Séptimo Cuaderno

Sueño inviolable. Ella corría por el camino real, yo no la veía, notaba solamente el movimiento espasmódico de su carrera, su toca flotante, el pie que se levantaba. Yo estaba sentado en el borde del campo y miraba el agua del arroyuelo. Ella cruzó a la carrera los pueblos, los niños, parados en los umbrales, la miraban acercarse, la miraban alejarse.
Sueño en andrajos. El capricho de un viejo príncipe había dispuesto que el mausoleo tuviera un guardián, justo junto a los sarcófagos. Hombres prudentes habían opinado en contrario, pero al fin se concedió al príncipe, cuyo poder era más bien limitado, esa pequeña satisfacción. Un inválido de la guerra del siglo pasado, viudo y padre de tres hijos caídos en la última, solicitó el puesto. Fue aceptado y acompañado al mausoleo por un antiguo funcionario de la corte. Los seguía una lavandera, cargada con diversas cosas destinadas al guardián. Hasta el bulevar, que sigue después derecho hasta el mausoleo, el inválido, a pesar de su muleta, se mantuvo a la par del funcionario. Pero después cedió un poco, tosió un poco y empezó a frotarse la pierna izquierda.
- ¿Y bien, Friedrich? —dijo el funcionario que lo había precedido por algunos pasos: con la lavandera, y que se volvía para mirarlo.
-Tengo punzadas en la pierna —contestó el inválido e hizo una mueca- . Tenga paciencia un momento, son crisis que me pasan enseguida.

Relato del abuelo
En los tiempos del difunto príncipe Leo V era guardián del mausoleo del Friedrichspark. Claro que no lo fui inmediatamente. Todavía recuerdo muy bien el día en que, de simple mandadero de la hacienda real, debí llevar por primera vez la leche por la tarde, a la guardia del mausoleo. "Oh", pensé, "la guardia del mausoleo." ¿Hay quien sepa con exactitud qué es un mausoleo? Yo fui guardián del mausoleo y debería saberlo, pero en realidad lo ignoro. Y ustedes, que escuchan mi relato, se darán cuenta al final de que aunque creyeran saber qué es un mausoleo, deberán reconocer que ya no lo saben. Pero por entonces me ocupaba bien poco de saberlo, ya que me sentía orgullosísimo de haber sido enviado a la guardia del mausoleo. Y así me fui con mi provista de leche por los senderos neblinosos que, en medio de los prados, conducían al parque. Llegado frente a la verja dorada, me desempolvé la chaqueta, me limpié los zapatos, limpié bien el exterior del balde, y después toqué la campánula y esperé, la frente contra la verja, para ver qué pasaba. La casa del guardián parecía estar en medio de las matas, en una pequeña elevación, por una puertecita que se abrió entonces se advirtió brillar una luz, y una mujer viejísima vino a abrir la puerta de la verja, una vez que le dije quién era, mostrándole como prueba mi balde. Después tuve que seguirla, pero lentamente como caminaba ella. Fue muy fastidioso, porque me tenía agarrado y en el breve trayecto se paró dos veces para recobrar el aliento. Arriba, un hombre gigantesco estaba sentado a horcajadas sobre una banquetita de piedra, las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza hacia atrás, y dirigía los ojos a las matas que tenía justamente delante obstruyéndole toda visión. Dirigí involuntariamente una mirada interrogativa a la mujer.
-Ese es el guardián idiota - me dijo ella- , ¿no lo sabías?
Sacudí la cabeza, miré una vez más, asombrado, a aquel hombrote, y especialmente su alto gorro de piel de cordero, pero después la vieja me arrastró a la casa. En un cuartito, frente a una mesa cubierta de libros muy ordenados, estaba sentado un señor muy viejo y barbudo, en bata, el que desde bajo de la pantalla de la lámpara de pie, giró los ojos para mirarme. Pensé, naturalmente, que había equivocado el camino y me volví para salir de la habitación, pero la vieja me bloqueó la salida y dijo al señor anciano:
- Es el nuevo chico de la leche.
- Ven aquí, muchacho —dijo el señor, y sonrió.
Poco después estaba sentado sobre una banqueta junto a su mesa y tenía su cara muy cerca de la mía. Desdichadamente, la cordialidad con la que me habían recibido me había vuelto un poco petulante.
En el desván
Los niños tenían un secreto. En el desván, en un rincón bien escondido por una pila de muebles viejos acumulados a lo largo de un siglo adonde no hubiera podido llegar ya ningún adulto, Hans, el hijo del abogado, había descubierto a un desconocido. El hombre estaba sentado en un cajón que, apoyado a lo largo, estaba contra la pared. Al ver a Hans, su cara no demostró ni miedo ni asombro, sino sólo una cierta incomodidad, y contestó la mirada de Hans con mirada clara. Tenía, bien calado, un gran gorro redondo de piel de cordero. Espesos bigotes le sobresalían, rectos, de las mejillas. Estaba vestido con un gran abrigo marrón, sostenido por un conjunto de correas que recordaba los arreos de un caballo. Tenía en el regazo un corto sable curvo de vaina forrada con seda de brillo pálido. Calzaba botas con espuelas: un pie se apoyaba sobre una botella de vino volcada, el otro, sobre el suelo, estaba un poco levantado y clavaba talón y espuelas en la tabla del suelo.
- ¡Fuera! —gritó Hans cuando el hombre, moviendo lentamente la mano, intentó atraparlo.
Corrió velozmente hacia la parte menos vieja del desván y se detuvo sólo cuando sintió que le daba en la cara la ropa blanca que habían tendido allí para que se secara. Pero enseguida volvió atrás. El extraño estaba sentado en su lugar, asomando el labio inferior con cierto desprecio, y no se movía. Acercándosele despacito, cautamente, en puntas de pies, Hans procuró descubrir si aquella inmovilidad era un truco. Pero el extraño parecía, verdaderamente, no tener malas intenciones: estaba ahí sentado totalmente relajado, al punto que hasta le oscilaba un poco la cabeza. Entonces Hans se atrevió a apartar un viejo guardafuego agujereado que lo separaba un poco del desconocido, a acercarse muchísimo y, por fin, hasta a tocarlo.
- ¡Qué sucio estás -dijo atónito, retirando la mano toda ennegrecida.
- Sí, polvoriento - dijo el extraño, y nada más. Tenía un acento completamente insólito, Hans no entendió aquellas palabras más que en su eco.
-Yo soy Hans -dijo- , el hijo del abogado. ¿Y tú quién eres?
- ¿Ah, sí? —dijo el extraño-. Yo también me llamo Hans, Hans Schlag, soy un cazador del Gran Ducado de Badén y nativo de Kassgarten sobre el Necker. Historia antigua.
- ¿Eres cazador? ¿Vas de caza? —preguntó Hans.
-Bah, apenas eres un niño - dijo el hombre—. ¿Y por qué abres tanto la boca cuando hablas?
Era un defecto que solía observar también el abogado, pero de parte de aquel cazador que apenas se hacía entender y a quien habría que aconsejarle calurosamente que abriese bien la boca, era una crítica más bien inoportuna.
Las diferencias que había habido siempre entre Hans y su padre llegaron, después de la muerte de la madre, a un estallido tal que Hans salió del negocio paterno, se fue al extranjero y aceptó, casi sin pensarlo, un pequeño empleo que se le ofreció casualmente, y rompió toda relación con el padre, tanto por carta como por intermedio de conocidos comunes, de manera tan radical que la noticia de la muerte de él (ocurrida unos dos años después de su partida, por infarto cardíaco) le llegó sólo a través de la carta del abogado que hacía de albacea. Hans, se encontraba aquel día junto a la vidriera del comercio de telas en el que trabajaba como dependiente, y miraba a través de la lluvia la plaza circular de aquella pequeña ciudad de campaña, cuando el cartero se acercó dejando a sus espaldas la iglesia. Entregó la carta a la patrona, casi inmovilizada en la profundidad de su sillón acolchado, y eternamente descontenta, y se fue. El sonido apagado de la campanilla de la puerta llegó de alguna manera a Hans que miró hacia la patrona y la vio entonces, llevarse el sobre cerquísima de la cara oscura cubierta por chales negros. En esos casos Hans tenía la impresión de que, de un momento a otro, la mujer sacaría la lengua y se pondría a lamer la carta como los perros en vez de leerla. La campanilla de la puerta sonaba todavía débilmente cuando la patrona le dijo:
- Llegó una carta para usted.
-No —dijo Hans y no se apartó de la vidriera.
-Usted es un tipo raro, Hans —dijo la mujer—, aquí está bien claro su nombre.
En la carta decía que Hans había sido efectivamente nombrado heredero universal, pero que la herencia estaba gravada de tal manera por deudas y obligaciones que para él, como se advertía después de una estimación sumaria, quedaba poco más que la casa paterna. Lo que no era mucho: una vieja, sencilla construcción de una planta, pero a la que Hans estaba muy ligado; por otra parte, después de la muerte del padre, ya no había nada que lo ligara al extranjero, mientras que el despacho de las cuestiones inherentes a la sucesión exigía urgentemente su presencia, de manera que se desligó enseguida de sus compromisos, cosa nada difícil, y volvió a su casa.
Era una noche de diciembre, tarde, con la nieve así de alta, cuando Hans detuvo el carruaje frente a la casa de sus padres. El portero, que lo esperaba, se adelantó apoyado por la hija: era un viejo vacilante que había servido también al abuelo de Hans. Hubo un intercambio de saludos, si bien no muy cordiales porque Hans había visto siempre en el portero solamente un necio tirano de sus años infantiles, y el porte humilde con el que se le acercaba entonces el viejo lo incomodaba. Sin embargo, dijo a la hija, que lo seguía por la escalera empinada y estrecha con el equipaje, que el salario de su padre aparte del legado que le esperaba de acuerdo con el testamento, seguiría siendo el mismo. La hija se lo agradeció con lágrimas en los ojos y confesó que esas palabras borraban la preocupación principal de su padre, la que desde la muerte del amo en adelante no lo había dejado casi dormir. Aquel agradecimiento hizo comprender por primera vez a Hans las molestias que habían surgido para él y seguirían surgiendo a causa de esa herencia. Así que pensó con más placer- en el momento en que estaría solo en su antigua habitación y, saboreándolo de antemano, acarició al gato que, primer recuerdo agradable de los viejos tiempos, se había deslizado silenciosamente junto a él con todo su cuerpo. Pero no condujeron a Hans a su habitación de antes, la que, según las instrucciones que transmitiera por carta, debía recibir, sino al dormitorio de su padre. Preguntó el porqué. La muchacha, todavía respirando agitada por el peso de las valijas estaba frente a él, en aquellos dos años se había vuelto grande y fuerte, y su mirada era insólitamente-transparente. Se disculpó por lo sucedido. En la habitación de Hans vivía el tío Theodor y no se había querido molestarlo, anciano como era.
tanto más que la otra habitación era más grande y más cómoda. La noticia de que el tío Theodor estaba en la casa resultó completamente nueva para Hans.

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