Octavo Cuaderno

Estoy acostumbrado a confiar para todo en mi cochero. Cuando llegamos a un muro alto y blanco, que se curvaba suavemente por arriba y a los costados, y no pudimos proseguir, entonces lo seguimos palpándolo, y mi cochero dijo al fin.
- Es un frente.
Nos habíamos separado para la pesca, habíamos construido una cabaña a la orilla del mar.
Personas desconocidas me reconocen. Últimamente en el curso de un breve viaje, no conseguía casi pasar con mi valija por el corredor de un tren atestado. Y he ahí que, desde la penumbra de un compartimiento, alguien para mí del todo desconocido me llamó y me ofreció su lugar.
El trabajo como placer, concepto inaccesible para los psicólogos.
Malestar después de demasiada lógica. Si uno tiene buenas piernas y se dedica a la psicología podrá, en poco tiempo, siguiendo a su arbitrio un trazado zigzagueante, recorrer la distancia como en ningún otro campo. Algo para hacer llorar.
Echó raíces en un pésimo terreno. ¿Por qué no nací en una tierra mejor? ¡Quién sabe! ¿Tal vez no soy digno? No se diría. Ningún arbusto puede brotar más frondoso que yo.

Acerca del teatro judio19
En estas notas no me ocuparé de cifras ni de estadísticas, las dejo para los historiadores del teatro judío. Mi intención es mucho más simple: escribir algunas páginas de recuerdos respecto del teatro judío, sus dramas, actores, público, todas las cosas que he visto, aprendido, en las que he participado yo mismo en más de diez años: presentar estos recuerdos o, en otras palabras, levantar el telón y mostrar la llaga. En realidad, sólo conociendo la enfermedad se puede encontrar el remedio, y si es posible, crear el verdadero teatro judío.
1
Para mis devotos padres jasídicos de Varsovia, el teatro era, naturalmente, como la carne prohibida, como la de cerdo, por ejemplo. La única representación teatral permitida tenía lugar en la fiesta del Purim, cuando mi primo Chaskel se colgaba una larga barba negra sobre su escasa barbita rubia, se ponía el caftán al revés y representaba el papel de un alegre comerciante judío. Mis ojitos de niño no lo perdían de vista un instante. De todos mis primos era el que quería más, su ejemplo no me dio descanso y tenía apenas ocho años cuando ya actuaba como él en la escuela primaria. En cuanto se iba el maestro se montaba un espectáculo en la escuela; yo era director, productor, en fin, todo, y hasta los golpes que recibía del maestro eran los más fuertes. Pero no me importaba nada; el maestro nos pegaba, pero nosotros organizábamos igual una representación nueva cada día. Y durante todo el año no esperaba ni quería más que una cosa: que el Purim llegara pronto y poder volver a ver una vez más cómo se disfrazaba mi primo Chaskel. Estaba convencido que un día, apenas fuera adulto, también me disfrazaría y cantaría y bailaría en cada fiesta de Purim.
Pero lo que no imaginaba siquiera era que hubiera disfraces fuera de la fiesta del Purim y que hubiera muchos actores como mi primo. Hasta que vine a enterarme por el hijito de Israel Feldscher de que existían teatros de verdad en los que se toca música, se canta y se disfrazan, y eso todas las noches, no sólo en el día del Purim, y que también en Varsovia había teatros así y que su padre ya lo había llevado a uno varias veces. Una noticia que -tendría entonces unos diez años— me electrizó completamente. Contaba los días que debían pasar para que me convirtiese en adulto y pudiera finalmente ver con mis propios ojos un teatro de verdad. No sabía por entonces que el teatro es una cosa prohibida y pecaminosa.
Bien pronto me enteré de que frente al ayuntamiento se encontraba el Gran Teatro, el mejor, el más hermoso de toda Varsovia, hasta del mundo entero. Desde entonces, la sola vista de aquel edificio literalmente me deslumbraba. Pero cuando pregunté en casa cuándo iríamos finalmente al Gran Teatro, me gritaron que un niño judío no debe saber siquiera que existen teatros, que es algo prohibido que está sólo para los (goyum) cristianos y los pecadores. Me contenté con la respuesta y no pedí más, pero sin recobrar la paz perdida: tenía mucho miedo de terminar por cometer algún día aquel pecado, y de que en algunos años no pudiera dejar de ir al teatro.
Cuando una noche, después del Jom Kippur, pasé en coche con dos primos frente al Gran Teatro, cuya calle estaba llena de gente, y no pude apartar los ojos de aquel edificio "impuro", mi primo Maier me preguntó:
— ¿Te gustaría estar ahí dentro?
No contesté. Es probable que mi silencio no lo complaciera, porque agregó:
—Esta noche, hijo mío, no hay allí dentro ni un judío, ¡líbrenos el cielo! En la noche siguiente del ayuno de Jom Kippur no va al teatro ni el último de los judíos.
Por lo que deduje que si ningún judío iba aT teatro inmediatamente después del Jom Kippur, habría muchos judíos que iban las demás noches durante todo el año.
Fui al Gran Teatro por primera vez a los catorce años. Por poco que hubiera aprendido de la lengua local estaba en condiciones de leer los carteles, por los que me enteré un buen día que representaban Los hugonotes. De los hugonotes ya había oído hablar en la Klaus,20 además la obra era de un judío "'Meier Beer". De manera que me autoricé por mi cuenta, compré la entrada, y aquella noche, por primera vez en mi vida, fui al teatro.
Lo que vi y experimenté en aquella ocasión no es tema para estas páginas, pero quiero decir sólo una cosa: me convencí de que allí dentro se cantaba mejor de lo que lo hacía mi primo Chaskel y que se disfrazaba también de manera mucho más sugestiva que él. Tuve, por otra parte, una sorpresa: que conocía una parte de la música del ballet de Los hugonotes, porque eran melodías que se cantaban por la noche en la Klaus, como himno preparatorio para el sábado. Y no conseguía explicarme cómo era posible que tocaran en el Gran Teatro arias que se cantaban en la Klaus desde hacía tanto tiempo.
A partir de aquel día me hice asiduo de la ópera. Pero no debía olvidarme de comprar, para cada espectáculo, un cuello y un par de puños, y de arrojarlos al Vístula cuando regresaba a casa. Eran cosas que mis padres no debían ver. Mientras me nutría de Guillermo Tell y de Aída, mis padres creían firmemente que estaba en la Klaus, inclinado sobre los folios del Talmud, estudiando la Sagrada Escritura.
2
Poco después me enteré de que existía también un teatro judío. Hubiera ido más que gustoso, pero no me atrevía, porque era muy fácil que alguien se lo informara a mis padres. En cambio iba con frecuencia al Gran Teatro y, más adelante también al teatro dramático polaco. Fue allí donde vi por primera vez Los bandidos (Die Raüber). Quedé muy asombrado de que se pudiera hacer can buen teatro sin música y sin canto - cosa que no se me había ocurrido— y, extrañamente, no sentí aversión alguna por Franz Moor, más bien fue quien más me impresionó: de tener que elegir hubiera representado su papel y no el de Karl.
De todos los amigos de la Klaus yo era el único que se había atrevido a ir al teatro. Por lo demás, los muchachitos de la Klaus nos nutríamos con todos los "libros iluminados" posibles; es de aquella época mi lectura de Shakespeare, Schiller, de Byron. En cambio, de la literatura en yiddisch no conocía más que las grandes novelas policiales que Norteamérica nos suministraba en una lengua mitad alemana mitad yiddisch.
Pasó algún tiempo, yo no tenía paz: un teatro judío en Varsovia, ¿y yo no debía verlo? Y un buen día me arriesgué, jugué todo a una sola carta y fui al teatro judío.
Salí transformado. Ya antes del principio del espectáculo me sentía completamente distinto que en "los otros". Sobre todo nada de señores de frac, nada de señoras en décolleté, nada de polaco, nada de ruso, sólo judíos de todas clases; con ropas largas, con ropas cortas, mujeres y muchachas con ropa de calle. Y se hablaba fuerte y sin cuidado la lengua materna, nadie me distinguió por mi largo caftán y no tuve motivos para avergonzarme.
Se representaba una obra cómica con canto y baile en seis actos y dieciséis cuadros: (Bal—Tschuwe) El pecador arrepentido de Schomor. No se comenzó a las ocho en punto como en el teatro polaco, sino alrededor de las diez, y no se terminó sino mucho después de la medianoche. El enamorado y el intrigante hablaban alemán antiguo, y me asombré - dado que no conocía bien esa lengua— de comprender, de golpe tan bien un alemán tan elegante. Solamente el cómico y la soubrette hablaban yiddisch.
En general, aquel espectáculo me gustó más que la ópera, el teatro hablado y la opereta juntos. Se hablaba perfectamente yiddisch, un yiddisch germanizado pero siempre yi- . ddisch, un yiddisch mejor, más hermoso; además allí estaba todo junto: drama, tragedia, canto, comedia, baile, todo junto, ¡la vida! No pude dormir en toda la noche por la excitación, el corazón me decía que también yo, algún día, serviría en el templo del arte judío, sería un actor judío.
Pero, al día siguiente mi padre mandó a mis hermanos a la habitación de al lado y dijo que nos quedáramos solamente mi madre y yo. Sentí, instintivamente, que estaba por suce-derme una calamidad. Mi padre ya no está sentado: ahora pasea ininterrumpidamente por la habitación. Llevándose la mano a la barbita negra dice (no a mí, sino sólo a mi madre):
—Debes saber que tu hijo empeora de día en día, ayer lo vieron en el teatro judío.
Mi madre une las manos espantada, mi padre, palidísimo, sigue caminando de aquí para allá por la habitación, yo siento que el corazón se me oprime, y me quedo allí sentado como un condenado, no oso mirar el sufrimiento de mis padres, tan fieles y píos. Hoy no logro recordar lo que dije aquel día, recuerdo solamente que, después de algunos minutos de pesada espera, mi padre me miró con sus grandes ojos negros y me dijo:
—Considera, hijo mío, que esto te llevará lejos, muy lejos.
Y tenía razón.
Al fin no había quedado en la hostería más que un cliente, aparte de mí. El posadero quería cerrar y me pidió que pagara.
- Allí queda uno todavía - dije, frunciendo las cejas porque entendía que era hora de irse pero no tenía ninguna gana de hacerlo, de moverme de allí.
—Ese es el problema —dijo el posadero—, no consigo hacerme entender por aquel tipo. ¿Querría ayudarme ?
— ¡Eh! —grité, haciendo bocina con las manos, pero aquél no se movía, sino que seguía silencioso mirando de reojo su vaso de cerveza.
Era ya tarde por la noche cuando toqué el portón. Pasó un buen rato antes de que, evidentemente desde las profundidades del patio, llegara para abrirme el castellano.
—El señor os ruega que entréis —dijo el criado inclinándose y, con un tirón silencioso, abrió la alta puerta de vidrio.
El conde, saliendo de detrás de su escritorio, que estaba junto a la ventana abierta, vino a mi encuentro casi a la carrera.
Nos miramos a los ojos; la mirada fija del conde me desconcertó.
Yacía en tierra frente a un muro, me retorcía de dolor, hubiera querido enterrarme en la tierra húmeda. El cazador estaba junto a mí y, con un pie, me presionaba ligeramente la columna vertebral.
—Buen golpe —dijo el ayudante quien me cortó el cuello y el saco para palparme.
Cansados ya de mí y deseosos de otras empresas, los perros se lanzaban inútilmente contra el muro. Llegó el carruaje y atado de pies y manos fui arrojado, junto al amo, en el asiento posterior, de manera que cabeza y brazos me colgaban fuera del coche. Se iba de prisa; con la boca abierta, sediento, bebía el polvo del camino, de tanto en tanto sentía que el amo, satisfecho, me palpaba las carnes.
¿Qué es lo que llevo sobre los hombros? ¿Qué fantasmas me cuelgan alrededor?
Era una noche de tormenta vi al pequeño espíritu salir arrastrándose de entre las matas.
El portón se cerró, me encontré frente a él, cara a cara.
Estalló la lámpara, entró un desconocido, con otro farol, me puse de pie, mi hija conmigo, saludamos, él no pareció darse cuenta.
Los bandoleros me habían atado y yacía junto al fuego del capitán.
Campos escuálidos, escuálida llanura, detrás de un velo de niebla el pálido verde de la luna.
Salió de casa, se encuentra en la calle, un caballo espera, un criado tiene el estribo, y cabalga por un desierto resonante.

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