de perdón. Dicho con sinceridad, un plan demencial, incluso si hubiese ocurrido lo imposible y su solicitud hubie-se llegado realmente hasta el oído de un funcionario. ¿Aca-so puede perdonar un solo funcionario? Eso tendría que ser competencia de la administración en conjunto, pero incluso ésta probablemente no puede perdonar, sólo juzgar. Ahora bien, ¿puede hacerse una idea del asunto un funcionario, incluso en el caso de que se bajase y se ocupase de él, en virtud de lo que nuestro pobre, cansado y viejo padre le murmura? Los funcionarios son muy instruidos, pero tam-bién parciales, en su especialidad un funcionario deduce de una palabra cadenas enteras de pensamientos, pero se puede intentar aclararles cosas que no son de su departa-mento durante horas, quizá asientan amablemente con la cabeza, pero no comprenderán nada. Todo esto es eviden-te, intenta comprender los pequeños asuntos oficiales que le incumben a un funcionario, problemas minúsculos que él so-luciona con un encogerse de hombros, intenta comprender-los a fondo y para ello necesitarás toda la vida y aun así no llegarás al final. Pero si nuestro padre hubiese dado con un funcionario competente, éste no podría solucionar nada sin las actas previas y, por supuesto, tampoco en medio de la carretera principal; un funcionario competente no puede perdonar, sino archivar oficialmente el caso y para eso indi-car de nuevo la vía oficial, pero conseguir algo en esta vía le habría sido completamente imposible a nuestro padre. Has-ta qué punto había llegado nuestro padre para querer poner en práctica semejante plan. Si hubiese una oportunidad, por muy lejana que fuese, la carretera principal estaría llena de pedigüeños, pero como aquí se trata de una imposibilidad, de la que para darse cuenta sólo se necesita una educación básica, está completamente vacía. Quizá eso fortaleciese la esperanza de nuestro padre, él la alimentaba de todo lo que encontraba. Aquí resultaba muy necesario, el sentido común no tenía por qué perderse en grandes reflexiones, tenía que reconocer claramente la imposibilidad en lo más superficial. Cuando los funcionarios se trasladan al pueblo o regresan al castillo, esos viajes no son de ocio, en el pueblo y en el cas-tillo les espera el trabajo, por eso viajan a la mayor veloci-dad. Ni siquiera se les ocurre mirar por la ventanilla y buscar allí peticionarios, sino que los coches están llenos de actas y expedientes que los funcionarios estudian ininterrumpida-mente.
—Pero yo —dijo K— he visto el interior de un trineo de funcionarios en el que no había expedientes.
En el relato de Olga se le abría la perspectiva de un mundo tan grande e inverosímil que no podía evitar confrontarlo con su pequeña experiencia para, de ese modo, convencerse más claramente de la existencia de ese mundo, así como de la existencia del suyo propio.
—Es posible—dijo Olga—, pero entonces es peor, pues el funcionario está ocupado en asuntos tan importantes que los expedientes son demasiado valiosos o demasiado volu-minosos para poder llevarlos consigo, esos funcionarios avanzan al galope. En todo caso, para nuestro padre, nin-guno de ellos tuvo tiempo. Y, además, hay varias carreteras que llevan al castillo. De repente una se pone de moda, en-tonces la mayoría utiliza ésa, luego se pone otra, y todos quieren circular por ella. Aún no se sabe mediante qué re-glas se produce ese cambio. A las ocho de la mañana todos van por una carretera, una media hora después, todos por otra, diez minutos más tarde, por una tercera, una media hora después quizá otra vez por la primera y por ella se si-gue circulando durante todo el día, pero en cualquier instan-te existe la posibilidad de un cambio. Aunque en las proxi-midades del pueblo convergen todas las carreteras en una, por ella los coches pasan a toda velocidad, mientras que en las cercanías del castillo la velocidad es moderada. Pero así como el tráfico respecto a las carreteras no obedece a nin-guna regla y resulta impredecible, lo mismo ocurre con el número de los coches. Con frecuencia hay días en los que no pasa un solo coche, pero luego sigue un día en el que circula un gran número de ellos. Y ahora imagínate a nues-tro padre en la carretera. Todas las mañanas, con su mejor traje, que es lo único que le quedaba, salía de la casa acompañado de nuestras bendiciones. Se llevaba un pe-queño distintivo del cuerpo de bomberos que ha conservado injustamente y se lo ponía en cuanto salía del pueblo, en él tiene miedo de mostrarlo a pesar de que es muy pequeño y de que apenas se puede distinguir a dos pasos de distancia, pero según la opinión de nuestro padre debería servir para llamar la atención de los funcionarios sobre él. No muy lejos de la entrada al castillo hay un establecimiento de horticultu-ra, pertenece a un tal Bertuch, que suministra hortalizas al castillo, allí, en el delgado borde de la base que sustentaba la verja del huerto, escogió nuestro padre su sitio. Bertuch lo toleró porque había tenido amistad con mi padre y también había pertenecido a sus clientes más fieles; por lo demás, él tiene un pie deforme y creía que sólo nuestro padre era ca-paz de hacerle un zapato que se adaptara perfectamente a su defecto. Así que allí permanecía nuestro padre sentado, día tras día; fue un otoño lluvioso, pero el tiempo le era completamente indiferente, por la mañana, a una hora de-terminada, tenía la mano en el picaporte de la puerta y nos hacía señal de despedida, por la noche regresaba empapa-do, parecía como si se fuese encorvando cada vez más, y se arrojaba en el rincón. Al principio nos contaba sus pe-queños acontecimientos, por ejemplo que Bertuch por com-pasión y en recuerdo de su antigua amistad le había arroja-do una manta sobre la verja, o que en los coches que pasa-ban había creído reconocer a tal o cual funcionario o que de vez en cuando algún cochero le reconocía y le rozaba con el látigo de broma. Más tarde dejó de contar esas cosas, era evidente que ya no tenía esperanzas de lograr nada, sim-plemente consideraba su deber, su aburrida profesión, irse hasta allí y pasar el día. Entonces comenzaron sus dolores reumáticos, el invierno se acercaba, cayó nieve antes de lo esperado, aquí el invierno comienza muy pronto, y se tuvo que sentar sobre la piedra mojada o sobre la nieve. Por la noche gemía por los dolores, por las mañanas a veces se sentía inseguro de si debía salir, pero lograba superarse y partía. Nuestra madre se aferraba a él y no quería dejarle marchar, él, tal vez angustiado por sus desobedientes miembros, le permitía acompañarle, así que también nuestra madre comenzó a sufrir dolores. Con frecuencia estábamos con ellos, les llevábamos comida o simplemente les hacía-mos una visita, otras veces intentábamos convencerles para que regresasen; cuántas veces les encontramos allí acurru-cados, abrazándose en la estrechez de su asiento, tapados con una delgada manta que apenas los cubría, rodeados só-lo de nieve y niebla y días enteros sin ningún ser humano ni ningún coche hasta donde alcanzaba la vista. ¡Qué visión!, K, ¡qué visión! Hasta que una mañana las piernas rígidas de nuestro padre ya no le pudieron sacar de la cama; estaba desconsolado, en su delirio creía ver cómo. paraba un co-che al lado del establecimiento de Bertuch, bajaba un fun-cionario, buscaba en la verja a nuestro padre y sacudiendo la cabeza y enojado regresaba al coche. Nuestro padre emi-tía tales gritos como si quisiera llamar la atención del funcio-nario desde allí abajo y explicarle que se había ausentado sin culpa. Y fue una larga ausencia, ya no regresó más, tuvo que permanecer semanas enteras en la cama. Amalia asu-mió su cuidado, el tratamiento, todo, y así ha seguido con pausas hasta ahora. Ella conoce hierbas medicinales que tranquilizan los dolores, apenas necesita dormir, nada le asusta, no teme a nada, jamás se muestra impaciente, ella realizó todo el trabajo relativo a nuestros padres; mientras nosotros, en cambio, sin poder ayudar en nada, rondába-mos intranquilos, ella se mantenía en todo fría y silenciosa. Una vez que hubo transcurrido lo peor y nuestro padre, cui-dadosamente y apoyado a izquierda y derecha, logró salir de la cama, Amalia volvió a retirarse en seguida y nos lo de-jó a nosotros.

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