Una Visita A Una Mina

Hoy bajaron hasta aquí los ingenieros jefes. La dirección seguramente ha ordenado cavar nuevas galerías, y por eso vinieron los ingenieros, para ejecutar un replanteo provisorio. ¡Qué jóvenes son, y sin embargo qué diferentes ya entre sí! Se han formado en plena libertad, y ya des-de jóvenes muestran con toda naturalidad caracteres netamente defini-dos.
Uno, de pelo negro, vivaz, recorre todo con la mirada.
Otro, con un anotador, hace croquis al pasar, mira alrededor, compara, vuelve a anotar.
Un tercero, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, lo que hace que todo en él sea tenso, avanza erguido; conserva su dignidad; sólo la costumbre de morderse continuamente los labios demuestra su impa-ciente e inocultable juventud.
El cuarto ofrece al tercero explicaciones que éste no le pide; más bajo que el otro, lo persigue como un demonio familiar, y con el índice siem-pre levantado, parece entonar una letanía sobre todo lo que ven.
El quinto, tal vez más importante, no admite que lo acompañen; a ve-ces marcha adelante, a veces detrás; el grupo acomoda su paso al su-yo; es pálido y débil; la responsabilidad ha socavado sus ojos; a menu-do, meditativo, se oprime la frente con la mano.
El sexto y el séptimo marchan un poco agobiados, con las cabezas jun-tas, tomados del brazo y conversando confidencialmente; si esto no fuera evidentemente nuestra mina de carbón, y nuestro puesto de tra-bajo en la galería más profunda, alguien podría creer que estos señores huesudos, afeitados y narigudos son dos jóvenes clérigos. Uno se ríe casi siempre con un ronroneo de gato; el otro, también riendo, dirige la conversación, y con su mano libre marca una especie de compás. ¡Qué seguros han de estar estos señores de su posición; sí, a pesar de su ju-ventud, cuántos servicios habrán prestado ya a nuestra mina, para atreverse así, en una inspección tan importante, bajo la mirada de su jefe, a ocuparse tan abstraídamente de asuntos personales, o por lo menos de asuntos que nada tienen que ver con la tarea del momento! ¿O será tal vez posible que, a pesar de sus risas y su desatención, se den perfecta cuenta de todo? Uno casi no se atrevería a emitir un juicio definitivo sobre esta clase de señores.
Por otra parte es indudable en cambio que el octavo está concentrado en su labor con más atención que todos los demás. Todo tiene que to-car, que golpearlo con un martillo que saca constantemente del bolsillo, para volver a guardarlo enseguida. A menudo se arrodilla en la sucie-dad, a pesar de sus ropas elegantes, y golpea el piso, y luego al reanu-dar la marcha sigue golpeando las paredes y el techo de la galería. Una vez se tendió en el suelo y permaneció inmóvil largo rato, hasta que pensamos que le había ocurrido alguna desgracia; pero de pronto se puso de pie de un salto, con un breve encogimiento de su magro cuer-po. Simplemente, estaba haciendo una investigación. Nosotros creemos conocer nuestra mina y sus rocas, pero lo que este ingeniero investiga sin cesar de esta manera nos resulta incomprensible.

El noveno empuja una especie de cochecito de bebé. donde se encuen-tran los aparatos de medición. Aparatos extraordinariamente costosos, envueltos en finísimo algodón. En realidad, el ordenanza debería con-ducir el cochecito, pero no le tienen bastante confianza; prefieren que lo lleve un ingeniero, y se ve que lo hace de buena gana. Es el más jo-ven, probablemente, tal vez todavía no entiende bien todos los apara-tos, pero su mirada no se aparta de ellos, lo que a menudo lo pone en peligro de chocar con el cochecito contra las paredes.
Pero hay otro ingeniero que va junto al coche y que impide esos acci-dentes. Este, evidentemente, conoce a fondo los aparatos, y parece ser en realidad el encargado de ellos. De vez en cuando, sin detener el co-checito, toma una parte de algún aparato, la examina, la atornilla o la desatornilla, la agita y la golpea, la acerca a su oído y escucha; y por fin, mientras el conductor del coche se detiene, coloca nuevamente el pequeño objeto, casi invisible desde lejos, con gran cuidado en el vehí-culo. Este ingeniero es un poco imperioso, pero sólo por consideración hacia los aparatos. Cuando el coche está a diez pasos de distancia de nosotros, el ingeniero nos hace un signo con el dedo, sin decir palabras, para que nos hagamos a un lado, aún donde no hay ningún lugar para correrse.
Detrás de estos dos caballeros viene el ocioso ordenanza. Los señores, como es de esperar en personas tan instruidas, han abandonado hace tiempo cualquier arrogancia, pero en cambio el ordenanza parece haberla recogido y conservado toda. Con una mano en la espalda, la otra adelante, sobre sus botones dorados, o acariciando el fino tejido de su librea, inclina constantemente la cabeza hacia izquierda y derecha, como si lo hubiéramos saludado y nos contestara, o como si diera por sentado que lo hemos saludado, pero que no puede descender de sus alturas para comprobarlo. Naturalmente, no lo saludamos, pero por su aspecto casi podría creerse que es algo maravilloso ser portero de la Di-rección de la mina. A sus espaldas, todos nos reíamos de él, pero como ni siquiera un rayo podría obligarlo a darse vuelta, seguimos conside-rándolo como algo incomprensible.
Hoy no trabajaremos mucho más: la interrupción resultó además inte-resante; una visita como ésta se lleva consigo todos muestros deseos de trabajar. Sentimos demasiada tentación de quedarnos mirando a los caballeros que han desaparecido en la oscuridad de la galería de prue-ba. Además, nuestro turno termina pronto; ya no veremos el retorno de los señores.

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