VIII

ESPERANDO A KLAMM

Al principio, K estaba contento de haber escapado del ba-rullo de las criadas y de los ayudantes en la habitación cal-deada. Fuera helaba un poco, la nieve era más dura, se po-día caminar con más facilidad. Pero comenzaba a oscure-cer, así que aceleró sus pasos.
El castillo, cuyos perfiles comenzaban a difuminarse, per-manecía, como siempre, en calma, jamás había percibido K en él un signo de vida, quizá era imposible reconocer algo desde esa distancia y, sin embargo, los ojos reclamaban al-go y no querían tolerar esa quietud. Cuando K contemplaba el castillo, a veces le parecía como si observase a alguien que estaba sentado allí tranquilo, mirando ante sí, no sumi-do en sus pensamientos y cerrado a todo su entorno, sino libre y despreocupado, como si estuviese solo y nadie le ob-servase. Y, sin embargo, tenía que percibir que alguien le observaba, pero eso no afectaba en nada a su tranquilidad y, en realidad —no se sabía si como motivo o como conse-cuencia— las miradas del observador no podían mantener-se fijas y resbalaban. Ese día, esa sensación se fortaleció por la temprana oscuridad: cuanto más tiempo lo contem-plaba, con más profundidad se hundía todo en la penumbra.
Precisamente cuando K llegó a la posada de los señores, aún sin iluminar, se abrió una ventana en el primer piso, un hombre joven, gordo y pulcramente afeitado, con una pelli-za, se asomó por ella y permaneció allí; no pareció respon-der al saludo de K ni con la más ligera inclinación de cabe-za. K no encontró a nadie ni en el pasillo ni en la taberna, el olor a cerveza rancia era peor que la última vez, algo pare-cido no ocurría en la posada del puente. Se acercó de in-mediato a la puerta por la cual había observado a Klamm, presionó cuidadosamente el picaporte hacia abajo, pero la puerta estaba cerrada; a continuación, palpó para encontrar el lugar donde se hallaba el agujero, pero le habían debido de poner un tapón tan bien ajustado que no podía encontrar-lo de esa manera, así que encendió una cerilla. Entonces un grito le asustó. En el rincón, entre la puerta y la barra, cerca de la calefacción, estaba sentada, formando un ovillo, una muchacha que le observaba con fijeza en el resplandor de la cerilla con unos ojos apenas abiertos por la somnolencia. Era evidente que se trataba de la sucesora de Frieda. Se recuperó pronto de la sorpresa, encendió la luz, la expresión de su rostro aún era enojada, entonces reconoció a K.
Ah, el señor agrimensor —dijo sonriendo, le dio la mano y se presentó:
—Me llamo Pepi.
Era pequeña, colorada, sana, el cabello abundante y rojizo estaba recogido en una trenza, algunos mechones ondula-dos colgaban alrededor del rostro; llevaba un vestido liso que caía verticalmente y que no le quedaba bien: estaba hecho de una tela gris brillante, en la parte inferior había si-do estrechado en el bajo de un modo tosco e infantil con ayuda de una cinta de seda. Se interesó por Frieda y pre-guntó si no regresaría pronto. Ésa era una pregunta que ca-si rayaba en la maldad.
—Me llamaron a toda prisa —dijo entonces—, después de la partida de Frieda, pues aquí no se puede emplear a una cualquiera, hasta ahora era criada, pero no ha sido un cambio muy bueno el que he hecho. Aquí hay mucho trabajo nocturno, es agotador, apenas podré soportarlo, no me sorprende que Frieda haya renunciado.
—Frieda estaba aquí muy satisfecha —dijo K para, final-mente, llamar la atención de Pepi sobre la diferencia exis-tente entre Frieda y ella y que ella no consideraba.
—No la crea—dijo Pepi—, Frieda puede dominarse como nadie. Lo que no quiere reconocer, no lo reconoce, y ningu-no nota que ella tuviese algo que reconocer. Ya hace unos años que trabajo con ella aquí, siempre hemos dormido jun-tas en la misma cama, pero no nos tomamos confianza, se-guro que ya no piensa en mí. Su única amiga es quizá la vieja posadera de la posada del puente y eso también resul-ta significativo.
—Frieda es mi novia —dijo K, y siguió buscando al mismo tiempo el agujero.
—Lo sé —dijo Pepi—, por eso se lo cuento, si no para us-ted no tendría ninguna importancia.
—Comprendo —dijo K—, se refiere a que puedo estar or-gulloso de haber ganado para mí a una mujer tan reservada.
—Sí —dijo ella, y rió satisfecha, como si hubiese conse-guido de K un secreto acuerdo referente a Frieda.
Pero no eran realmente sus palabras las que ocupaban a K y las que le distraían algo de su búsqueda, sino su aparición y su presencia en ese lugar. Cierto, era mucho más joven que Frieda, casi una niña, y su vestido era ridículo, parecía evidente que se había vestido así para corresponder a las ideas exageradas que tenía de una muchacha de servicio en la barra. Y ni siquiera podía corresponder con pleno de-recho a esas ideas, pues la ocupación de ese puesto, que no le iba nada, había sido inesperada e inmerecida, además se lo habían dado temporalmente, ni siquiera le habían con-fiado la cartera de piel que Frieda siempre había llevado en el cinturón. Y su supuesta insatisfacción con la plaza no era más que arrogancia. Sin embargo, a pesar de su irreflexión infantil, era probable que tuviera relaciones con el castillo, pues, si no mentía, había sido criada; sin saber de sus po-sesiones, pasaba el tiempo allí dormitando, pero un abrazo a ese pequeño y redondo cuerpecillo quizá no sirviera para arrebatarle sus posesiones, pero sí podría animarle para el penoso camino que tenía ante él. Entonces, ¿quizá no era diferente a Frieda? Oh, sí, era diferente. Bastaba con pensar en la mirada de Frieda para comprenderlo. K jamás habría rozado a Pepi, pero ahora tuvo que taparse un rato los ojos, con tanta codicia la estaba mirando.
—No tiene por qué estar encendida —dijo Pepi, y apagó la luz—, sólo he encendido porque me ha asustado. ¿Qué busca aquí? ¿Ha olvidado algo Frieda?
—Sí —dijo K, y señaló hacia la puerta—, ahí, en la habita-ción contigua, un mantel, uno blanco y bordado.
—Sí, su mantel —dijo Pepi—, lo recuerdo, un trabajo muy bonito, también yo la ayudé a hacerlo. Pero en esa habita-ción no creo que esté.
—Frieda así lo cree. ¿Quién vive aquí? —preguntó K.
—Nadie —dijo Pepi—, es la habitación de los señores, aquí comen y beben los señores, esto es, está destinada para eso, pero la mayoría de ellos permanecen arriba, en sus habitaciones.
—Si supiera —dijo K— que en la habitación no hay nadie, me encantaría entrar y buscar el mantel. Pero es muy inse-guro; Klamm, por ejemplo, suele sentarse allí.
—Klamm no está ahora allí, con toda seguridad—dijo Pepi—, está a punto de partir, en el patio le está esperando el trineo.
En seguida, sin una palabra de explicación, K abandonó la taberna, torció en el pasillo en vez de hacia la salida hacia el interior de la casa y ya había alcanzado en pocas zancadas el patio. ¡Qué bello y silencioso estaba aquel lugar! Un patio cuadrado, limitado en tres de sus lados por la casa y sepa-rado de la calle, una calle lateral que K desconocía, por un elevado muro blanco con una enorme y pesada puerta que en ese momento permanecía abierta. En la parte del patio la casa parecía más alta que vista desde la parte frontal, al menos el primer piso estaba terminado de construir y pre-sentaba un gran aspecto, pues se hallaba rodeado de una galería de madera cerrada hasta dejar sólo una rendija a la altura de la vista. Aún en el tramo central, pero ya en el án-gulo, en la intersección de las dos alas del edificio, había una entrada a la casa, abierta, sin puerta. Ante ella se en-contraba un trineo cerrado tirado por dos caballos. Salvo al cochero, a quien K, desde esa distancia y en la penumbra, más adivinaba que veía, no se podía ver a nadie más.
Con las manos en los bolsillos, mirando cuidadosamente a su alrededor, K rodeó dos muros del patio hasta llegar al tri-neo. El cochero, uno de esos campesinos que habían esta-do en la taberna, le había visto venir hundido en su abrigo de piel e indiferente, del mismo modo en que alguien sigue el camino de un gato. Pese a que K llegó a donde se encon-traba, saludó, e incluso los caballos se volvieron un poco in-tranquilos ante la presencia de un hombre surgido de la os-curidad, permaneció despreocupado. Eso le venía bien a K. Apoyado en el muro sacó su comida, pensó agradecido en Frieda que tan bien le alimentaba, y atisbó en el interior de la casa. Una escalera rectangular descendía desde allí y se veía atravesada por un pasadizo aparentemente profundo; todo estaba limpio, pintado de blanco y bien, delimitado.
K esperó más de lo que había pensado. Ya hacía mucho tiempo que había terminado la comida, el frío era considerable, de la penumbra se había pasado a las más oscuras tinieblas y Klamm aún no aparecía.
—Aún puede tardar bastante —dijo repentinamente una voz ruda tan cerca de K que éste se estremeció. Era el co-chero que, como si se hubiese despertado, se estiraba y bostezaba en voz alta.
—¿Que puede tardar bastante? —preguntó K, en cierto modo agradecido por sus palabras, pues el continuo silencio y la tensión comenzaban a ser desagradables.
—Hasta que usted se vaya—dijo el cochero.
K no le comprendió, pero no siguió preguntando, creía que así podía hacer hablar a ese tipo altanero. No responder en esa oscuridad era casi una provocación. Y, efectivamente, el cochero preguntó al poco rato:
—¿Quiere coñac?
—Sí —dijo K sin reflexionar, demasiado tentado por la ofer-ta, pues estaba tiritando de frío.
—Entonces abra el trineo —dijo el cochero—, en la cartera lateral hay algunas botellas, tome una, beba y démela a mí. Me resulta muy problemático bajar a causa del abrigo de piel.
A K le fastidió eso de tener que darle la botella, pero como ya había comenzado una conversación con el cochero, obe-deció, aun con el peligro de ser sorprendido por Klamm en el interior del trineo. Abrió la amplia puerta y hubiera podido sacar en seguida la botella de la cartera situada en la parte lateral, pero se vio tan atraído por el interior, ahora que la puerta estaba abierta, que no pudo resistirse; sólo quería sentarse un instante. Se introdujo rápidamente. Era extraor-dinaria la calidez en el interior del trineo y así permaneció aunque la puerta, que K no se atrevía a cerrar, estaba abier-ta. No sabía si estaba sentado en un banco, tantas pieles, edredones y cojines había por doquier; uno podía estirarse y girar hacia todos los lados, siempre se hundía con suavidad y calor. Con los brazos extendidos y la cabeza apoyada en los cojines, que siempre estaban a mano, K miró desde el interior del trineo hacia la oscura casa. ¿Por qué Klamm tar-daba tanto en bajar? Como ebrio por el calor después de la larga espera en la nieve, K deseó que Klamm llegase por fin. El pensamiento de que no debería ser visto por KIamm en esa situación sólo se hizo consciente de un modo difuso, como una silenciosa perturbación. En ese olvido se vio apo-yado por la conducta del cochero, quien debía de saber que estaba en el interior del trineo y le dejaba allí sin ni siquiera reclamarle la botella de coñac. Eso era considerado, pero K quería hacerle el favor; torpemente, sin cambiar de postura, alcanzó la cartera lateral, pero no la de la puerta abierta, que estaba muy lejos, sino la que se encontraba detrás de él, en la cerrada, aunque daba igual, también en ésa había botellas. Sacó una, la abrió y olió el contenido, tuvo que re-írse involuntariamente, el olor era tan dulce, tan acariciador, como si se oyera de alguien, a quien se ama mucho, ala-banzas y buenas palabras, y sin saber con certeza de qué se trata, sin ni siquiera querer saberlo, sintiéndose sólo feliz con la conciencia de que esa persona amada es la que habla. «¿Será esto coñac?» —se preguntó K dubitativo y lo probó por curiosidad. Pues sí, era coñac, por extraño que pareciese, quemaba y daba calor. ¿Cómo era posible que al beberlo, algo que era portador de un dulce aroma se convir-tiese en una bebida digna de un cochero? «¿Es posible?» —se preguntó K como haciéndose un reproche a sí mismo y volvió a beber.
En ese momento —K estaba precisamente dando un largo trago a la botella—, se hizo la claridad, se encendió la luz eléctrica en el interior de la escalera, en el corredor, en el pasillo y sobre la entrada. Se oyeron pasos en la escalera, la botella se cayó de las manos de K y se derramó sobre una de las pieles. K saltó fuera del trineo; acababa de cerrar la puerta, lo que produjo un ruido estruendoso, cuando un señor salió lentamente de la casa. Lo único consolador es que no se trataba de Klamm, o ¿había que lamentarse de que no lo fuera? Era el señor que K ya había visto en la ven-tana del primer piso. Un señor aún joven, muy apuesto, ro-sado y blanco, pero muy serio. También K le miró con aire sombrío, pero con esa mirada aludía a sí mismo. Hubiera preferido arreglárselas para que los ayudantes se hubiesen comportado como él había hecho, entonces habrían com-prendido. El hombre aún callaba, como si no tuviera el alien-to suficiente para hablar en su ancho pecho.
—Esto es terrible —dijo entonces, y alzó algo el sombrero sobre la frente.
¿Cómo? ¿El señor no sabía probablemente nada de la es-tancia de K en el interior del trineo y ya encontraba algo te-rrible? ¿Acaso encontraba terrible que K pudiese haber pe-netrado hasta el patio?
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó el señor en voz más baja, pero logrando ya respirar, entregándose a lo irrevocable.
¡Qué pregunta! ¿Qué podía responder? ¿Debía confirmar expresamente K que el camino comenzado con tantas espe-ranzas había sido en vano? En vez de responder, K se vol-vió hacia el trineo, lo abrió y recogió su gorro que había olvi-dado en el interior. Con desagrado notó cómo el coñac go-teaba sobre el estribo.
Luego se dirigió de nuevo hacia el señor; ya no tenía nin-gún reparo en mostrarle que había estado en el trineo, tam-poco era lo peor; si le preguntaba, aunque sólo en ese caso, no silenciaría que el mismo cochero le había inducido al menos a abrir la puerta. Lo realmente malo era en realidad que el señor le había sorprendido, que no había tenido el tiempo suficiente para esconderse de él para luego esperar a Klamm sin molestias o que no había tenido la suficiente presencia de ánimo para permanecer en el interior del tri-neo, cerrar la puerta, y allí esperar a Klamm entre las pieles, o al menos permanecer allí mientras ese señor se encontra-se en las cercanías. Cierto, él no podía haber sabido si era realmente Klamm el que venía, en cuyo caso hubiese sido naturalmente mucho mejor haberle recibido fuera del trineo. Sí, había mucha materia para reflexionar, pero ya no, pues todo había acabado.
—Venga conmigo —dijo el señor, sin ordenar en un senti-do estricto, aunque la orden no residía en las palabras, sino en un corto movimiento de la mano, intencionadamente indi-ferente, que las acompañaba.
—Estoy esperando a alguien —dijo K, ya sin esperanzas de éxito, sólo por principio.
—Venga —dijo una vez más el señor impertérrito, como si quisiese mostrar que nunca había dudado que K esperase a alguien.
—Pero entonces no encontraré a quien estoy esperando —dijo K con un estremecimiento del cuerpo. Pese a todo lo ocurrido tenía la sensación de que lo que había conseguido hasta ese momento era una especie de posesión que, cier-tamente, sólo mantenía de forma aparente pero que no de-bía renunciar a ella por una orden cualquiera.
—No le va a encontrar en ningún caso, tanto si se queda como si se va—dijo el señor, brusco al manifestar su opi-nión, pero llamativamente deferente respecto al proceso mental de K.
—Entonces prefiero no encontrarle esperándole —dijo K con obstinación; con toda seguridad no iba a dejarse expulsar de allí sólo por las palabras de ese joven. A continuación, el señor cerró un instante los ojos con una expresión de superioridad en el rostro, inclinado hacia arriba con arrogancia, como si quisiese que K entrase en razón; pasó la lengua por sus labios semiabiertos y le dijo al cochero:
—¡Desenganche los caballos!
El cochero, obediente, pero lanzando una enojada mirada de soslayo a K, tuvo que descender y quitarse la piel, co-menzando con lentitud, como si no esperase una contraor-den del señor, pero sí un cambio de opinión de K, a empujar a los caballos hacia atrás, aproximándose a un ala lateral del edificio en la que, detrás de una gran puerta, debía de estar el establo y la cochera. K vio cómo se quedaba solo, por una parte se alejaba el trineo, por la otra, por el camino por donde K había venido, se alejaba el joven señor, aunque los dos lo hacían con gran lentitud, como si quisieran mos-trar a K que aún estaba en su poder impulsarlos a regre-sar .
Quizá tuviese ese poder, pero no le habría servido de na-da; hacer regresar al trineo habría significado tener que ale-jarse. Así que permaneció en silencio, siendo el único que mantenía su puesto, pero era una victoria que no proporcio-naba ninguna alegría. Miró alternativamente al trineo y al señor. Este último ya había alcanzado la puerta por la que K había entrado al patio, una vez más miró hacia atrás, K cre-yó ver cómo sacudía la cabeza sobre tanta obstinación, lue-go se volvió con un movimiento corto y decidido y entró al pasillo en el que desapareció. El cochero permaneció más tiempo en el patio, tenía mucho trabajo con el trineo, tenía que abrir la gran puerta del establo, retroceder y colocar el trineo en su lugar, desenganchar los caballos, llevarlos a la cuadra, todo lo hacía con gran seriedad, sumido en sus pensamientos, ya sin ninguna esperanza de realizar un via-je; ese continuo trabajo en silencio, sin ninguna mirada de soslayo a K, le pareció a éste un reproche más duro que el comportamiento del señor. Y cuando una vez terminada la labor, el cochero, con su paso lento y oscilante, atravesó el patio, cerró la puerta y regresó al establo, todo pausada-mente, siguiendo literalmente su propio rastro en la nieve, encerrándose en el establo, y cuando entonces se apagó la luz —¿a quién tendría que haber iluminado?—, y arriba, en la galería de madera, aún se veía claridad a través de la ra-nura, atrayendo su mirada errática, a K le pareció como si hubiesen roto todos los vínculos con él y como si fuese más libre que nadie y pudiera esperar en ese lugar prohibido to-do lo que quisiera, como si se hubiese ganado en duro combate, como ningún otro, esa libertad, y como si nadie pudiera tocarle o expulsarle, ni siquiera hablarle, pero —este convencimiento era como mínimo igual de fuerte— como si, al mismo tiempo, no hubiese nada más absurdo, más des-esperado que esa libertad, esa espera, esa invulnerabilidad.

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