Informe Para Una Academia

Excelentísimos señores académicos:
Me hacéis el honor de presentar a la Academia un informe sobre mi an-terior vida de mono. Lamento no poder complaceros; hace ya cinco años que he abandonado la vida simiesca. Este corto tiempo cronológi-co es muy largo cuando se lo ha atravesado galopando –a veces junto a gente importante– entre aplausos, consejos y música de la orquesta; pero en realidad solo, pues toda esta farsa quedaba –para guardar las apariencias– del otro lado de la barrera.
Si me hubiera aferrado obstinadamente a mis orígenes, a mis evocacio-nes de juventud, me hubiera sido imposible cumplir lo que he cumplido. La norma suprema que me impuse consistió justamente en negarme a mí mismo toda terquedad. Yo, mono libre, acepté ese yugo; pero de es-ta manera los recuerdos se fueron borrando cada vez más. Si bien, de haberlo permitido los hombres, yo hubiera podido retornar libremente, al principio, por la puerta total que el cielo forma sobre la tierra, ésta se fue angostando cada vez más, a medida que mi evolución se activaba como a fustazos: más recluido, y mejor me sentía en el mundo de los hombres; la tempestad, que viniendo de mi pasado soplaba tras de mí, ha ido amainando: hoy es tan solo una corriente de aire que refrigera mis talones. Y el lejano orificio a través del cual ésta me llega, y por el cual llegué yo un día, se ha reducido tanto que –de tener fuerza y vo-luntad suficientes para volver corriendo hasta él– tendría que despelle-jarme vivo si quisiera atravesarlo. Hablando con sinceridad –por más que me guste, hablar de estas cosas en sentido metafórico– , hablando con sinceridad os digo: vuestra simiedad, estimados señores, en tanto que tuvierais algo similar en vuestro pasado, no podría estar más aleja-da de vosotros que lo que la mía está de mí. Sin embargo, le cosquillea los talones a todo aquel que pisa sobre la tierra, tanto al pequeño chimpancé como al gran Aquiles.
Pero a pesar de todo, y de manera muy limitada, podré quizá contestar vuestra pregunta, cosa que por lo demás hago de muy buen grado. Lo primero que aprendí fue a estrechar la mano en señal de convenio so-lemne. Estrechar la mano es símbolo de franqueza. Hoy, al estar en el apogeo de mi carrera, tal vez pueda agregar, a ese primer apretón de manos, también la palabra franca. Ella no brindará a la Academia nada esencialmente nuevo, y quedaré muy por debajo de lo que se me de-manda, pero que ni con la mejor voluntad puedo decir. De cualquier manera, con estas palabras expondré la línea directiva por la cual al-guien que fue mono se incorporó al mundo de los humanos y se instaló firmemente en él. Conste además, que no podría contaros las insignifi-cancias siguientes si no estuviese totalmente convencido de mí, y si mi posición no se hubiese afirmado de manera incuestionable en todos los grandes music–halls del mundo civilizado.
Soy originario de la Costa de Oro. Para saber cómo fui atrapado depen-do de informes ajenos. Una expedición de caza de la firma Hagenbeck –con cuyo jefe, por otra parte, he vaciado luego no pocas botellas de vi-no tinto– acechaba emboscada en la maleza que orilla el río, cuando en medio de una banda corrí una tarde hacia el abrevadero. Dispararon: fui el único que hirieron, alcanzado por dos tiros.
Uno en la mejilla. Fue leve pero dejó una gran cicatriz pelada y roja que me valió el repulsivo nombre, totalmente inexacto y que bien podía haber sido inventado por un mono, de Peter el Rojo, tal como si sólo por esa mancha roja en la mejilla me diferenciara yo de aquel simio amaestrado llamado Peter, que no hace mucho reventó y cuyo renombre era, por lo demás, meramente local. Esto al margen.
El segundo tiro me atinó más abajo de la cadera. Era grave y por su causa aún hoy rengueo un poco. No hace mucho leí en un artículo escri-to por alguno de esos diez mil sabuesos que se desahogan contra mí desde los periódicos "que mi naturaleza simiesca no ha sido aplacada del todo", y como ejemplo de ello alega que cuando recibo visitas me deleito en bajarme los pantalones para mostrar la cicatriz dejada por la bala. A ese canalla deberían arrancarle a tiros, uno por uno, cada dedo de la mano con que escribe. Yo, yo puedo quitarme los pantalones ante quien me venga en ganas: nada se encontrará allí más que un pelaje acicalado y la cicatriz dejada por el –elijamos aquí para un fin preciso un término preciso y que no se preste a equívocos– ultrajante disparo. Todo está a la luz del día; no hay nada que esconder. Tratándose de la verdad toda persona generosa arroja de sí los modales, por finos que éstos sean. En cambio, otro sería el cantar si el chupatintas en cuestión se quitase los pantalones al recibir visitas. Doy fe de su cordura admi-tiendo que no lo hace, ¡pero que entonces no me moleste más con sus mojigaterías!
Después de estos tiros desperté –y aquí comienzan a surgir lentamente mis propios recuerdos– en una jaula colocada en el entrepuente del barco de Hagenbeck. No era una jaula con rejas a los cuatro costados, eran mas bien tres rejas clavadas en un cajón. El cuarto costado for-maba, pues, parte del cajón mismo. Ese conjunto era demasiado bajo para estar de pie en él y demasiado estrecho para estar sentado. Por eso me acurrucaba doblando las rodillas que me temblaban sin cesar. Como posiblemente no quería ver a nadie, por lo pronto prefería per-manecer en la oscuridad: me volvía hacia el costado de las tablas y de-jaba que los barrotes de hierro se me incrustaran en el lomo. Dicen que es conveniente enjaular así a los animales salvajes en los primeros tiempos de su cautiverio, y hoy, de acuerdo a mi experiencia, no puedo negar que, desde el punto de vista humano, efectivamente tienen ra-zón.
Pero entonces no pensaba en todo esto. Por primera vez en mi vida me encontraba sin salida; por lo menos no la había directa. Directamente ante mí estaba el cajón con sus tablas bien unidas. Había, sin embargo, una hendidura entre las tablas. Al descubrirla por primera vez la saludé con el aullido dichoso de la ignorancia. Pero esa rendija era tan estre-cha que ni podía sacar por ella la cola y ni con toda la fuerza simiesca me era posible ensancharla.
Como después me informaron, debo haber sido excepcionalmente silen-cioso, y por ello dedujeron que, o moriría muy pronto o, de sobrevivir a la crisis de la primera etapa, sería luego muy apto para el amaestra-miento. Sobreviví a esos tiempos. Mis primeras ocupaciones en la nue-va vida fueron: sollozar sordamente; espulgarme hasta el dolor; lamer hasta el aburrimiento una nuez de coco; golpear la pared del cajón con el cráneo y enseñar los dientes cuando alguien se acercaba. Y en medio de todo ello una sola evidencia: no hay salida. Naturalmente hoy sólo puedo transmitir lo que entonces sentía como mono con palabras de hombre, y por eso mismo lo desvirtúo. Pero aunque ya no pueda rete-ner la antigua verdad simiesca, no cabe duda de que ella está por lo menos en el sentido de mi descripción.
Hasta entonces había tenido tantas salidas, y ahora no me quedaba ninguna. Estaba atrapado. Si me hubieran clavado, no hubiera dismi-nuido por ello mi libertad de acción. ¿Por qué? Aunque te rasques hasta la sangre el pellejo entre los dedos de los pies, no encontrarás explica-ción. Aunque te aprietes el lomo contra los barrotes de la jaula hasta casi partirse en dos, no conseguirás explicártelo. No tenía salida, pero tenía que conseguir una: sin ella no podía vivir. Siempre contra esa pa-red hubiera reventado indefectiblemente. Pero como en el circo Hagen-beck a los monos les corresponden las paredes de cajón, pues bien, de-jé de ser mono. Esta fue una magnífica asociación de ideas, clara y hermosa que debió, en cierto sentido, ocurrírseme en la barriga, ya que los monos piensan con la barriga.
Temo que no se entienda bien lo que para mi significa "salida". Empleo la palabra en su sentido más preciso y más común. Intencionadamente no digo libertad. No hablo de esa gran sensación de libertad hacia todos los ámbitos. Cuando mono posiblemente la viví y he conocido hombres que la añoran. En lo que a mí atañe, ni entonces ni ahora pedí libertad. Con la libertad –y esto lo digo al margen– uno se engaña demasiado entre los hombres, ya que si el sentimiento de libertad es uno de los más sublimes, así de sublimes son también los correspondientes enga-ños. En los teatros de variedades, antes de salir a escena, he visto a menudo ciertas parejas de artistas trabajando en los trapecios, muy al-to, cerca del techo. Se lanzaban, se balanceaban, saltaban, volaban el uno a los brazos del otro, se llevaban el uno al otro suspendidos del pe-lo con los dientes. "También esto", pensé, "es libertad para el hombre: ¡el movimiento excelso!" ¡Oh burla de la santa naturaleza! Ningún edifi-cio quedaría en pie bajo las carcajadas que tamaño espectáculo provo-caría entre la simiedad.
No, yo no quería libertad. Quería únicamente una salida: a derecha, a izquierda, adonde fuera. No aspiraba a mas. Aunque la salida fuese tan sólo un engaño: como mi pretensión era pequeña el engaño no sería mayor. ¡Avanzar, avanzar! Con tal de no detenerme con los brazos en alto, apretado contra las tablas de un cajón.
Hoy lo veo claro: si no hubiera tenido una gran paz interior, nunca hubiera podido escapar. En realidad, todo lo que he llegado a ser lo de-bo, posiblemente, a esa gran paz que me invadió, allá, en los primeros días del barco. Pero, a la vez, debo esa paz a la tripulación.
Era buena gente a pesar de todo. Aún hoy recuerdo con placer el sonido de sus pasos pesados que entonces resonaban en mi somnolencia. Acostumbraban hacer las cosas con exagerada lentitud. Si alguno nece-sitaba frotarse los ojos levantaba la mano como si se tratara de un peso muerto. Sus bromas eran groseras pero afables. A sus risas se mezcla-ba siempre un carraspeo que, aunque sonaba peligroso, no significaba nada. Siempre tenían en la boca algo que escupir y les era indiferente dónde lo escupían. Con frecuencia se quejaban de que mis pulgas les saltaban encima, pero nunca llegaron a enojarse en serio conmigo: por eso sabían, pues, que las pulgas se multiplicaban en mi pelaje y que las pulgas son saltarinas. Con esto les era suficiente. A veces, cuando estaban de asueto, algunos de ellos se sentaban en semicírculo frente a mí, hablándose apenas, gruñéndose el uno al otro, fumando la pipa recos-tados sobre los cajones, palmeándose la rodilla a mi menor movimiento y, alguno, de vez en cuando, tomaba una varita y con ella me hacía cosquillas allí donde me daba placer. Si me invitaran hoy a realizar un viaje en ese barco, rechazaría, por cierto, la invitación; pero también es cierto que los recuerdos que evocaría del entrepuente no serían todos desagradables.
La tranquilidad que obtuve de esa gente me preservó, ante todo, de cualquier intento de fuga. Con mi actual dentadura debo cuidarme has-ta en la común tarea de cascar una nuez; pero en aquel entonces, poco a poco, hubiera podido roer de lado a lado el cerrojo de la puerta. No lo hice. ¿Qué hubiera conseguido con ello? Apenas hubiese asomado la cabeza me hubieran cazado de nuevo y encerrado en una jaula peor; o bien hubiera podido huir hacia los otros animales, hacia las boas gigantes, por ejemplo, que estaban justo frente a mí, para exhalar en su abrazo el último suspiro; o, de haber logrado deslizarme hasta el puente superior y saltado por sobre la borda, me hubiera mecido un momento sobre el océano y luego me habría ahogado. Todos éstos, ac-tos suicidas. No razonaba tan humanamente entonces, pero bajo la in-fluencia de mi medio ambiente actué como si hubiese razonado.
No razonaba pero sí observaba, con toda calma, a esos hombres que veía ir y venir. Siempre las mismas caras, los mismos gestos; a menu-do me parecían ser un solo hombre. Pero ese hombre, o esos hombres, se movían en libertad. Un alto designio comenzó a alborear en mí. Na-die me prometía que, de llegar a ser lo que ellos eran, las rejas me se-rían levantadas. No se hacen tales promesas para esperanzas que pare-cen irrealizables; pero si llegan a realizarse, aparecen estas promesas después, justamente allí donde antes se las había buscado inútilmente. Ahora bien, nada había en esos hombres que de por sí me atrajera es-pecialmente. Si fuera partidario de esa libertad a la cual me referí, hubiera preferido sin duda el océano a esa salida que veía reflejarse en la turbia mirada de aquellos hombres. Había venido observándolos, de todas maneras, ya mucho antes de haber pensado en estas cosas, y, desde luego, sólo estas observaciones acumuladas me encaminaron en aquella determinada dirección.
¡Era tan fácil imitar a la gente! A los pocos días ya pude escupir. Nos escupimos entonces mutuamente a la cara, con la diferencia de que yo me lamía luego hasta dejarla limpia y ellos no. Pronto fumé en pipa como un viejo, y cuando además metía el pulgar en el hornillo de la pi-pa, todo el entrepuente se revolcaba de risa. Pero durante mucho tiem-po no noté diferencia alguna entre la pipa cargada y la vacía.

Pero nada me resultó tan difícil como la botella de caña. Me martirizaba el olor y, a pesar de mis buenas intenciones pasaron semanas antes de que lograra vencer esa repulsión. Lo insólito es que la gente tomó más en serio esas pujas internas que cualquier otra cosa que se relacionara conmigo. En mis recuerdos tampoco distingo a esa gente, pero había uno que venía siempre, solo o acompañado, de día, de noche, a las horas más diversas, y deteniéndose ante mí con la botella vacía me da-ba lecciones. No me comprendía: quería dilucidar el enigma de mi ser. Descorchaba lentamente la botella, luego me miraba para saber si yo había entendido. Confieso que yo lo miraba siempre con una atención desmedida y precipitada. Ningún maestro de hombre encontrará en el mundo entero mejor aprendiz de hombre. Cuando había descorchado la botella se la llevaba a la boca; yo seguía con los ojos todo el movimien-to. Asentía satisfecho conmigo, y apoyaba la botella en sus labios. Yo, maravillado con mi paulatina comprensión, chillaba rascándome a lo largo, a lo ancho, donde fuera. El, alborozado, empinaba la botella y bebía un sorbo. Yo, impaciente y desesperado por imitarle, me ensucia-ba en la jaula, lo que de nuevo lo divertía mucho. Después apartaba de sí la botella con ademán ampuloso y volvía a acercarla a sus labios de igual manera; luego, echado hacia atrás en un gesto exageradamente didáctico, la vaciaba de un trago. Yo, agotado por el excesivo deseo, no podía seguirlo y permanecía colgado débilmente de la reja mientras él, dando con esto por terminada la lección teórica, se frotaba, con amplia sonrisa, la barriga.
Recién entonces comenzaba el ejercicio práctico. ¿No me había dejado ya el teórico demasiado fatigado? Sí, exhausto, pero esto era parte de mi destino. Sin embargo, tomaba lo mejor que podía la botella que me alcanzaban; la descorchaba temblando; el lograrlo me iba dando nue-vas fuerzas; levantaba la botella de manera similar a la del modelo; la llevaba a mis labios y… la arrojaba con asco; con asco, aunque estaba vacía y sólo el olor la llenaba; con asco la arrojaba al suelo. Para dolor de mi instructor, para mayor dolor mío; ni a él ni a mí mismo lograba reconciliar con el hecho de que, después de arrojar la botella, no me ol-vidara de frotarme a la perfección la barriga, ostentando al mismo tiempo una amplia sonrisa. Así transcurría la lección con demasiada fre-cuencia, y en honor de mi instructor quiero dejar constancia de que no se enojaba conmigo, pero sí que, de vez en cuando me tocaba el pelaje con la pipa encendida hasta que comenzaba a arder lentamente, en cualquier lugar donde yo difícilmente alcanzaba: entonces lo apagaba él mismo con su mano enorme y buena. No se enojaba conmigo, pues aceptaba que, desde el mismo bando, ambos luchábamos contra la condición simiesca, y que era a mí a quien le tocaba la peor parte.
Y a pesar de todo, qué triunfo luego, tanto para él como para mí, cuando cierta noche, ante una gran rueda de espectadores –quizás es-taban de tertulia, sonaba un fonógrafo, un oficial circulaba entre los tri-pulantes–, cuando esa noche, sin que nadie se diera cuenta, tomé una botella de caña que alguien, en un descuido, había olvidado junto a mi jaula, y ante la creciente sorpresa de la reunión, la descorché con toda corrección, la acerqué a mis labios y, sin vacilar, sin muecas, como un bebedor empedernido, revoloteando los ojos con el gaznate palpi-tante, la vacié totalmente. Arrojé la botella, no ya como un desespera-do, sino como un artista, pero me olvidé, eso sí, de frotarme la barriga. En cambio, como no podía hacer otra cosa, como algo me empujaba a ello, como los sentidos me hervían, por todo ello, en fin, empecé a gri-tar: "¡Hola!", con voz humana. Ese grito me hizo irrumpir de un salto en la comunidad de los hombres, y su eco: "¡Escuchen, habla!" lo sentí como un beso en mi sudoroso cuerpo.
Repito: no me cautivaba imitar a los humanos; los imitaba porque bus-caba una salida; no por otro motivo. Con ese triunfo, sin embargo, poco había conseguido, pues inmediatamente la voz volvió a fallarme. Recién después de unos meses volví a recuperarla. La repugnancia hacia la bo-tella de caña reapareció con más fuerza aún, pero, indudablemente, yo había encontrado de una vez por todas mi camino.
Cuando en Hamburgo me entregaron al primer adiestrador, pronto me di cuenta que ante mí se abrían dos posibilidades: el jardín zoológico o el music hall. No dudé. Me dije: pon todo tu empeño en ingresar al mu-sic hall: allí está la salida. El jardín zoológico no es más que una nueva jaula; quien allí entra no vuelve a salir.
Y aprendí, estimados señores. ¡Ah, sí, cuando hay que aprender se aprende; se aprende cuando se trata de encontrar una salida! ¡Se aprende de manera despiadada! Se controla uno a sí mismo con la fus-ta, flagelándose a la menor debilidad. La condición simiesca salió con violencia fuera de mí; se alejó de mí dando tumbos. Por ello mi primer adiestrador casi se transformó en un mono y tuvo que abandonar pron-to las lecciones para ser internado en un sanatorio. Afortunadamente, salió de allí al poco tiempo.
Consumí, sin embargo, a muchos instructores. Sí, hasta a varios juntos. Cuando ya me sentí más seguro de mi capacidad, cuando el público percibió mis avances, cuando mi futuro comenzó a sonreírme, yo mis-mo elegí mis profesores. Los hice sentar en cinco habitaciones sucesi-vas y aprendí con todos a la vez, corriendo sin cesar de un cuarto a otro.
¡Qué progresos! ¡Qué irrupción, desde todos los ámbitos, de los rayos del saber en el cerebro que se aviva! ¿Por qué negarlo? Esto me hacía feliz. Pero tampoco puedo negar que no lo sobreestimaba, ya entonces, ¡y cuánto menos lo sobreestimo ahora! Con un esfuerzo que hasta hoy no se ha repetido sobre la tierra, alcancé la cultura media de un euro-peo. Esto en sí mismo probablemente no significaría nada, pero es algo, sin embargo, en tanto me ayudó a dejar la jaula y a procurarme esta salida especial; esta salida humana. Hay un excelente giro alemán: "es-currirse entre los matorrales". Esto fue lo que yo hice: "me escurrí en-tre los matorrales". No me quedaba otro camino, por supuesto: siempre que no había que elegir la libertad.
Si de un vistazo examino mi evolución y lo que fue su objetivo hasta ahora, ni me arrepiento de ella, ni me doy por satisfecho. Con las ma-nos en los bolsillos del pantalón, con la botella de vino sobre la mesa, recostado o sentado a medias en la mecedora, miro por la ventana. Si llegan visitas, las recibo correctamente. Mi empresario está sentado en la antecámara: si toco el timbre, se presenta y escucha lo que tengo que decirle. Por las noches casi siempre hay función y obtengo éxitos ya apenas superables. Y si al salir de los banquetes, de las sociedades científicas o de las agradables reuniones entre amigos, llego a casa a altas horas de la noche, allí me espera una pequeña y semiamaestrada chimpancé, con quien, a manera simiesca, lo paso muy bien. De día no quiero verla pues tiene en la mirada esa demencia del animal alterado por el adiestramiento; eso únicamente yo lo percibo, y no puede sopor-tarlo.
De todos modos, en síntesis, he logrado lo que me había propuesto lo-grar. Y no se diga que el esfuerzo no valía la pena. Sin embargo, no es la opinión de los hombres lo que mi interesa; yo sólo quiero difundir conocimientos, sólo estoy informando. También a vosotros, excelentí-simos señores académicos, sólo os he informado.

FRAGMENTOS PARA EL INFORME PARA UNA ACADEMIA

Conocemos a Pedro el Rojo, como le conoce media humanidad. Pero cuando vino al festival en nuestra ciudad, quise conocerle más de cerca, personalmente. No es difícil ser recibido. En las grandes ciudades, don-de todos "se arremolinan para ver respirar a los grandes personajes, debe ser problemático; pero en nuestra ciudad uno se conforma con admirarlos desde la galería. Por eso yo había sido, como me informó el criado, el primero que hizo anunciar su visita. El señor Busenau, el em-presario, me recibió con extrema cordialidad. No esperaba encontrarme con un hombre tan humilde, casi tímido. Sentado en la antecámara de la casa de Pedro el Rojo, se deleitaba con una tortilla. Aunque era de mañana, ya lucía su frac, tal como se presenta en las funciones. Apenas me vio, a mí, al visitante anónimo e insignificante, él, el poseedor de los más altos galardones, monarca de los domadores, doctor honoris causa de grandes universidades, saltó de su silla, me estrechó y sacu-dió las manos, me obligó a sentarme, limpió su cuchara en el mantel y me la ofreció amablemente para que terminara su comida. Obvió mi agradecido rechazo e intentó darme de comer. Fue difícil serenarle y hacerle retroceder con plato y cuchara.
–Es usted muy gentil en visitarnos –dijo con marcado acento extranje-ro –; realmente muy gentil. Además, llega a la mejor hora; no siempre, lamentablemente no siempre, Pedro el Rojo puede recibir; con frecuen-cia le causa repulsión ver gente, entonces nadie puede entrar, sea quien fuere; incluso yo mismo, sólo puedo tratarle comercialmente y en el escenario. Pero después de la representación ya no puedo verle; él vuelve solo a casa, se encierra en su habitación y permanece así hasta la noche siguiente. Siempre tiene en su dormitorio una gran canasta de frutas, para alimentarse en esas ocasiones. Pero yo, que naturalmente no puedo dejarle sin vigilancia, alquilo las habitaciones de enfrente y lo espío oculto tras las cortinas.
Al verme sentado frente a usted, Pedro el Rojo, lo oigo hablar y bebo a su salud –usted podrá tomarlo como cortesía o no, pero es la pura ver-dad–, me olvido por completo de que usted es un chimpancé. Sólo poco a poco, cuando consigo volver a la realidad, los ojos me indican de quién soy huésped.
–Sí.
–Está usted taciturno, ¿por qué? Si justamente ahora hemos pronun-ciado juicios tan notablemente preciso acerca de nuestra ciudad, ¿por qué callamos?
–¿Callamos?
–¿Se le ofrece algo? ¿Quiere que llame al domador? ¿Tal vez acostum-bre tomar algún alimento a esta hora?
–No, no. Está bien. Le puedo decir qué fue. A veces me repugna en tal grado la gente, que a duras penas contengo la náusea. Eso, natural-mente, nada tiene que ver con los individuos aislados, nada, por ejem-plo, con su gentil presencia. Va contra toda la gente. No es nada fuera de lo común; si, por ejemplo, usted tuviera que convivir todo el tiempo con monos, a pesar de todo su autodominio, sufriría ataques similares. Por otra parte, no es el olor de mi especie lo que me repugna, sino el de la gente, ese olor que se me ha adherido, mezclándose con el de mi antigua raza. ¡Por favor, huela usted mismo! ¡Aquí, en el pecho! ¡Hunda más la nariz en el pelo! ¡Más, le digo!
–Lamentablemente, no logro percibir ningún olor especial. El olor nor-mal de un cuerpo limpio; fuera de eso, nada. Por cierto, el olfato de un hombre de la ciudad no es decisivo a este respecto. Usted, como es ló-gico, percibe mil olores que a nosotros se nos escapan.
–Antes, estimado señor, antes. Eso ya pasó.
–Ya que usted mismo comienza con esto, aventuro la pregunta? ¿cuán-to hace que vive entre nosotros?
–Cinco años, el cinco de abril hará cinco años.
–Hazaña increíble. Abandonar la simiedad en cinco años y cruzar de un salto toda la evolución de la humanidad. En verdad, nadie lo ha hecho todavía. Corre solo esta carrera.
–Lo sé, es mucho y muchas veces yo también me asombro. Pero en horas más tranquilas no opino lo mismo. ¿Sabe cómo me cazaron?
–He leído cuanto se escribió acerca de usted. Fue herido de un disparo y atrapado.
Sí, recibí dos disparos: uno aquí, en la mejilla; la herida era natural-mente mucho más grande que esta cicatriz, y otra debajo de la cadera. Voy a quitarme el pantalón para que vea también esa marca. Este fue el orificio de entrada, esta fue la herida grave, decisiva; caí del árbol y cuando desperté estaba en una jaula en el entrepuente.
–¡En la jaula! ¡En el entrepuente! Es muy distinto leerlo que oírlo contar por usted mismo.
–Y más distinto aún es haberlo pasado uno mismo, estimado señor. Hasta entonces no supe lo que significaba no tener salida. No era un jaulón cuadrado; eran tres lados sujetos a un cajón que constituía el cuarto lado. El conjunto era tan bajo que no podía estar de pie y tan es-trecho que resultaba imposible sentarse. Sólo podía estar acurrucado, con las rodillas dobladas. En mi enojo no quería ver a nadie y permanecía de cara al cajón, acuclillado, con las rodillas temblorosas, durante días y noches, mientras atrás los barrotes me cortaban las carnes. Se consideraba conveniente guardar a los animales salvajes en esas condi-ciones durante los primeros tiempos de su cautiverio, y por experiencia propia puedo decir que en sentido humano tal vez sea exacto.
Pero aún no le había tomado sabor al sentido humano. Tenía el cajón ante mí. Rompe la madera con los dientes, escúrrete por el agujero, que ni deja pasar la mirada y al que saludaste con inconscientes salu-dos de satisfacción. ¿A dónde quieres? Tras las tablas comienza la sel-va.

(Comienzo de carta)
Estimadísimo señor Pedro el Rojo:
He leído con sumo interés y hasta con el corazón agitado el informe que usted ha escrito para la Academia de las Ciencias. No es de extrañar, puesto que fui su primer maestro, para quien usted ha tenido tan ama-bles palabras de evocación. Tal vez, reflexionando un poco más se hubiese podido evitar la referencia a mi estadía en el sanatorio, pero reconozco que el informe, dada la franqueza que lo caracteriza, no po-día dejar de lado ese pequeño detalle, ya que se le ocurrió en el mo-mento de escribir, no quería hablarle de esto, se trata de otro asunto.

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