Fragmentos De Cuadernos Y Hojas Sueltas II

Uno siente vergüenza al explicar de qué medios se sirve el coronel imperial para tener dominada nuestra pequeña villa serrana. Si nosotros quisiéramos, sus escasos soldados quedarían desarmados al momento, y aunque él pudiese pedir ayuda -¿pero cómo podría pedirla?-, la ayuda tardaría días, semanas, en llegar. Es decir, todo depende de nuestra obediencia, pero el coronel ni trata de forzarnos a ella tiránicamente ni de conquistarla capciosamente a base de cordialidad. ¿Por qué, entonces, soportamos su odioso gobierno? No cabe duda: es por su mirada. Cuando uno va a su despacho -hace un siglo era el salón del consejo de nuestro senado-, está sentado en uniforme ante el escritorio, la pluma en la mano. No le gustan los formalismos y menos aún hacerse el interesante, o sea, no sigue escribiendo, por ejemplo, para hacer esperar al recién llegado, sino que al momento interrumpe el trabajo y se reclina en el asiento, aunque con la pluma en la mano. Entonces, recostado en el asiento, la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, contempla al visitante. El solicitante tiene la impresión de que el coronel está viendo algo más que sólo a él, un desconocido emergido de la masa por un breve instante, pues por qué le miraría si no el coronel tan intensa, prolongada y silenciosamente. Tampoco es una mirada penetrante y escudriñadora, una mirada que cale hasta dentro, como la que acaso se dirige a un solo individuo, sino una mirada descuidada, distraída, pero, eso sí, incesante, una mirada con la que se podrían observar los movimientos de una muchedumbre en la lejanía. Y esa larga mirada va continuamente acompañada de una sonrisa imprecisa, que ora parece ironía, ora un nostálgico recordar.

Un cambio súbito. Agazapada, temerosa, esperanzada, acecha la respuesta a la pregunta, busca desesperada en su rostro impenetrable, la sigue por los caminos más absurdos (es decir, que más se alejan de la respuesta).

Una tarde de otoño, clara y fría. Alguien, poco definido por los movimientos, la ropa y la silueta, sale de la casa y quiere torcer enseguida hacia la derecha. La portera, envuelta en un viejo y amplio abrigo de señora, está apoyada en una columna de la entrada y le susurra algo al oído. Él reflexiona un momento, sacude después la cabeza y se marcha. Al atravesar la calzada se cruza por descuido con el tranvía y éste le atropella. El dolor le hace contraer el rostro y tensar los músculos de tal manera que, cuando ya ha pasado el tranvía, apenas puede aflojar la tensión. Aún sigue inmóvil un rato y ve cómo en la parada siguiente una niña se baja, saluda con la mano, empieza a retroceder unos pasos, se para y vuelve a subir al tranvía. Al pasar junto a una iglesia, hay en lo alto de la escalinata un cura que le tiende la mano, y al hacerlo se inclina tanto, que está casi a punto de perder el equilibrio y caer hacia delante. Pero él no coge la mano, es enemigo de los misioneros, además le irritan los niños que alborotan en la escalera como si aquello fuese un patio de juegos, vociferando y diciéndose palabras indecentes que ellos, claro, no pueden comprender, y sólo las chupan, por no tener nada mejor. Abotonándose hasta arriba la chaqueta, continúa su camino.

En la escalinata de la iglesia alborotan los niños como si estuviesen en un campo de juegos y se dicen palabras indecentes, que ellos, claro, no pueden comprender y que sólo chupan como hacen los niños de pecho con el chupete. Sale el cura, se alisa por detrás la sotana y se sienta sobre un escalón. Lo que quiere es calmar a los niños, pues sus gritos también se oyen en la iglesia. Pero sólo consigue agarrar a algún niño que otro, la masa se le escapa continuamente y sigue jugando sin preocuparse de él. No les ve sentido alguno a esos juegos, ni tan siquiera un sentido remoto desde un punto de vista infantil. Como si fuesen pelotas que rebotan contra el suelo, así saltan incansablemente esos niños, ya¡ parecer sin el menor esfuerzo, sobre todos los escalones, y no tienen entre ellos otro contacto que esos gritos, es como para dormirse. Como saliendo del sueño que empieza a acometerle, el clérigo echa mano de la criatura que tiene más cerca, es una niña pequeña, le desabrocha un poco por arriba la parte delantera del vestidito -ella le da a cambio, en broma, un ligero golpe en la mejilla-, ve allí alguna señal que no espera o que tal vez incluso estaba esperando, grita ¡oh!, aparta a la niña de un empujón, grita ¡horror! y escupe y hace una gran cruz en el aire y quiere volver a toda prisa a la iglesia. Entonces se tropieza en la puerta con una joven de aspecto agitanado, va descalza, tiene una falda roja con dibujos blancos, una blusa blanca camisera abierta descuidadamente por delante y un pelo castaño completamente enmarañado. «¿Quién eres?», exclama el cura, en la voz se le notaba aún la excitación que le causaban los niños. «Emilie, tu mujer», dice ella en voz baja, y se reclina despacio sobre su pecho. Él guarda silencio, escuchando los latidos de su corazón.

Era un día normal; él me enseñó los dientes; yo también estaba retenido por dientes y no podía desprenderme de ellos; no sabía cómo me retenían, porque no estaban apretados unos con otros; tampoco los veía en las dos hileras de dientes, sino sólo unos por aquí, otros cuantos por allá. Quise agarrarme a ellos para escaparme saltando por encima, pero no lo conseguí.

Has llegado tarde, estuvo aquí hace un momento, en otoño no se queda mucho tiempo en el mismo sitio, le atraen los campos oscuros y abiertos, tiene algo que recuerda a las cornejas. Si quieres verle, vuela a los sembrados, seguro que está allí.

Dices que tengo que seguir bajando, pero ya estoy muy abajo, pero, si no hay más remedio, me quedaré aquí. ¡Qué sitio este! Seguramente es ya lo más bajo de todo. Pero me quedaré aquí, solamente no me obligues a seguir bajando.

Estaba indefenso frente a aquella figura, que, sentada tranquilamente a la mesa, miraba al tablero. Yo daba vueltas alrededor y me sentía como estrangulado por ella. En torno a mí marchaba un tercer personaje y se sentía como estrangulado por mí. En torno al tercero caminaba un cuarto y se sentía como estrangulado por éste. Y así sucesivamente, hasta los movimientos de los astros y aún más allá. Todos sienten el mismo atenazamiento en el cuello.

¿En qué región es? No la conozco. Allí todo encaja armónicamente, todas las cosas enlazan suavemente unas con otras. Yo sé que esa región está en alguna parte, la estoy viendo incluso, pero no sé dónde está y no puedo acercarme a ella.

Con una luz potentísima, el mundo se puede disolver. Ante unos ojos débiles adquiere consistencia, ante otros más débiles aprieta los puños, ante otros más débiles se vuelve recatado y destroza a quien se atreve a mirarlo.

Era un pequeño estanque, allí bebimos, el vientre y el pecho tocando la tierra, las patas delanteras, cansadas de la dicha de beber, sumergidas en el agua. Pero teníamos que volver pronto, el más sensato hizo un esfuerzo y gritó: «¡Hay que volver, hermanos!» Entonces hicimos el camino de vuelta. «¿Dónde habéis estado? », nos preguntaron. «En el bosquecillo.» «No, habéis estado en el estanque.» «No, no hemos estado allí.» «¡Todavía estáis empapados de agua, embusteros!»
Y los látigos empezaron a funcionar. Corríamos por los largos corredores que la luna inundaba de luz, de vez en cuando a alguno le alcanzaba un golpe y daba un respingo de dolor. En la galería de los antepasados terminó la caza, la puerta se cerró de golpe, nos dejaron solos. Todos seguíamos sedientos, nos lamíamos unos a otros el agua de la cara y la piel, a veces la lengua recogía sangre en lugar de agua, era por los latigazos.
Sólo una palabra. Sólo un ruego. Sólo un soplo de aire. Sólo una prueba de que sigues vivo y esperas. No, no un ruego, sólo un respirar, no un respirar, sólo un estar-dispuesto, no un estar-dispuesto, sólo un pensamiento, no un pensamiento, sólo sueño tranquilo.

En el viejo confesonario. Yo sé cómo va a consolar, sé lo que va a confesar. Son cosas pequeñas, asuntos confidenciales de negocios, el ajetreo diario de la mañana a la noche.

Reuní mis pertenencias. Eran muy pocas, pero eran cosas exactamente definidas, concretas, que convencían inmediatamente a cualquiera. Eran de seis a siete objetos, digo seis o siete porque seis de ellos eran míos sin lugar a dudas, pero el séptimo había sido también de un amigo que, sin embargo, se había marchado de nuestra ciudad hacía muchos años y desde entonces no había vuelto a dar señales de vida. Así que bien podía decirse que también era mía esa séptima pieza. Aunque aquellos objetos eran bastante únicos, no tenían gran valor.

La queja es absurda (¿ante quién se queja?), el júbilo es ridículo (el caleidoscopio en la ventana). Por lo visto sólo quiere ser recitador en la sinagoga, pero entonces lo judío es indecente, entonces para esa queja basta que repita durante toda su vida «Perro-que-soy, perro-que-soy», y así sucesivamente, y todos le entenderemos, pero para la felicidad, el silencio no sólo es suficiente sino lo único posible.

«No es un muro solitario, es vida dulcísima prensada hasta convertirse en muro, uva pasa con uva pasa.» «No lo creo.» «Pruébalo.» «De pura incredulidad, no puedo levantar la mano.» «Te meteré la pasa en la boca.» «No puedo saborearla, de incredulidad.» «¡Entonces, húndete!» «¿No dije que uno tiene que hundirse ante la soledad de ese muro?»

Yo sé nadar como los otros, sólo que tengo mejor memoria que los otros, no he olvidado el no-saber-nadar de tiempos pasados. Pero como no lo he olvidado, no me ayuda nada el saber nadar y entonces no sé nadar.

Un poco más de adorno para esta tumba. ¿Que ya está bastante adornada? Sí, pero como las cosas me salen tan bien…

Es el animal de la cola grande, una cola como de zorro, de muchos metros de larga. Ya me gustaría agarrar esa cola con la mano, pero es imposible, el animal está en incesante movimiento, sacudiendo incesantemente la cola. El animal es de la especie de los canguros, pero atípico, con el rostro casi humano, plano, pequeño, oval, sólo sus dientes tienen fuerza expresiva, ya los esconda o los enseñe. A veces tengo la sensación de que el animal quiere amaestrarme; qué finalidad tendría si no el hecho de que retire la cola cuando yo quiero agarrarla, que luego espere otra vez tranquilamente hasta que lo intento de nuevo y que después vuelva a alejarse de un salto.

Previendo lo que iba a venir me había escabullido hasta un rincón de la habitación y había puesto el sofá atravesado. Si ahora entraba alguien, tenía realmente que tomarme por loco, pero el que llegó no lo hizo. Sacó un látigo de cuero de su alta bota de caña, lo hizo restallar en círculo en torno a él, se levantó y agachó con las piernas muy abiertas y gritó: «¡Fuera de ese rincón! ¿Cuánto tiempo aún?»

Circulaba por la comarca un coche fúnebre, llevaba un cadáver, pero no lo entregaba en el cementerio, el cochero estaba bebido y creía que llevaba un coche de viajeros, pero también había olvidado adónde tenía que llevarlo. De modo que iba por los pueblos, se paraba delante de las fondas y, cuando de tanto en tanto le venía de pronto en medio de la borrachera la preocupación por la meta del viaje, esperaba que las buenas gentes le dirían todo lo necesario. Así sucedió que una vez paró delante del Gallo de Oro y pidió un asado de cerdo…

Veo a lo lejos una ciudad, ¿es la que tú dices?
Es posible, pero no comprendo cómo puedes distinguir allí una ciudad, yo sólo veo algo desde que tú me lo indicaste, y no son más que unos contornos difusos en la niebla.
Oh, sí, lo veo, es un monte con un castillo en la cima y en las vertientes unos poblados como aldeas.
Entonces es esa ciudad, tienes razón, en realidad es una aldea grande.

Me extravío continuamente, es un sendero en el bosque, pero claramente reconocible, sólo cuando se camina por él se ve una franja de cielo, todo el resto del bosque es espeso y oscuro. Y sin embargo esa continua y desesperada pérdida del camino, y además: si doy un paso fuera del camino, estoy al momento mil pasos dentro del bosque, desprotegido, hasta tal punto que quisiera caer por tierra y yacer en ella para siempre.

-Continuamente estás hablando de la muerte y no te mueres.
-Y sin embargo voy a morir. Estoy diciendo mi canto final. El canto de unos es más largo, el canto de otros es máscorto. Pero la diferencia nunca pasa de unas pocas palabras.

¡Un guardián! ¡Un guardián! ¿Qué vigilas? ¿Quién te ha empleado? Sólo en una cosa, en el asco de ti mismo, es tu riqueza mayor que la de la cochinilla de humedad que está vigilante debajo de la vieja piedra.

Tienes que conseguir hacerte entender por la cochinilla de humedad. Cuando le hayas enseñado a preguntar por la finalidad de su trabajo, habrás exterminado al pueblo de las cochinillas.

La vida es un continuo desviar, que ni siquiera nos permite reflexionar y preguntarnos de qué nos desvía.

¡Que hasta el más conservador alegue la radicalidad del morir!

Los insaciables son ciertos ascetas, hacen huelgas de hambre en todos los terrenos de la vida y quieren así conseguir al mismo tiempo lo siguiente:

1. que una voz diga: ya basta, has ayunado de sobra, ahora puedes comer como los demás y eso no contará como comida.
2. que la misma voz diga al mismo tiempo: ahora has ayunado por la fuerza muchísimo tiempo, desde ahora ayunarás por placer, eso será más delicioso que cualquier manjar (pero al mismo tiempo comerás de verdad).
3. que la misma voz diga al mismo tiempo: has vencido al mundo, te libero de él, del comer y del ayunar (pero al mismo tiempo ayunarás y comerás). Además, viene a añadirse otra voz que siempre, desde el principio, les habla sin cesar: tu ayuno no es completo, pero tienes buena voluntad y eso basta.

Dices que no lo comprendes. Trata de comprenderlo llamándolo enfermedad. Es una de las muchas formas de enfermedad que el psicoanálisis cree haber descubierto. Yo no lo llamo enfermedad y veo el lado terapéutico del psicoanálisis como un torpe error. Todas esas supuestas enfermedades, por triste que sea su apariencia, son hechos de fe, arraigo en algún suelo materno del hombre agobiado; así, para el psicoanálisis la causa última de las religiones es la misma que origina las «enfermedades» del individuo, por otra parte hoy no hay comunidad religiosa, las sectas son innumerables y se concentran por lo general en el individuo, pero tal vez se lo parezca así sólo a la mirada inhibida por el presente. Tales formas de arraigo, que ocupan suelo real, no son sin embargo propiedad individual del hombre, sino que están prefiguradas en su naturaleza y siguen después configurando su naturaleza (y su cuerpo) en esa dirección. ¿Qué hay que curar ahí?

En mi caso se pueden imaginar tres círculos, uno interior, A, luego B, luego C. El núcleo A le explica a B por qué ese hombre se tortura y desconfía de sí mismo, por qué tiene que renunciar, por qué no tiene derecho a vivir. (En este sentido, ¿no estaba, por ejemplo, Diógenes gravemente enfermo? ¿Quién de nosotros no hubiese sido feliz bajo la radiante mirada de Alejandro? Diógenes, sin embargo, le pidió desesperado que le devolviera el sol. Aquel tonel estaba lleno de fantasmas.) Al hombre activo, a C, no se le explica nada, B le da simplemente órdenes atroces; C actúa completamente coaccionado, pero más por miedo que por convencimiento, él confía, cree, que A se lo explica todo a B y que B lo ha comprendido todo bien.

Estaba sentado ante un velador a la puerta de una taberna de marineros, unos pasos delante de mí se extendía el puertecillo, ya iba cayendo la noche. Una pesada embarcación de pescadores pasó allí cerca, en la única ventana del camarote había luz, un hombre trabajaba sobre cubierta con el velamen, hizo después una pausa y me miró.
«¿Puedes llevarme contigo? -grité-. Él hizo un claro gesto de asentimiento. Yo me había levantado con tal ímpetu que el velador se tambaleó, cayendo al suelo y rompiéndose la taza de café; volví a preguntar-: ¡Responde! ¿Puedes llevarme contigo?» «Sí», dijo poniéndose muy derecho y levantando la cabeza. «¡Atraca! -grité-, estoy listo.» «¿Te traigo la maleta?», preguntó el tabernero, que se había acercado. «No -dije, me causó horror, miré al tabernero como si me hubiese insultado-. No querrás traerme la maleta…

«¿Por qué no tenéis aún instalaciones mecánicas?», pregunté. «El trabajo es demasiado sutil para eso», dijo el capataz. Estaba sentado ante una mesita en el rincón de la gran construcción de madera con aspecto de granero; de un cordón eléctrico, que caía de la altura en sombras, muy cercana al tablero de la mesa, tanto que el capataz casi la tocaba con la cabeza, colgaba una bombilla que despedía una luz intensa. Sobre la mesa había nóminas de salarios, que el capataz estaba repasando.
«Sin duda le molesto», dije. «No -dijo distraídamente el capataz-, pero aún me queda trabajo aquí, como usted puede ver.» «¿Por qué me han llamado entonces? -dije-. ¿Qué hago yo aquí, en el bosque?» «Guárdese para usted las preguntas -dijo el capataz, que apenas había escuchado; pero luego se dio cuenta de la grosería, alzó la vista para mirarme, se rió y dijo-: Ésa es la expresión que usamos aquí. Porque aquí nos fríen a preguntas. Pero no es posible trabajar y responder a preguntas al mismo tiempo. Quien sabe ver no tiene por qué preguntar. Por cierto, si le interesa a usted la técnica, tendrá suficiente distracción. ¡Horacio!», gritó en dirección al espacio en tinieblas, del que sólo salía el chirrido de una o dos sierras de carpintero.
Se presentó un joven, un poco de mala gana, así me lo pareció. «Este caballero -dijo el capataz señalándome con el portaplumas- se queda esta noche con nosotros. Mañana quiere ver el taller. Dale de comer y llévale después al sitio donde va a dormir. ¿Me has entendido?» Horacio asintió, seguramente estaba algo sordo, en cualquier caso inclinaba la cabeza en dirección al capataz.
-Jamás sacas el agua de lo hondo de ese pozo.
-¿Qué agua? ¿Qué pozo?
-¿Pero quién pregunta?
Silencio.
-¿Qué clase de silencio?

Mi nostalgia eran los viejos tiempos,
mi nostalgia era el presente,
mi nostalgia era el futuro,
y con todo ello me muero en una garita al borde de la carretera,
un ataúd en posición vertical, desde un principio
propiedad del Estado.
Me he pasado la vida
conteniéndome para no deshacerlo a golpes.

Me he pasado la vida combatiendo las ganas de ponerle término.
Tienes que meter la cabeza por la pared. No es difícil, porque la pared es de papel fino. Pero es difícil no dejarse engañar por el hecho de que en el papel ya esté dibujado, con un realismo engañoso, cómo metes la cabeza por la pared. Eso te induce a decir: «¿No la estoy metiendo todo el tiempo?».

Yo lucho; nadie lo sabe; algunos lo adivinan, eso es inevitable; pero saber, no lo sabe nadie. Cumplo mis deberes cotidianos, me pueden criticar por ser un poco distraído, pero no mucho. Todo el mundo lucha, evidentemente, pero yo más que los demás; la mayoría de la gente lucha como durmiendo, como cuando en medio del sueño se mueve la mano para ahuyentar una visión, pero yo he dado un paso al frente y lucho empleando concienzuda y escrupulosamente todas mis fuerzas. ¿Por qué me he separado de la masa, ruidosa en sí, pero en este aspecto angustiosamente silenciosa?

¿Por qué he atraído la atención hacia mí? ¿Por qué soy ahora el número uno en la lista del enemigo? No lo sé. Otra vida no me pareció digna de ser vivida. La historia militar llama a tales personas soldados natos. Y sin embargo no es así, yo no espero alcanzar la victoria y no me gusta combatir por combatir, sino porque es lo único que hay que hacer. En este sentido, sin embargo, me gusta más de lo que soy capaz de disfrutar, me causa más deleite del que puedo regalar, y tal vez yo sucumba no a consecuencia del combate sino de ese deleite.

Son gente extraña y, sin embargo, mi gente. Hablan como libertos, con la inconsciencia del liberto, un poco ebrios, ni por un momento tienen tiempo de reconocerse. Como un amo con un amo, así hablan entre ellos, cada uno presupone en el otro libertad y el derecho a disponer de sí mismo. Pero en el fondo no han cambiado, las opiniones siguen siendo las mismas, y también los movimientos, la mirada. Sin embargo, hay algo diferente, pero no puedo captar esa diferencia; si hablo de ser-liberto, es sólo como intento de explicación, porque carezco de otra. ¿Por qué iban a sentirse liberados? Todos los círculos y subordinaciones siguen existiendo, la tensión entre todos y cada uno de los individuos continúa intacta, cada uno está en su puesto y tan preparado para el combate que le fue asignado que incluso no habla de otra cosa, independientemente de lo que se le pregunte. En qué consiste pues esa diferencia; olfateo como un perro en torno a ellos y no la encuentro.

Al volver por la noche a casa, unos labriegos vieron a un viejo completamente desmadejado en el fondo de una cuneta. En un primer momento daba la impresión de estar totalmente borracho, pero no estaba borracho. Tampoco parecía enfermo, ni debilitado por el hambre, ni extenuado por alguna herida, por lo menos negaba con la cabeza cuando le preguntaban esas cosas. «¿Quién eres, entonces?», le preguntaron por fin. «Soy un gran general», dijo sin levantar la vista. «¡Ah, bueno! -dijeron-, así que ésa es tu enfermedad.» «No -dijo-, lo soy de verdad.» «Pues claro -le dijeron-, ¿de qué otra manera ibas a serlo.» «Reíos como os parezca -dijo-, no os castigaré.» «Pero si no nos reímos -dijeron-, sé lo que quieras, sé general en jefe, si quieres.» «Pues eso es lo que soy, general en jefe.» «Ya ves cómo lo hemos notado. Pero eso no nos concierne, sólo queríamos indicarte que esta noche hará mucho frío y que por eso debes marcharte de aquí.» «No puedo marcharme y tampoco sabría adónde ir.» «¿Y por qué no puedes marcharte?» «No puedo andar, no sé por qué. Si pudiera andar, volvería a ser en el mismo instante general en medio de mis soldados.» «Te han expulsado del ejército, ¿verdad?» «¿A un general? No, me he caído.» «¿De dónde?» «Del cielo.» «¿De allá arriba?» «Sí.» «¿Allá arriba está tu ejército?» «No. Pero preguntáis demasiado. Marchaos y dejadme.»

Consolidación. En la tienda, éramos cinco empleados, el contable, un hombre miope y melancólico que, desplegado como una rana sobre el libro mayor, permanecía en silencio, sólo con una respiración trabajosa que lo elevaba y hundía ligeramente, luego el dependiente, un hombre bajito y con un amplio tórax de atleta, sólo necesitaba apoyar una mano en el mostrador y saltaba al otro lado con gracia y facilidad, únicamente el rostro continuaba serio, mirando severamente en derredor. Luego teníamos una vendedora, una soltera entrada en años, delgada y frágil, con un traje ceñido, solía llevar la cabeza ladeada, y sonreía con los delgados labios de su boca grande. Yo, el aprendiz que no tenía mucho más que hacer que rondar en torno al mostrador con un trapo del polvo, tenía ganas muchas veces de acariciar o incluso de besar la mano de nuestra empleada, una mano larga, débil, reseca, de color madera, cuando, distraída y ausente, reposaba sobre el mostrador, o también -eso habría sido la cima de mis deseos- dejar que el rostro descansara allí, donde se sentía tan a gusto, y sólo cambiarlo de vez en cuando de posición, para ser justo y que cada mejilla gozara de aquella mano. Pero jamás sucedió eso, sino que cuando yo me acercaba, ella extendía justamente esa mano y me asignaba una nueva tarea, en algún lejano rincón o arriba, en lo alto de la escalera de mano. Esto último era especialmente desagradable porque como teníamos alumbrado de gas las llamas daban un calor asfixiante, además yo padecía un poco de vértigo, muchas veces me mareaba allí arriba, a veces, pretextando querer limpiar a fondo, metía la cabeza en una estantería y lloraba un ratito o, cuando nadie levantaba la vista, le soltaba a nuestra empleada un breve discurso silencioso haciéndole grandes reproches, sabía desde luego que ella no tenía poder de decisión, ni allí ni en ninguna otra parte, pero de alguna manera creía que podría tener tal poder cuando quisiera, y que lo utilizaría entonces en mi favor. Pero no quería, ni siquiera ejercía el poder de que disponía. Por ejemplo, ella era, entre todos nosotros, la única persona a la que hacía un poco de caso el recadero de la tienda, un ser de lo más cerril; sí, claro, era el de más antigüedad en la tienda, había trabajado ya con el antiguo jefe, había vivido muchísimas cosas de las que no teníamos ni idea los demás, pero de todo eso él sacaba la errónea conclusión de que entendía de todo más que los demás, que, por ejemplo, sabía llevar los libros de cuentas no sólo igual de bien sino mucho mejor que el contable, que sabía servir a la clientela mejor que el dependiente y así sucesivamente, y que sólo por un acto de libre albedrío había aceptado aquel puesto de recadero después de que no se pudo encontrar a nadie, ni siquiera a un inepto. Así que, no habiendo tenido nunca una constitución muy fuerte y siendo ahora ya una ruina de hombre, se afanaba desde hacía cuarenta años arrastrando la carretilla de mano, los cajones y los paquetes. Lo había tomado a su cargo voluntariamente, pero eso se había olvidado, corrían otros tiempos, ya no valoraban sus méritos, y mientras que en la tienda se cometían por doquier los errores más garrafales, él tenía que tragarse la desesperación que eso le causaba, sin que le dejaran intervenir, y seguir atado a su duro trabajo.

Ha ladeado la cabeza, en el cuello que así queda al descubierto, hirviendo en la sangre y la carne abrasadas, hay una herida causada por un rayo que aún sigue cayendo.

En la cama, la rodilla un poco levantada, acostado entre los pliegues de la manta, enorme como una estatua de piedra junto a la escalinata de un edificio oficial, inmóvil entre la muchedumbre que va y viene animadamente, y sin embargo en una lejana relación con ella, una relación casi inconcebible por su lejanía.
Hay un país donde sólo se reza a un grupo de divinidades, a las que dan el nombre de «Dientes apretados». Ayer estuve en su templo. Me recibió un sacerdote, al pie de la escalinata. Para poder entrar, se necesita antes una cierta iniciación. Ésta consiste en que el sacerdote le pasa al visitante rápidamente de arriba abajo por la nuca las aceradas puntas de los dedos. Luego se entra en el atrio, que está cargado de ofrendas. Al pórtico y al santuario tiene acceso todo el mundo, pero en la pieza interior sólo pueden entrar el sacerdote y los no creyentes. «No verás mucho -dijo el sacerdote sonriendo-, pero puedes entrar.»
Se puede comprobar qué grande es el ámbito de la vida por el hecho de que la Humanidad, desde tiempos inmemoriales, está inundada de palabras, y por otra parte las palabras sólo son posibles cuando se quiere mentir.

La confesión y la mentira son una misma cosa. Para poder confesar, se miente. Lo que uno es, no puede expresarse, pues eso se es sin más; sólo se puede comunicar lo que no se es, o sea, la mentira. Sólo hablando a coro puede haber una cierta verdad.

Era la escuela nocturna para aprendices de comercio, les habían puesto un pequeño problema de aritmética que tenían que resolver por escrito. Pero había tal estruendo en todos los bancos que nadie podía hacer cuentas por buena voluntad que tuviera. El más silencioso era el profesor, un estudiante joven y escuálido que desde lo alto de su pupitre se aferraba de alguna manera a la creencia de que los alumnos estaban solucionando el problema y que él, por tanto, podía estudiar sus propias cosas, lo que en efecto hacía apretándose los oídos con los pulgares. Entonces llamaron a la puerta, era el inspector de la escuela nocturna. Los chicos enmudecieron al instante, en la medida en que eso era posible estando desencadenadas todas las fuerzas, el profesor puso el diario de clase sobre sus cuadernos. El inspector, un hombre todavía joven, no mucho mayor que el estudiante, recorrió la clase con unos ojos cansados, visiblemente miopes. Luego subió a la tarima, cogió el diario de clase, no para abrirlo sino para poner al descubierto los cuadernos de estudio del profesor, le hizo al profesor un gesto de que se sentara, y él, medio al lado, medio enfrente, se sentó en la otra silla. Tuvo lugar entonces la siguiente conversación, que la clase entera -las filas de detrás se habían levantado para ver mejor- escuchó atentamente.
INSPECTOR.-De modo que aquí no se estudia en absoluto. El ruido ya lo oía yo desde el piso de abajo.
PROFESOR.-Hay en la clase varios chicos muy traviesos, pero los otros están trabajando con un problema de aritmética.
INSPECTOR.-No, nadie trabaja, y además no puede ser de otra manera si usted está sentado aquí arriba estudiando derecho romano.
PROFESOR.-Es verdad, he aprovechado para estudiar este rato en que la clase hace deberes por escrito, quería quitarme hoy un poco de trabajo nocturno, durante el día no tengo tiempo de estudiar.
INSPECTOR.-Bueno, eso suena de lo más inocente, pero vamos a examinarlo un poco más de cerca. ¿En qué escuela estamos?
PROFESOR.-En la escuela nocturna para aprendices de la Cooperativa del Comercio.
INSPECTOR.-¿Es una escuela superior o una escuela elemental?
PROFESOR.-Elemental.
INSPECTOR.-¿Tal vez una de las más elementales?
PROFESOR.-Sí, una de las más elementales.
INSPECTOR.-Eso es cierto, es una de las más elementales. Es más elemental que la escuela primaria, porque en la medida en que la materia de enseñanza no es una repetición de la materia de enseñanza de las Escuelas Primarias, o sea algo todavía respetable, se trata de las nociones más rudimentarias. O sea, todos nosotros, alumnos, profesores y yo, el inspector, trabajamos -o más bien debemos trabajar en cumplimiento de nuestro deber- en una de las escuelas más elementales. ¿Es que esto es deshonroso?
PROFESOR.-No, el aprender nunca es deshonroso. Además, para los chicos esta escuela es sólo transitoria.
INSPECTOR.-¿Y para usted?
PROFESOR.-Para mí, en el fondo, también.
……………………..

No era la celda de una cárcel, pues la cuarta pared estaba completamente abierta. Pero la idea de que ese lado también estuviese tapiado o pudiesen tapiarlo era horrible, pues entonces, teniendo en cuenta el tamaño del recinto, que tenía un metro de profundidad y una altura poco mayor que la mía, yo estaba en un ataúd vertical de piedra. Sólo provisionalmente estaba sin tapiar, yo podía sacar las manos libremente y, si me agarraba a un garfio de hierro que había en el techo, podía también asomar con cuidado la cabeza, con cuidado, eso sí, porque no sabía a qué altura del suelo se encontraba mi celda. Parecía estar muy alta, en cualquier caso yo no veía a lo hondo otra cosa que bruma gris, como también, por cierto, a la derecha, a la izquierda y a lo lejos, sólo hacia arriba parecía difuminarse un poco. Era la vista que se podría tener desde una torre en un día gris.
Estaba cansado y me senté en el borde delantero, dejando colgar los pies. Lo molesto era estar completamente desnudo, si no, hubiera podido anudar pieza por pieza toda la ropa, atarla al gancho de arriba y dejarme caer un buen trecho por debajo de mi celda, y explorar tal vez un par de cosas. Por otra parte, estaba bien que no pudiera hacerlo, porque, con mi desasosiego, es muy posible que lo hubiera hecho pero la cosa habría podido acabar muy mal. Mejor no tener nada y no hacer nada.
En la celda, que por lo demás estaba totalmente vacía y tenía las paredes desnudas, había en el suelo, al fondo, dos agujeros. El agujero de uno de los rincones parecía hacer las veces de evacuatorio, delante del agujero del otro rincón había un pedazo de pan y un barrilito dé madera clavado a tornillo que contenía agua, era allí, pues, por donde me metían la comida.

Al principio, yo no tenía la menor aversión, y miedo menos aún, a las serpientes. Es ahora cuando está empezando el miedo. Pero eso tal vez sea obvio, en mi situación. En primer lugar, no hay serpientes en toda la ciudad, excepto en colecciones o en tiendas especializadas, pero mi habitación está inundada de ellas. Empezó con que yo estaba sentado una tarde ante mi mesa escribiendo una carta. No tengo tintero y utilizo una gran botella de tinta. Justo cuando quería volver a meter la pluma veo cómo sale por el cuello de la botella la cabecita delicada y plana de una serpiente. Su cuerpo cuelga en el interior, y se pierde abajo, en la tinta muy revuelta. Eso era desde luego extrañísimo, pero dejé al punto de mirarla, cuando caí en la cuenta de que acaso fuese una serpiente venenosa, lo que era muy probable, porque silbaba sospechosamente y una amenazadora estrella de tres colores…

No es que estés sepultado en la mina y las masas de piedra te separen a ti, frágil individuo, del mundo y de su luz, sino que estás fuera y quieres llegar hasta el que ha quedado sepultado y eres impotente frente a las piedras, y el mundo y su luz te hacen aún más impotente. Y a cada instante se ahoga el que tú quieres salvar, de forma que tienes que trabajar como un loco, y nunca se ahogará, de forma que nunca terminarás el trabajo.

Era un pequeño grupo de gente el que estaba reunido en la elevada terraza, bajo el tejado sostenido por columnas. Tres escalones llevaban hasta el jardín. Había luna llena y era una cálida noche de junio. Todos estaban muy animados, todo nos hacía reír; cuando un perro ladraba a lo lejos, nos echábamos a reír.

«¿Estamos en el buen camino?», pregunté a nuestro guía, un judío griego. A la luz de las antorchas, volvió hacia mí su triste, suave, pálido rostro. Al parecerle daba completamente igual que estuviésemos o no en el buen camino. ¿Cómo habíamos ido a dar con ese guía, que, en lugar de guiarnos por las catacumbas de Roma, se limitaba a acompañarnos en silencio por donde íbamos nosotros? Yo me detuve y esperé a que estuviéramos juntos todos los del grupo. Pregunté si no faltaba nadie; nadie echaba de menos a nadie. Yo tuve que contentarme con eso, porque, personalmente, no conocía a ninguno de ellos; extraños entre la masa de gente, habíamos bajado a las catacumbas detrás del guía, sólo ahora intentaba conocerlos un poco.

Tengo un potente martillo, pero no lo puedo utilizar porque su mango está al rojo vivo.

Muchos rondan en torno al monte Sinaí. No es claro su lenguaje: o son locuaces, o gritan o son herméticos. Pero ninguno de ellos desciende en línea recta por una calle recién hecha, amplia, lisa, que a su vez agrande y acelere los pasos.

Escribir como forma de oración.

Diferencia entre Zürau y Praga. ¿No luché bastante entonces?

¿No luchó bastante? Cuando trabajaba, ya estaba perdido, eso lo sabía él, se decía abiertamente: si dejo de trabajar, estoy perdido. ¿Fue entonces un error que empezara a trabajar? Lo dudo.

Creía haber hecho una estatua, pero sólo había estado dando golpes todo el tiempo en la misma muesca, por tozudez, pero más aún por falta de ideas.

El desierto espiritual. Los cadáveres de las caravanas de tus tiempos antiguos y recientes.

Nada, sólo imagen, nada más, olvido completo.

En el caravasar no existía el sueño, allí no dormía nadie; pero si no se dormía ¿por qué se iba allí? Para que descansaran los animales de carga. Era sólo un espacio pequeño, un oasis diminuto, pero estaba totalmente ocupado por el caravasar, que desde luego era inmenso. Para un forastero, allí era imposible -eso me pareció a mí al menos- orientarse. También se debía a cómo estaba construido. Por ejemplo, se llegaba al primer patio, desde allí dos arcos de medio punto, a unos diez metros de distancia uno del otro, llevaban hasta un segundo patio, se pasaba por uno de los arcos y se llegaba, en lugar de a otro gran patio, como uno había esperado, a una plaza pequeña y oscura, entre muros altos como torres, sólo a mucha altura se veían galerías iluminadas. Uno creía entonces que se había equivocado y quería volver al primer patio, pero casualmente no se volvía por el arco por el que se había venido, sino por el otro de al lado. Entonces, sin embargo, no se estaba en la primera explanada sino en otro patio mucho mayor, lleno de ruido, de música y de gruñidos de animales. De modo que uno se había equivocado, se retrocedía hasta la plaza oscura y se atravesaba el primer arco. Esfuerzo inútil, otra vez estaba uno en la segunda plaza y había que ir preguntando por diversos patios hasta que se llegaba otra vez al primero, del que se había salido dando un par de pasos. Lo desagradable era entonces que el primer patio estaba siempre repleto, allí apenas había posibilidad de encontrar acomodo. Casi parecía como si los alojamientos del primer patio estuviesen ocupados por huéspedes fijos, pero eso en el fondo era imposible, pues allí sólo se alojaban caravanas, quién, aparte de ellas, habría querido o podido vivir en esa suciedad y ese estruendo, además aquel pequeño oasis no ofrecía otra cosa que agua y estaba a muchas millas de los grandes oasis. Así que lo que es habitar, vivir allí, eso no podía quererlo nadie, salvo quizás el dueño del caravasar y sus empleados, pero, aunque he estado allí algunas veces, a ésos nunca los he visto, ni tampoco he oído hablar de ellos. También resulta difícil imaginar que, si existiese un dueño, permitiese tal desorden, incluidos los actos de violencia que allí eran habituales día y noche. Yo tenía más bien la impresión de que allí mandaba siempre la caravana más poderosa y luego, gradualmente conforme a su importancia, las otras. No obstante, eso no lo explica todo. La gran puerta de entrada, por ejemplo, solía estar cerrada a cal y canto; abrirla para las caravanas que entraban o salían era siempre una especie de ceremonia solemne que había que llevar a cabo con todo detalle. Muchas veces las caravanas han pasado horas y horas achicharrándose al sol, antes de que se les permitiera la entrada. Eso era desde luego pura arbitrariedad, pero no había forma de saber el motivo. Así que se estaba fuera y se tenía tiempo de observar el friso que circundaba la antigua puerta. Había en torno a esa puerta dos, tres filas de ángeles en altorrelieve tocando las trompetas; uno de esos instrumentos, justo al nivel de la curvatura de la puerta, se prolongaba bastante hacia abajo, por donde entraban las caravanas. Siempre había que conducir con mucha precaución a los animales para que no lo rozaran; era curioso, habida cuenta sobre todo del estado ruinoso de toda la construcción, que ese trabajo, muy bueno por lo demás, no estuviese deteriorado, ni siquiera por obra de quienes, furiosos e impotentes, habían estado esperando tanto tiempo ante la puerta. Tal vez esté en relación con ello el hecho de que…

Es una vida entre bastidores. Es de día, una mañana al aire libre, luego oscurece enseguida y ya es de noche. No es una simulación complicada, pero hay que aceptarla mientras se está en escena. Sólo es posible escapar por el foro, si uno tiene fuerzas para ello: rajar el telón de fondo y, atravesando los jirones de cielo pintado, saltando por encima de diversos cachivaches, huir a la calle verdadera, angosta, oscura y húmeda, una calle que por su proximidad al teatro se sigue llamando calle del Teatro, pero que es verdadera y tiene todas las profundidades de la verdad.

-¿Con este trozo de madera retorcida quieres tocar la flauta?
-Nunca se me habría ocurrido; sólo porque tú lo esperas, voy a hacerlo.
-¿Que yo lo espero?
-Sí, porque al ver mis manos, te dices a ti mismo que no hay madera que se resista a sonar conforme a mi voluntad.
-Tienes razón.

Un pez va a la deriva en medio de dos corrientes y, miedoso y alegre, mira hacia abajo, donde algo se mueve tenuemente en lo hondo del fango, y luego, miedoso y alegre, mira hacia arriba, donde algo se dispone a hacer grandes cosas en las altas aguas.

Por la noche cerró de un portazo su tienda y corrió hacia arriba como quien va a una opereta.

Si corres todo el tiempo hacia delante, sin dejar de chapotear en el aire tibio, con las manos hacia los lados como aletas, si en el semisueño de la prisa echas una mirada fugaz a todo aquello por lo que pasas, también dejarás un día que pase a tu lado el coche. Pero si permaneces firme, dejando con la fuerza de la mirada crecer las raíces en anchura y profundidad -nada puede removerte y no son raíces, sino únicamente la fuerza de tu mirada concentrada en un punto-, entonces verás también la oscura e invariable lejanía, de la que no puede venir otra cosa que justamente algún día ese coche: se acerca, cada vez es más grande, en el momento en que llega a tu lado llena el mundo y tú te hundes en él como un niño en el mullido asiento de un carruaje que viaja en medio de la noche y la tormenta.

No os hagáis ninguna imagen…

Había un pequeño grupo de gente en la reducida habitación, por la tarde, a la hora del té. Un pájaro, un cuervo, describía círculos encima de ellos, les tiraba de los pelos a las chicas y metía el pico en las tazas. Ellos no se ocupaban de él, cantaban y reían, entonces él se atrevió a más…

La fatiga. «Dales clase a los niños», me dijeron. La pequeña habitación estaba de bote en bote. Algunos se habían dejado empujar tanto contra la pared que daba miedo verlo, por otra parte se defendían y rechazaban a los otros, así que aquella masa estaba todo el tiempo en movimiento. Sólo algunos niños mayores, que sobrepasaban en altura a los demás y no tenían nada que temer de ellos, estaban apoyados tranquilamente en la pared del fondo y me miraban a mí.

Los señores del látigo estaban reunidos, caballeros fuertes y esbeltos, siempre preparados, se llamaban los señores del látigo pero lo que tenían en las manos eran varas, estaban en la pared del fondo del salón de gala, y entre los espejos. Yo entré con mi novia, era la boda. Por una puerta estrecha que había frente a nosotros apareció la familia, contoneándose, mujeres voluminosas, a su izquierda hombres bajitos en trajes de etiqueta cerrados hasta el cuello y andando a pasitos cortos. Algunos de ellos levantaron asombrados los brazos al ver a mi novia, pero todavía estaba todo en calma.

Yendo un domingo de paseo, me alejé de la ciudad más de lo que me había propuesto. Y después de haber llegado tan lejos, tuve ganas de seguir andando. En un montículo había una vieja encina, muy retorcida pero no muy grande. Me recordó en cierto modo que ya iba siendo hora de regresar. Estaba haciéndose de noche. Yo estaba delante del árbol, acaricié su vieja corteza y leí dos nombres grabados en ella. Los leí, pero sin retenerlos, era como una especie de obstinación infantil que, al no querer yo seguir, al menos me retenía allí para no dejarme regresar. A veces se está bajo el hechizo de esas fuerzas, uno puede romperlo fácilmente, es sólo una especie de broma sutil de un desconocido, pero era domingo, no me perdía nada, estaba ya cansado y por eso aceptaba todo. Entonces me di cuenta de que uno de los nombres era Josef y me acordé de un amigo del colegio que se llamaba así. Yo lo recordaba como un niño pequeño, el más bajito de la clase quizás, durante unos años había sido mi compañero de pupitre. Era feo, incluso a nosotros, que en aquel entonces entendíamos más de fuerza y habilidad -y él tenía ambas cosas- que de belleza, nos parecía muy feo.

Corríamos delante de la casa. Había allí un mendigo con una armónica. Su vestido, una especie de sotana, estaba tan deshilachado por abajo como si en su momento la tela no hubiese sido cortada con las tijeras sino arrancada de la pieza por la fuerza bruta. Y en cierto modo casaba con eso la expresión de trastorno del mendigo, que parecía haber despertado de un profundo sueño y que no conseguía orientarse pese a todos los esfuerzos. Era como si continuamente volviera a dormirse y continuamente lo volvieran a despertar.
Los niños no nos atrevíamos a hablarle y a pedirle una canción como a otros músicos callejeros. Además no dejaba de recorrernos con la mirada, como si notara nuestra presencia pero no pudiese vernos tan exactamente como quería.
Así que esperamos hasta que llegó nuestro padre. Estaba al fondo, en el taller, tardó un ratito en atravesar todo el pasillo.
-¿Quién eres? -preguntó en la habitación de al lado con voz alta y adusta, la mirada era de malhumor, quizás no le agradara nuestra forma de comportarnos con el mendigo, pero nosotros no habíamos hecho nada y, en cualquier caso, aún no habíamos echado nada a perder. Nos quedamos aún más callados, si cabe. El silencio era, en efecto, total, sólo se oía el susurro del tilo que había delante de nuestra casa.
-Soy italiano -dijo el mendigo, pero no como quien da una respuesta, sino como quien hace una confesión de culpas. Era como si aceptara a nuestro padre como a dueño y señor. Apretaba la armónica contra el pecho, como si fuera su protección…

El labio inferior lo tenía inmovilizado con los dientes de arriba, miraba al vacío y no se movía. «Tu comportamiento es completamente absurdo. ¿Qué te ha pasado? Tu negocio no marcha a las mil maravillas, pero tampoco va tan mal; y aun suponiendo que se fuese a pique -pero eso no es el caso en absoluto- tú te seguirás manteniendo a flote en donde sea sin el menor problema, eres joven y de buena salud, fuerte, trabajador y comerciante diplomado, sólo tienes a tu madre a tu cargo, así que, hombre, por favor, serénate y dime: ¿por qué me has llamado en pleno día y por qué estás sentado ahí con esa cara?» Hubo entonces un pequeño silencio, yo estaba sentado en el alféizar de la ventana, él en una silla en el centro de la habitación. Al cabo, dijo: «Bueno, voy a explicártelo todo. Es cierto todo lo que has dicho, pero ten en cuenta lo siguiente: desde ayer no ha parado de llover, hacia las cinco de la tarde -echó una ojeada al reloj- empezó ayer a llover, y ahora son las cuatro y sigue lloviendo. Eso le da a uno que pensar. Pero mientras que normalmente sólo llueve en la calle y no en las habitaciones, esta vez parece que es al revés. Hazme el favor de mirar por la ventana: abajo está seco, ¿no es verdad? Así que ya ves. Aquí sin embargo el agua no para de subir. Bueno, pues que suba. Es una cosa terrible, pero yo lo aguanto. Un poco de buena voluntad y uno lo soporta, es cuestión de flotar con la silla a un nivel un poco más alto, la situación no cambia mucho, todo flota y uno flota un poco más arriba. Pero las gotas de lluvia dándome en la cabeza, eso no lo soporto. Parece una tontería, pero esa tontería es precisamente lo que no soporto, o puede incluso que soportara tal cosa, pero si hay algo que no puedo soportar es el estar indefenso. Y estoy indefenso; me pongo un sombrero, abro el paraguas, sostengo un tablero por encima de la cabeza, es inútil: o bien la lluvia lo va empapando y calando todo, o bien por debajo del sombrero, del paraguas, del tablero empieza otra lluvia igual de contundente».

Me hallaba en el despacho del ingeniero de minas. Era una barraca de madera con un infame piso de tierra, apisonado muy a la ligera. Una bombilla desprovista de pantalla ardía en el centro de la habitación. «¿Quiere usted que lo contratemos?», dijo el ingeniero, apoyando por su lado izquierdo la mano en la frente y sosteniendo con la mano derecha la pluma sobre un papel. No fue una pregunta, sólo lo dijo para sí mismo, era un hombre joven y enteco, de estatura menos que mediana, tenía que estar muy cansado, probablemente los ojos eran por su natural así de pequeños y aplanados, pero parecía como si las fuerzas no le bastaran para abrirlos del todo. «Siéntese», dijo entonces. Pero allí sólo había un cajón de embalaje abierto por un lateral, del que habían salido rodando pequeñas piezas de maquinaria. Me senté sobre el cajón. El ingeniero se había independizado ahora por completo del escritorio, sólo la mano derecha seguía allí en la misma posición, por lo demás se había recostado en la silla, la mano izquierda la tenía en el bolsillo del pantalón, y me miraba. «¿Quién lo ha enviado a usted?», preguntó. «He leído en una revista del ramo que aquí toman gente», dije. «Vaya -dijo sonriendo-, así que ha leído usted eso. Sin embargo tiene usted una forma bien burda de abordar el asunto.» «¿Qué significa eso? -pregunté-. No le entiendo.» «Eso significa -dijo- que aquí no se toma a nadie. Y si no se toma a nadie, tampoco se le puede tomar a usted.» «De acuerdo, de acuerdo -dije levantándome molesto-, para escuchar esto no hacía falta que me sentara. -Pero luego me lo pensé mejor y pregunté-: ¿No podría pasar aquí la noche? Está lloviendo fuera y hasta la aldea hay más de una hora de camino.» «Yo no tengo aquí habitaciones de huéspedes», dijo el ingeniero. «¿No podría quedarme aquí en la oficina?» «Aquí trabajo yo y allí -señaló una esquina- es donde duermo.» Allí había mantas, en efecto, y también un poco de paja, pero había también cosas tan diversas, apenas reconocibles, sobre todo herramientas, que hasta ese momento no me había parecido que fuera un lugar donde se dormía.

… levantármelo. Lo hice y él dijo: «Estoy aquí de viaje, no me moleste, abra su camisa y acérqueme a su cuerpo». Lo hice, él dio una gran zancada y desapareció en mí como en una casa. Yo me estiré como cuando se tiene un ahogo, casi me sobrevino un desmayo, dejé caer la pala y me fui a casa. Allí había hombres a la mesa que comían de una fuente común, las dos mujeres estaban junto al fogón y la pila de lavar. Conté enseguida lo que me había ocurrido, al hacerlo caí sobre el banco que había junto a la puerta, todos me rodearon. Fueron a buscar a una finca vecina a un anciano de acreditada fama. Mientras esperaban, se acercaron a mí unos niños, nos dimos unos a otros las manos, entrelazamos los dedos…

Era un río, unas aguas turbias; se deslizaban en ondas planas y silenciosas, con gran prisa, pero una prisa como perezosa, como demasiado uniforme. Quizás no fuese posible otra cosa, por estar demasiado lleno…

Un jinete cabalgaba por un sendero del bosque, delante de él corría un perro. Detrás de él iban unos gansos, una niña los hacía avanzar con una vara. Aunque todos ellos, desde el perro que corría delante hasta la niña que iba detrás, andaban lo más deprisa posible, la rapidez no era muy grande, cada uno se adaptaba fácilmente al paso de los demás. Por cierto que también los árboles del bosque marchaban a ambos lados, como de mala gana, cansinamente, aquellos viejos árboles. Se unió a la muchacha un joven atleta, un nadador, nadaba con fuertes brazadas, la cabeza hundida en el agua, porque en torno a él había agua con oleaje, y según nadaba, el agua avanzaba con él, luego llegó un carpintero, que tenía que entregar una mesa, la llevaba a la espalda sujetando con las manos las dos patas delanteras, seguía tras él el correo del zar, pesaroso por tropezarse con tanta gente en aquel bosque, todo el tiempo estiraba el cuello para ver cómo estaba la cosa por delante y por qué aquello avanzaba tan abominablemente despacio, pero no tenía más remedio que conformarse, al carpintero de delante seguramente lo habría podido adelantar, pero cómo iba a atravesar el agua que rodeaba al nadador. Detrás del correo iba, cosa curiosa, el propio zar, un hombre todavía joven de perilla rubia y de rostro fino y delicado pero carnoso, un rostro que conocía los placeres de la vida. Allí se hacían ostensibles las desventajas de imperios tan grandes, el zar conocía a su correo, el correo no conocía a su zar, el zar estaba dando un breve paseo de recreo y no iba menos deprisa que su correo, o sea, que él habría podido llevar personalmente sus mensajes.

Pasé el primer guardián. Después me asusté, retrocedí y le dije al guardián: «He pasado de largo cuando te diste la vuelta». El guardián miraba hacia delante y callaba. «Seguramente no debería haberlo hecho», dije. El guardián continuaba callado. «¿Significa tu silencio que me permites pasar?» …

Se había hecho venir a dos trilladores, estaban con sus trillos en la oscuridad del pajar. «Ven», dijeron, y me tendieron sobre la era. El labriego estaba apoyado en la puerta, medio fuera, medio dentro.

El animal le arranca el látigo al amo y se azota a sí mismo para convertirse en amo, y no sabe que es sólo una quimera originada por otro nudo en la correa del látigo de su amo.

El hombre es un enorme terreno pantanoso. Si se apodera de él el entusiasmo, en su conjunto es como si en algún rincón de ese pantano una rana pequeñita saltara al agua verde.

Si una sola persona fuese capaz de quedarse una palabra detrás de la verdad, pero todos (y yo también en esta sentencia) la adelantan con centenares de ellas.

A decir verdad, todo este asunto no me interesa nada. Yo estoy tumbado en el rincón, miro, en la medida en que uno puede mirar estando echado, escucho, en la medida en que lo entiendo, por lo demás vivo desde hace meses en un crepúsculo y espero a que llegue la noche. Muy distinto mi compañero de celda, un hombre inflexible, antiguo capitán. Entiendo muy bien su estado de ánimo. Opina que su situación es comparable a la de un explorador polar, que está Dios sabe dónde hundido en el hielo y perdida la esperanza, pero que será salvado sin lugar a dudas o, mejor dicho, que ya ha sido salvado, como se puede leer en la historia de las expediciones al Polo. Y entonces surge el siguiente dilema: el hecho de que vayan a salvarle es para él sin duda algo independiente de su voluntad, lo salvarán simplemente por la fuerza triunfante de su personalidad, pero ¿ha de desearlo? Que lo desee o no, eso no cambiará nada, a él lo van a salvar, sin embargo queda en pie la cuestión de si debe desearlo o no. Esa cuestión aparentemente tan fuera de lugar es la que le tiene preocupado, la examina a fondo, me la expone a mí, la comentamos entre los dos. No comprende que ese planteamiento sella definitivamente su destino. De la liberación en sí no hablamos. Para salvarse le basta el martillito que se ha procurado en alguna parte, un martillito para clavar chinchetas en un tablero de dibujo, para más no podría servir, pero él tampoco quiere utilizarlo, el hecho de poseerlo es lo que le encanta. A veces se arrodilla a mi lado y me planta delante de las narices el martillito visto ya mil veces, o me coge la mano, la pone bien abierta en el suelo y le va dando por turno un martillazo a cada dedo. Sabe que con ese martillo no puede hacer saltar ni el más pequeño fragmento de pared, tampoco lo quiere, lo único que hace a veces es pasar suavemente el martillo por las paredes como si con él pudiera dar la señal que pusiera en marcha el gran mecanismo de la liberación que le aguarda. No será exactamente así, la liberación empezará en su momento, independientemente del martillo, pero el martillo ya es algo, una cosa tangible, una garantía, algo que se puede besar como nunca se podrá besar la liberación propiamente dicha.
Ahora bien, mi respuesta a sus preguntas es muy sencilla: «No, la liberación no hay que desearla». No quiero formular leyes generales, eso es asunto de los carceleros. Hablo sólo de mí. Y de mí sé decir que casi no he podido soportar la libertad, esa misma libertad que ahora va a ser nuestra salvación, o que realmente no la he soportado, puesto que ahora estoy en la cárcel. Por otra parte, la cárcel no era exactamente la meta de mis deseos, lo que yo deseaba era simplemente marcharme, tal vez a otro planeta, por lo pronto a otro planeta. ¿Pero sería respirable para mí aquel aire y no me ahogaría allí como me ahogo aquí en esta celda? Así que lo mismo habría podido desear la celda.
A veces vienen a nuestra celda dos carceleros para jugar en ella a las cartas. No sé por qué lo hacen, en el fondo, es casi como suavizar hasta cierto punto la pena. Suelen llegar a última hora de la tarde, yo entonces tengo siempre un poco de fiebre, no puedo mantener abiertos los ojos y los veo a los dos muy confusamente a la luz del gran farol que traen con ellos. ¿Sigue siendo esto una celda, si hasta los carceleros se encuentran a gusto en ella? Pero no siempre me alegra esa reflexión, surge en mí una conciencia de clase en tanto que presidiario, ¿qué buscan éstos entre los presidiarios? Me alegra sin duda que estén aquí, me siento seguro gracias a la presencia de esos hombres poderosos, además me siento elevado por encima de mí mismo, pero por otra parte tampoco quiero eso, quiero abrir la boca y expulsarlos de la celda con sólo la fuerza de mi respiración.
Se puede decir, indudablemente, que el capitán se ha vuelto loco de resultas de la prisión. Su horizonte mental es tan limitado que ya apenas tiene cabida en él un solo pensamiento. El pensamiento relativo a la liberación lo ha pensado, literalmente, hasta agotarlo, y no ha quedado sino un pequeño residuo, lo estrictamente necesario para seguir cultivándolo de manera un poco forzada, pero también ese recurso lo abandona a veces, luego sin embargo echa mano de él otra vez y después resopla literalmente de dicha y orgullo. Pero por eso yo no soy superior a él, en el método tal vez, en algo secundario tal vez, pero en nada más.

Un día lluvioso. Estás de pie, ante el titileo de un charco. No estás cansado, ni triste, ni pensativo, estás allí simplemente con toda tu pesantez terrestre y esperas a alguien. Oyes entonces una voz, cuyo mero sonido, todavía sin las palabras, te hace sonreír. «Ven conmigo», dice la voz. Pero en tu entorno no hay nadie con quien puedas irte. «Iría -dices-, pero no te veo.» Después ya no oyes nada. Pero llega el hombre al que estabas esperando, un hombre alto y fuerte de ojos pequeños, cejas muy pobladas, mejillas carnosas, un poco fláccidas, y una perilla. Tienes la impresión de haberlo visto ya en otra ocasión. Claro que lo has visto, es tu viejo corresponsal, habíais quedado en veros los dos allí para discutir a fondo un asunto de negocios pendiente desde hacía tiempo. Pero aunque está delante de ti y del ala de su bien conocido sombrero empieza a gotear la lluvia, le reconoces a duras penas. Hay algo que te está entorpeciendo, quieres liberarte de ello, tomar directamente contacto con el hombre y por eso lo agarras del brazo. Pero al punto tienes que soltarlo otra vez, con un escalofrío. ¿Qué has tocado? Te miras la mano, pero aunque no ves nada, el asco te produce náuseas. Inventas una disculpa que probablemente no lo es, porque mientras la estás diciendo la has olvidado y te marchas, te vas derecho al interior de la pared de una casa -el hombre te llama, quizás quiera prevenirte, tú haces un gesto negativo-, la pared se abre ante ti, un criado alumbra el camino con un candelabro, le sigues. Pero no te lleva a un domicilio particular sino a una farmacia.
Es una farmacia grande, con una pared alta y semicircular, que contiene centenares de cajones todos idénticos. Hay también muchos clientes, la mayoría tienen unos bastones largos y finos con los que se apresuran a dar golpes en el cajón del que han pedido algo. Entonces los dependientes, trepando con vertiginosos pero minúsculos movimientos -no se ve en qué se apoyan, uno se frota los ojos pero no lo ve-, suben y cogen lo que les piden. Que lo hagan sólo para divertir a los clientes o que los vendedores lo tengan de nacimiento, en cualquier caso llevan detrás, saliendo de entre los pantalones unas colas espesas, como las de las ardillas pero mucho más largas, y al trepar, esas colas van dando respingos al compás de todos esos múltiples y minúsculos movimientos. Debido a las masas de clientes que entran y salen, no se puede ver cómo se comunica la tienda con la calle, en cambio se distingue una pequeña ventana cerrada que, por un lateral y a la derecha de lo que es probablemente la entrada principal, conecta con la calle. Al otro lado de la ventana se ve a tres personas, taponan tan completamente la vista que no se puede decir si detrás de ellas la calle está repleta de gente o tal vez desierta. Se ve sobre todo a un hombre que tiene una mujer a cada lado, pero casi no se las ve, están agachadas o hundidas o están hundiéndose hacia abajo y de lado en dirección al hombre, son perfectamente secundarias, en cambio el hombre tiene algo femenino. Es robusto, lleva un blusón azul de faena, el rostro es ancho y abierto, la nariz aplastada, es como si la estuviesen aplastando en ese momento y los dos orificios se retorciesen luchando por su supervivencia, las mejillas tienen un color intenso rebosante de vida. Todo el tiempo mira al interior de la farmacia, mueve los labios, se inclina a derecha e izquierda, como si buscara algo allí dentro. En la tienda llama la atención un hombre que ni quiere nada ni tampoco despacha, va muy derecho de un lado a otro, trata de abarcar todo con la vista, se aprieta con dos dedos el nervioso labio inferior, echa de vez en cuando una mirada al reloj de bolsillo. Es el dueño, visiblemente, los clientes se lo señalan unos a otros, es fácil de reconocer por las numerosas correas de cuero, finas, redondeadas y largas, que, ni muy apretadas ni muy flojas, le cubren la parte superior del cuerpo a lo largo y a lo ancho. Un niño rubio de unos diez años está agarrado a su chaqueta, a veces también echa mano a las correas, está pidiendo algo que el boticario no quiere concederle. Suena entonces la campanilla de la puerta. ¿Por qué suena? Han entrado y salido tantos clientes sin que sonara y ahora se pone a sonar. La muchedumbre se retira de la puerta, es como si esperasen tal sonido, incluso parece como si la multitud supiera más de lo que quiere admitir. Ahora se ve también la gran puerta doble vidriera. Fuera hay una calle angosta y desierta, cubierta pulcramente de ladrillos, el día está nublado y amenaza lluvia, pero aún no se ha puesto a llover. Un señor acaba de abrir la puerta por la parte de la calle, poniendo así la campanilla en movimiento, pero de pronto está indeciso, retrocede, lee otra vez el rótulo, sí, es lo que busca, y entonces pasa al interior. Es el doctor Herodías, todo el mundo en la farmacia lo sabe. Con la mano izquierda en el bolsillo del pantalón se dirige al boticario, que está ahora solo, en un espacio despejado; incluso el niño ha retrocedido, aunque sólo hasta la primera fila, y mira de frente con los ojos azules abiertos de par en par. Herodías tiene una manera sonriente y superior de hablar, ha echado la cabeza para atrás, e incluso cuando habla parece como si escuchara atentamente. Y sin embargo es muy distraído, muchas cosas hay que decírselas dos veces, cuesta trabajo llegar hasta él, eso también parece que le hace sonreír. Cómo no va a conocer un médico la farmacia, y sin embargo mira en torno a él como si estuviese allí por primera vez, y cuando ve a los vendedores con sus colas, sacude asombrado la cabeza. Luego se dirige al boticario, le agarra por el brazo derecho a la altura del hombro, le hace dar media vuelta y continúan andando los dos muy juntos, por entre la multitud que retrocede hacia ambos lados, hasta el fondo de la farmacia, el niño delante de ellos, mirando una y otra vez medrosamente hacia atrás. Llegan, por detrás de los mostradores, hasta una cortina que el niño levanta delante de ellos, y después, a través de los laboratorios, hasta una pequeña puerta que, al no atreverse el niño a abrirla, tiene que abrir el médico. Existe el peligro de que la multitud, que los ha seguido en tropel hasta allí, quiera también entrar con ellos en la habitación. Pero los vendedores, que entretanto se han abierto paso hasta la primera fila, se vuelven hacia la multitud sin esperar una orden del amo, son gente joven y robusta, pero también sensata; lenta y silenciosamente empujan hacia atrás a la multitud, que por otra parte sólo ha ido detrás llevada de su propio peso, no con intención de molestar. Pero comoquiera que sea, se hace sentir un movimiento contrario. Viene causado por el hombre de las dos mujeres, que ha dejado su puesto junto a la ventana, ha entrado en la tienda y ahora quiere ponerse delante de los demás. Precisamente debido a la docilidad de la multitud, que ostensiblemente siente respeto por ese lugar, lo consigue. A través de los vendedores, a los que aparta más con dos miradas rápidas que con los codos, ya ha llegado con sus dos mujeres hasta los dos señores y, como es más alto que ellos, clava la mirada, a través de sus cabezas, en la oscuridad de la habitación. «Quién es», pregunta débilmente una mujer desde dentro. «Tranquila, es el médico», responde el boticario, y entonces entran en la habitación. Nadie piensa en encender la luz. El médico se ha separado del boticario y se dirige solo a la cama. El hombre y las mujeres se apoyan en los barrotes de la cama, a los pies de la enferma, como en una balaustrada. El boticario no se atreve a avanzar, el niño se pega otra vez a él. El médico se siente intimidado por las tres personas extrañas. «¿Quiénes sois?», pregunta en voz baja, en consideración a la enferma. «Vecinos», dice el hombre. «¿Qué queréis?» «Queremos -dice el hombre, hablando mucho más alto que el médico…

[Fragmento de «El fiscal suplente»]

… harto de dedicarse a perseguir engendros, en tal caso el primer objetivo sería sin duda el juez del distrito. Pero es absurdo enojarse con él. Por eso tampoco el fiscal suplente se enoja con él, sólo le irrita la estupidez de que una persona así ocupe el cargo de juez del distrito. Así pues, la estupidez quiere administrar justicia. Para la situación personal del fiscal suplente es desde luego bien lamentable que el cargo que ocupa sea tan ínfimo, por lo que toca a sus propias pretensiones él ni siquiera se daría por satisfecho con el de fiscal del tribunal supremo. Tendría que ser un fiscal de mucha más categoría para poder acusar de un modo efectivo a toda esa estupidez que tiene ante la vista. Pero, en verdad, él no se rebajaría a acusar al juez del distrito, ni siquiera lo reconocería desde lo alto de su sitial de acusador público. Pero lo que sí haría es crear en torno a él un orden tan perfecto que el juez del distrito no podría seguir viviendo en él, sin que nadie tuviera ni que tocarle, empezarían a temblarle las rodillas y al final acabaría desapareciendo. Entonces quizás habría llegado el momento de que el propio caso del fiscal suplente pasara de los tribunales disciplinarios a puerta cerrada a la sala de audiencias abierta a todos. Entonces el suplente ya no estaría implicado personalmente en el asunto, en virtud de una fuerza mayor habría roto las cadenas que le habían puesto y podría incluso llevarlas a juicio. Se imagina que un personaje poderoso le susurra al oído antes de la vista de la causa: «Ahora se te dará satisfacción». Y entonces empieza la vista. Los consejeros disciplinarios mienten, como es natural, mienten apretando los dientes, mienten como sólo saben mentir los profesionales de la justicia cuando les toca a ellos ser los acusados. Pero todo está preparado de forma que los propios hechos se sacudan tanta mentira y se vayan desarrollando ante el auditorio, libremente y conforme a la verdad. El público es numeroso, ocupa tres lados de la sala, sólo está vacío el asiento del juez, no ha sido posible encontrar jueces, los jueces están apiñados en el reducido espacio destinado normalmente al acusado y tratan de justificarse ante el asiento vacío del juez. El que desde luego está presente, ocupando el lugar habitual, es el acusador público, el antiguo fiscal suplente. Está mucho más tranquilo que de costumbre, sólo de vez en cuando asiente con la cabeza, todo sigue su curso con la precisión de un cronómetro. Sólo ahora, una vez que el caso ha quedado liberado de todos los expedientes, declaraciones de testigos, actas de las sesiones, considerandos y deliberaciones para sentencia, se ve inmediatamente su fascinante sencillez. El caso propiamente dicho data de unos quince años atrás. El suplente estaba a la sazón en la capital, gozaba fama de excelente jurista, era muy apreciado por sus superiores y hasta tenía ya esperanzas de obtener pronto, por delante de muchos otros competidores, el cargo de décimo fiscal. El segundo fiscal le mostraba un afecto especial y le pedía que lo sustituyese incluso en asuntos no totalmente carentes de importancia. Así lo hizo también con un pequeño proceso de lesa majestad. Un empleado de comercio, un hombre de no escasa cultura y muy activo en política, estando en una taberna medio bebido, con la copa en la mano, había agraviado a su majestad. Otro cliente de la mesa vecina, seguramente más borracho aún, lo había denunciado. En su embriaguez seguramente creyó hacer algo grandioso, fue corriendo a buscar un policía y, sonriendo beatíficamente, volvió con él para entregarle al hombre. Hay que decir que posteriormente perseveró en su declaración, si no en su totalidad, al menos en la parte más importante, por cierto que el crimen de lesa majestad tuvo que haber sido muy evidente, pues ningún testigo pudo negarlo del todo. Sin embargo, los términos exactos no pudieron quedar establecidos de forma inconcusa, la conjetura más aceptada fue la de que el acusado había señalado con la copa un cuadro del rey colgado de la pared al tiempo que decía: «¡Eh, tú, el de ahí arriba, sinvergüenza!». La gravedad de tal ofensa sólo se vio atenuada por el estado de irresponsabilidad parcial en que se hallaba entonces el acusado, así como por el hecho de que la ofensa la hubiese asociado en cierto modo con el verso de la canción «mientras que esté encendida la lamparita», oscureciendo así el sentido de la exclamación. Sobre el género de asociación entre la exclamación y la canción prácticamente cada uno de los testigos tenía una opinión diferente y el denunciante afirmaba incluso que fue otro, y no el acusado, el que había cantado. Algo que agravaba extraordinariamente la situación del acusado era su actividad política, que en cualquier caso hizo parecer muy plausible la posibilidad de que él también fuese capaz de decir aquello sin estar obnubilado por el alcohol y con pleno convencimiento. El fiscal suplente recuerda con todo detalle -ha reflexionado tanto sobre aquellas cosas- que él se hizo cargo de la acusación casi con entusiasmo, no sólo porque era un honor llevar un proceso de lesa majestad sino porque detestaba francamente al acusado y su causa. Sin tener un ideario político elaborado al detalle, él era claramente conservador, en eso tenía un cierto infantilismo, seguramente hay otros fiscales suplentes que son así, él creía que uniéndose todos tranquila y confiadamente con el rey y con el gobierno, tendría que ser posible eliminar todas las dificultades; que en tal ocasión uno esté de pie o se arrodille delante del rey, eso en el fondo le daba perfectamente igual; cuanto más se confiaba, tanto mejor se estaba, y cuanto más se confiaba, tanto más había que doblar el espinazo, con natural convicción, sin servilismo. Pero tan deseable estado de cosas se veía obstaculizado por gentes de la calaña del acusado, que, procedentes de quién sabe qué bajos fondos, disgregaban con sus gritos la masa, compacta y útil, del pueblo. Era un arribista con ambiciones políticas, a quien no le bastaba el honrado oficio de empleado de comercio, probablemente porque no le proporcionaba los medios suficientes para sus bacanales, un hombre con una mandíbula gigantesca, accionada también gigantescamente por una potente musculatura, un demagogo innato, que le daba voces incluso al juez de instrucción, en aquel caso por desgracia un ser nervioso e irritable. La instrucción de la causa, a la que el fiscal suplente, llevado de su interés por el caso, había asistido algunas veces, era una pelea continua. A veces era el juez quien daba el estallido, la vez siguiente el interrogado, y ambos se hablaban a voz en grito. Eso, lógicamente, afectaba desfavorablemente a los resultados de la instrucción, y cuando el fiscal suplente se dispuso a redactar el acta de acusación partiendo de esos resultados, tuvo que desplegar mucho esfuerzo y mucho ingenio para hacerla lo suficientemente plausible. Trabajó noches enteras, pero contento. Aquéllas fueron hermosas noches de primavera; la casa en cuyo piso bajo vivía el suplente tenía delante un pequeño jardín, de dos pasos de ancho; si el fiscal suplente estaba cansado de trabajar o las ideas que se le amontonaban en la cabeza requerían calma y concentración, entonces saltaba por la ventana al jardincillo y lo recorría de un extremo a otro, o cerrando los ojos se recostaba contra la verja. En aquella ocasión no omitió esfuerzos, rehízo por completo varias veces el acta de acusación, algunas partes diez y veinte veces. Además de eso, el material preparado para la vista oral se amontonaba formando una masa casi impenetrable. «Quiera Dios que yo pueda utilizar todo esto y sacarle partido» era durante aquellas noches su incesante súplica. Con la acusación propiamente dicha sólo dio por concluida una mínima parte de su trabajo, por eso en el elogio con que el segundo fiscal le devolvió el acta de acusación tras un detenido examen él no vio recompensa sino estímulo, y ese elogio fue grande y provenía de un hombre estricto y de pocas palabras. Lo que dijo, tal y como lo repitió con frecuencia el fiscal suplente en sus ulteriores solicitudes, sin lograr, por otra parte, que el segundo fiscal pudiera recordarlo, fue lo siguiente: «Este cuaderno, mi querido colega, no sólo contiene el acta de acusación, contiene también, según todas las previsiones humanas, su nombramiento como décimo fiscal». Y al guardar modestamente silencio el suplente, añadió el segundo fiscal: «Confíe en mí». A la sesión plenaria, el suplente se presentó firme y tranquilo. Nadie en la sala conocía como él todas las sutilezas, todas las implicaciones de la causa. El defensor no era peligroso, el fiscal suplente lo conocía, un hombrecillo vociferante pero de escaso ingenio. Aquel día ni siquiera estuvo muy combativo, defendía porque tenía que defender, porque se trataba de un miembro de su partido político, porque tal vez habría oportunidad de soltar frases grandilocuentes, porque la prensa de partido mostraba un cierto interés por el caso, pero no tenía esperanza de sacar adelante a su cliente. El fiscal suplente se acuerda todavía de cómo contemplaba él a aquel abogado defensor con una sonrisa apenas reprimida, poco antes de que empezase la vista oral; siendo como era incapaz de dominarse, el defensor tenía su mesa en el más completo desorden; arrancaba hojas de los documentos y, como escritas por un torbellino, esas hojas estaban al punto recubiertas de anotaciones; sus piececillos taconeaban debajo de la mesa y a cada instante, sin saberlo, se acariciaba medrosamente la calva, como si buscara allí no se sabe qué heridas. Al suplente le pareció un adversario indigno. Cuando, nada más dar comienzo la sesión, se levantó de un saltito y con una fea voz de pito propuso que la vista tuviese lugar en sesión pública, el suplente se levantó casi desganadamente de su asiento. Todo estaba tan claro, tan pensado, era como si toda la gente que le rodeaba se entrometiera en un asunto que le competía exclusivamente a él, un asunto que él podría llevar a término de manera coherente y conclusiva, sin juez, sin defensor y sin acusado. Y se adhirió a la petición del defensor, su comportamiento fue tan inesperado como había sido obvio el del defensor. Pero él explicó su actitud, y durante la explicación la sala guardaba un silencio absoluto, hasta tal punto que si no fuese por tantas miradas que se clavaban en él desde todos los ángulos de la sala, como si quisieran atraerlo hasta ellas, se habría podido pensar que hablaba consigo mismo en la sala vacía. Notó enseguida que sus palabras convencían. Los jueces estiraban el cuello y se miraban asombrados, el defensor estaba tenso y rígido en su silla, como si el suplente fuese una aparición surgida en ese momento del suelo; al acusado la tensión le hacía rechinar los dientes, los espectadores que se agolpaban por el lado del público se agarraban las manos unos a otros. Se daban cuenta de que allí había uno que les arrebataba por completo, convirtiéndolo en su intangible propiedad, todo aquel asunto con el que ellos tenían esta o aquella débil relación. Todos habían creído asistir a un pequeño proceso de lesa majestad y ahora oían que, ya desde la primera proposición, el fiscal suplente trataba con pocas palabras el tema del agravio como si fuera algo secundario.

Entré por una puerta lateral, tímidamente, no conocía aquello, era frágil y de baja estatura, preocupado me miré el traje, había mucha oscuridad, no se veía nada más allá de un cierto espacio vacío, el suelo estaba cubierto de hierba, me asaltaron dudas sobre si estaba en el sitio que buscaba: si hubiese entrado por la puerta principal, no habría habido lugar a dudas, pero había entrado por una puerta lateral; quizás fuese bueno volver atrás y mirar el rótulo de la puerta, pero creí recordar que no había rótulo. Vi entonces a lo lejos un resplandor pálido y plateado, eso me dio confianza, seguí en esa dirección. Era una mesa, en el centro había una vela, sentados en torno a ella, tres jugadores de naipes. «¿Estoy en el sitio que busco? -pregunté-; quería reunirme con los tres jugadores de naipes.» «Somos nosotros», dijo uno de ellos, sin levantar la vista de las cartas.

Según respira el bosque a la luz de la luna, a veces se contrae, es pequeño, comprimido, los árboles ganan altura, a veces se despliega en anchura, se desliza por todas las pendientes, es monte bajo, es menos aún, es vaporoso, lejano resplandor.

A.-¡Sé sincero! Cuándo volverás a estar, como lo estás hoy, tomando tranquilamente una cerveza con una persona a la que puedes hablar en confianza y que sabe escucharte. ¿En qué consiste tu poder?

B.-¿Tengo yo poder? ¿A qué poder te refieres?
A.-No empieces con evasivas. Qué falta de sinceridad la tuya. Quizás tu poder consista en tu falta de sinceridad.
B.-¡Mi poder! Por estar en este pequeño restaurante ypor haber encontrado a un antiguo compañero de colegio que se ha sentado a mi lado, ¿por eso voy a ser poderoso?
A.-Entonces voy a plantearlo de otra manera. ¿Te consideras tú poderoso? Pero ahora responde con sinceridad, si no, me levanto y me voy a casa. ¿Te consideras poderoso?
B.-Sí, me tengo por poderoso.
A.-Ya lo ves.
B.-Pero eso no me concierne más que a mí. Nadie ve el menor rastro de ese poder, ni una brizna, yo tampoco.
A.-Pero te consideras poderoso. ¿Por qué, entonces, te consideras poderoso?
B.-No es completamente acertado decir: me tengo por poderoso. Eso sería arrogancia. Yo, tal y como aquí me ves, viejo, decrépito y sucio, no me considero poderoso. El poder en el que yo creo, no soy yo el que lo ejerce, sino otros, y esos otros se someten a mí. Eso, como es lógico, sólo me causa una vergüenza terrible y no me enorgullece en absoluto. O bien soy su criado, un criado al que ellos, por un capricho de grandes señores, han convertido en su dueño y señor, y eso aún se podría aceptar, pues todo sería pura apariencia, o bien he sido nombrado realmente dueño y señor, qué voy a hacer entonces yo, pobre viejo desamparado; no me llevo el vaso de la mesa a la boca sin que me tiemblen las manos y ahora tengo que reinar sobre tempestades y océanos.
A.-Ya ves qué poderoso eres, y todo eso querías callártelo. Pero te conocemos. Aunque estés siempre solo en un rincón, todos los habituales de la tertulia te conocen.
B.-Bueno, sí, los de la tertulia saben muchas cosas, yo sólo oigo retazos de conversación, pero lo que oigo es lo único que me aporta información y me da confianza.
A.-¿Cómo? ¿Es que a juzgar por lo que oyes aquí, tú no eres el que gobierna?
B.-No, desde luego que no. ¿Así que tú te cuentas entre los que creen que yo gobierno?
A.-Tú mismo acabas de decirlo.
B.-¿Que yo he dicho algo semejante? No, yo sólo he dicho que me considero poderoso, pero que no ejerzo ese poder. No puedo ejercerlo, porque aunque tengo ayudantes, no están en su puesto y jamás lo estarán. Son inconstantes, andan siempre por donde no deben estar, sus ojos me observan desde todos los ángulos, a todo doy mi consentimiento y les digo que sí. ¿Así que no tenía razón cuando dije que no soy poderoso? Y no sigas pensando que no soy sincero.

-¿En qué se basa tu poder?
-¿Piensas que soy poderoso?
-Te considero muy poderoso, y casi tanto como tu poder admiro la moderación, la abnegación con que lo ejerces, o más bien la energía y fuerza de convicción con que ejerces ese poder contra ti mismo. No es sólo que te moderes, es incluso que te combates a ti mismo. Las razones de por qué haces eso no quiero saberlas, son tu patrimonio más personal, sólo pregunto por el origen de tu poder. Creo que tengo derecho a hacerlo por haber visto ese poder como pocos lo han visto hasta ahora, y porque la amenaza que supone -más no es, hoy por hoy, debido a tu autodominio- la siento como algo irresistible.
-Puedo responder fácilmente a tu pregunta: mi poder se basa en mis dos mujeres.
-¿En tus mujeres?
-Sí. Las conoces, ¿no?
-¿Te refieres a las mujeres que he visto ayer en tu cocina?
-Sí.
-¿Las dos mujeres gordas?
-Sí.
-Esas mujeres. Apenas me he fijado en ellas. Tenían todo el aspecto, perdona, de dos cocineras. Pero no eran muy pulcras, estaban vestidas con negligencia.
-Sí, así son.
-Bueno, cuando dices una cosa, yo la creo al momento, pero ahora te comprendo mucho menos que antes, cuando no sabía nada de esas mujeres.
-Pues no es un enigma, está bien a la vista, voy a tratar de explicártelo. Yo vivo con esas mujeres, las has visto en la cocina, pero ellas guisan pocas veces, la comida suele venir del restaurante de enfrente, una vez va a buscarla Resi y otra vez Alba. En el fondo nadie está en contra de guisar en casa, pero es muy difícil porque no se entienden entre ellas dos, es decir, se entienden de maravilla, pero sólo si viven descansadamente una junto ala otra. Por ejemplo, pueden estar tumbadas pacíficamente las dos juntas durante horas en el sofá, sin dormir, lo cual no es poco, habida cuenta de su gordura. Pero si trabajan, no se soportan, al momento empieza la pelea, y con la pelea, los golpes. Por eso hemos acordado -son totalmente accesibles a los razonamientos sensatos- que se trabaje lo menos posible. Lo cual, por lo demás, está en consonancia con su manera de ser. Piensan, por ejemplo, que han hecho una limpieza perfecta en la casa y lo cierto es que está tan sucia que me repugna atravesar el umbral, pero cuando lo he atravesado, me acostumbro fácilmente.
»Con el trabajo queda eliminado todo motivo de disputa, y sobre todo no saben en absoluto lo que son los celos. ¿Y por qué iban a tenerlos? Yo apenas las distingo una de otra. Tal vez sean la nariz y los labios de Alba un poco más negroides aún que los de Resi, pero a veces me parece que es justamente al revés. Tal vez tenga Resi menos pelo que Alba -en el fondo tiene ya inadmisiblemente poco pelo- pero ¿me fijo yo en eso? Insisto en que casi no las distingo.
»A eso se añade que no regreso del trabajo hasta por la noche, sólo los domingos las veo un tiempo seguido de día. O sea, que como a mí me gusta deambular solo el mayor tiempo posible después del trabajo, regreso tarde a casa. Para ahorrar, no encendemos la luz por la noche. La verdad es que el dinero no me da para tanto, el mantener a las dos mujeres, que realmente son capaces de comer sin interrupción, consume todo mi salario. Así que por la noche llamo a la puerta del piso en tinieblas. Oigo cómo las dos mujeres se acercan resollando a la puerta, Resi o Alba dice: “Es él”, y las dos empiezan a resollar con más fuerza aún. Si no fuese yo el que está allí, sino una persona extraña, le daría miedo.
»Luego abren y yo suelo gastarles la broma de, nada más abrirse un poquitín la puerta, meterme con fuerza por la abertura y rodearles a ambas el cuello. “Eh, tú”, dice una, lo que significa: “Qué persona tan increíble eres”, y las dos se ríen emitiendo sordos sonidos guturales. A partir de ese momento sólo se ocupan de mí, y si yo no lograra liberar una mano y cerrar la puerta, ésta se quedaría abierta toda la noche.
»Luego viene siempre el atravesar el vestíbulo, ese trayecto un par de pasos de largo y de varios cuartos de hora de duración, durante el cual casi me llevan en volandas. Yo estoy realmente cansado tras una jornada nada fácil, y una vez descanso la cabeza en el blando hombro de Resi, otra vez en el de Alba. Ambas están casi desnudas, sólo en camisa, así están también la mayor parte del día, sólo cuando se ha anunciado una visita, como la tuya el otro día, se ponen algunos pingos mugrientos.
»Luego llegamos a mi cuarto y normalmente me meten allí de un empujón, mientras que ellas se quedan fuera y cierran la puerta. Es un juego, porque ahora se están peleando para ver quién entra la primera. No son celos, no es un combate auténtico, sólo juego. Yo oigo los golpes ligeros y ruidosos que se propinan mutuamente, oigo el resuello que ahora ya es verdadero ahogo, de vez en cuando alguna palabra que otra. Finalmente soy yo quien abre la puerta y ellas se precipitan en la habitación, ardorosas, con las camisas rotas y el olor acre de su respiración. Luego caemos sobre la alfombra y se va haciendo poco a poco el silencio.
-Bueno, ¿y por qué te callas ahora?
-Había olvidado por qué te cuento esto. ¿Cómo fue? Me preguntaste por el origen de mi supuesto poder y yo te mencioné a las mujeres. Sí, así es, mi poder viene de las mujeres.
-¿Sólo de la vida en común con ellas?
-De la vida en común.
-Te has vuelto muy silencioso.
-Ya ves, mi poder tiene límites. Hay algo que me está dando la orden de callarme. Adiós.

El caballo tropezó, cayó sobre las patas delanteras, el jinete salió despedido. Dos hombres, que habían estado holgazaneando, cada uno por su lado, bajo la sombra de algún árbol, salieron de pronto y contemplaron al jinete caído. Todo le resultaba relativamente sospechoso a cada uno de ellos, la luz del sol, el caballo que ya se había enderezado, el jinete, el hombre que cada uno tenía enfrente y que había aparecido de pronto, atraído por el accidente. Se acercaron poco a poco, la boca contraída en un gesto de malhumor, y con la mano que habían metido en la camisa desabrochada, se acariciaban perplejos el pecho y el cuello.

Es una ciudad entre las ciudades, su pasado era más grande que su presente, pero éste también es bastante respetable.

El alcalde había firmado algunos documentos, luego se recostó en el asiento, jugueteando tomó una tijera en la mano, prestó oído a las campanadas del mediodía, que sonaban fuera, en la vieja plaza, y dijo al secretario, que, casi rígido de pura reverencia, casi ensoberbecido de pura reverencia, estaba junto al escritorio: «¿Ha notado usted también que en la ciudad se está fraguando algo especial? Usted es joven y tiene que darse cuenta de esas cosas».

Una noche de luna nueva salí de una aldea vecina camino de casa, era un trayecto corto por una carretera recta, en la que daba de pleno la luna, se veía en el suelo cualquier detalle con más claridad que de día. Ya me quedaba poco para la pequeña alameda, que empalma al final con el puente de nuestra aldea, cuando a unos pasos delante de mí -tenía que haber estado soñando para no haberlo visto antes- vi un pequeño tugurio de madera y trapos, una tienda pequeña pero muy baja, una persona no habría podido estar de pie allí dentro. Estaba completamente cerrada; ni siquiera cuando la rodeé muy de cerca y la tanteé, encontré el menor hueco. En el campo uno ve muchas cosas y se aprende así fácilmente a enjuiciar lo que uno no conoce, pero yo no podía comprender cómo había llegado esa tienda hasta allí y cuál era su finalidad.

Una mujer joven de aspecto agitanado prepara, con edredones y con mantas, un blando lecho delante del altar. Va descalza, tiene una falda roja con dibujos blancos, una blusa blanca camisera, abierta descuidadamente por delante y un pelo castaño completamente enmarañado. Sobre el altar hay un lavabo.

Sobre la mesa había una gran hogaza de pan. Llegó el padre con un cuchillo y quería partirla en dos mitades. Pero aunque el cuchillo era sólido y afilado, el pan ni demasiado blando ni demasiado duro, el cuchillo no se hundía en la hogaza. Los niños miramos asombrados a nuestro padre. É1 dijo: «¿Por qué os asombráis? ¿No es más extraño lograr una cosa que no lograrla? Marchaos a la cama, tal vez todavía lo consiga».
Nos acostamos, pero de vez en cuando, a distintas horas de la noche, se incorporaba alguno de nosotros en la cama y estiraba el cuello para mirar al padre, aquel hombre alto que, envuelto en su largo batín y apoyado en la pierna derecha, trataba de introducir el cuchillo en el pan. Cuando nos despertamos por la mañana, nuestro padre estaba justo soltando el cuchillo y decía: «Ya veis, aún no lo he conseguido, tan difícil es». Nosotros quisimos hacer méritos e intentarlo también, él lo permitió, pero apenas pudimos agarrar el cuchillo, cuyo mango por cierto casi se había vuelto incandescente de tenerlo empuñado el padre, se nos encabritaba literalmente en la mano. Nuestro padre se echó a reír diciendo: «Dejadlo estar, yo voy ahora a la ciudad, esta noche intentaré partirlo otra vez. No me voy a dejar tomar, el pelo por un pan. Acabará dejándose partir, lo que sí tiene derecho es a defenderse, pues que se defienda». Pero cuando él dijo eso, el pan se contrajo, como se contrae la boca de una persona dispuesta a todo, y de pronto era un pan diminuto.
Afilé la guadaña y empecé a cortar. Cayó mucho delante de mí, masas oscuras, caminé entre ellas, no sabía lo que era. De la aldea llegaban gritos de advertencia, yo los tomé por gritos de aliento y seguí andando. Llegué a un puentecillo de madera, allí terminaba mi trabajo y entregué la guadaña a un hombre que estaba esperando y que con una mano la cogió y con la otra me acarició la mejilla como se acaricia a un niño. En medio del puente me entraron dudas de si iba por el buen camino, di grandes voces en la oscuridad, pero no respondió nadie. Volví entonces a tierra firme para preguntar al hombre pero ya no estaba.

-Todo es inútil -dijo-, ni siquiera me reconoces y estoy ante tus propias narices. ¿Cómo quieres continuar, si estoy delante de ti y ni siquiera me conoces?
-Tienes razón -dije-; es lo que me digo yo también, pero como no recibo respuesta, me quedo.
-Lo mismo que yo -dijo.
-Y yo no menos que tú -dije-, y por eso, lo de que todo es inútil también vale para ti.

Yo había apostado un centinela en los bosques pantanosos. Pero de pronto todo estaba desierto, nadie respondía a los gritos, el centinela se había extraviado y tuve que poner otro. Miré el rostro saludable y huesudo del hombre. «El vigilante anterior se ha perdido -dije-, no sé por qué, pero ocurre que este paraje solitario llama al centinela fuera de su puesto de guardia. ¡Así que ten cuidado!» Él estaba erguido delante de mí, en posición de firme. Yo añadí: «Pero si llegases a caer en la tentación, tú eres el perjudicado. Te hundes en la ciénaga, mientras que yo volveré a poner aquí otro centinela, y si ése también fuese desleal, otro más, y así sucesivamente hasta el infinito. Si no gano, al menos tampoco perderé».

Mi padre me llevó al director del colegio. Parecía ser un gran centro escolar, atravesamos varias piezas con aspecto de aulas, pero todo estaba vacío. No vimos ningún bedel, por eso seguimos avanzando sin miramientos, además estaban abiertas todas las puertas. De pronto nos paramos sobresaltados, la habitación en la que habíamos entrado tan deprisa como en todas las anteriores, aunque con pocos muebles, parecía un despacho, y en el sofá estaba echado un hombre. Era, lo reconocí por las fotografías, el director; sin levantarse nos pidió que nos acercásemos. Las excusas de mi padre por nuestra falta de educación al irrumpir así en el despacho del director, las escuchó con los ojos cerrados, después preguntó qué deseábamos. Yo también tenía curiosidad por saberlo, así que ambos, el director y yo, miramos a mi padre. Éste dijo que le interesaba que su hijo, que ya tenía dieciocho años…

Miraba por la ventana. Un día gris. Es noviembre. Le parece que cada mes tiene una significación peculiar, pero que noviembre tiene además un peculiar suplemento de peculiaridad. Por lo pronto, sin embargo, no se percibe nada de eso, solamente está cayendo una especie de aguanieve. Pero eso quizás sea solamente el aspecto exterior, que engaña siempre, porque, como los hombres en su totalidad se adaptan enseguida a todo y la primera opinión que uno se forma está basada en el aspecto exterior de las personas, en el fondo nunca se debería poder percibir un cambio en el estado del mundo. Pero como uno es también un ser humano, que conoce la propia capacidad de adaptación y juzga a partir de ella, se entera de algunas cosas y sabe lo que significa que allá abajo no cese el tráfico, sino que, calle arriba, calle abajo, continúe a toda marcha, con superioridad infatigable, tenaz, impenetrable.

El enfermo había estado solo muchas horas, la fiebre había bajado un poco, de vez en cuando había podido pescar al vuelo un semisueño ligero, por lo demás, como no podía moverse de debilidad, había contemplado el techo, teniendo que luchar contra muchos pensamientos. Su pensamiento parecía haber quedado reducido a pura defensa, todo aquello en que se ponía a pensar le aburría o le torturaba y desgastaba fuerzas en sofocar sus pensamientos.
Seguramente era ya de noche, en cualquier caso había oscurecido hacía ya tiempo, pues era noviembre, cuando se abrió la puerta de la habitación contigua, entró la dueña de la casa, para encender la luz eléctrica, y el médico detrás de ella. El enfermo se asombró de lo poco enfermo que estaba en realidad o de lo poco que le afectaba la enfermedad, porque reconoció exactamente a los recién llegados, no les faltaba ninguno de los detalles conocidos, y ni siquiera los que solían causarle una sensación de hastío o de repugnancia le parecieron exagerados, todo era como siempre.

… liberarse, en tiempos normales, lo soportaba tranquilamente, pero en estado de ebriedad se rebelaba contra ello. Y aunque yo, por supuesto, no quería en absoluto publicar en el periódico los detalles íntimos que sabía debido a esas circunstancias, ya tenía esbozado mentalmente un artículo, en el que quería explicar que allí donde la grandeza humana puede aparecer abiertamente, o sea sobre todo en el deporte, allí también acude en masa la chusma y, sin miramientos, sin echar siquiera una mirada seria al héroe, atendiendo sólo a sus intereses, busca la propia conveniencia y todo lo más disculpa su comportamiento diciendo que es para provecho de todos.

… Delante de K. se extendía entonces la llanura, y en lontananza, sobre una pequeña colina en el lejano azul, apenas reconocible, la casa a la que se dirigía. Pero cuando llegó ya había caído la noche y durante el día muchas veces perdió de vista la meta, hasta que de pronto, cuando marchaba por un sendero ya envuelto en sombras, se encontró al pie de aquella colina. «Así que ahí está mi casa -dijo para sí-, una casa pequeña, vieja y miserable, pero mía, y dentro de unos meses será distinta.» Y caminando entre prados, remontó la colina. La puerta estaba abierta, a decir verdad no podía estar cerrada, pues faltaba uno de los batientes. Un gato que había estado acurrucado en el umbral desapareció con un gran maullido, los gatos no maúllan así normalmente. Las dos habitaciones a derecha e izquierda de la escalera, amuebladas con diversos muebles viejos semidestrozados, y aparte de eso, vacías, tenían las puertas abiertas. Pero desde arriba, desde la escalera que se perdía en la oscuridad, preguntó una voz temblona, casi anhelante, que quién había llegado. K. dio una zancada que abarcó los tres primeros escalones, rotos por en medio -era extraño que la rotura pareciese reciente, como si hubiera ocurrido ayer u hoy-, y subió. Arriba también estaba abierta la puerta de la habitación…

Me escapé de su lado. Bajé corriendo la pendiente. La hierba alta me molestaba al correr. Ella estaba arriba, junto a un árbol, y me seguía con la mirada.

Esto es insoportable. Ayer hablé con Jericó. Está encogido en un rincón, leyendo el periódico. Dije: «Jericó, ¿me votará usted?». Él se limitó a negar con la cabeza y siguió leyendo. Dije: «Yo no quiero su voto como quiero un voto cualquiera. No tendré en absoluto votos suficientes. Mi fracaso es seguro. Pero…

Yo también estuve una vez en plena agitación electoral. Pero de esto hace ya muchos años. Un candidato me había contratado para que hiciera trabajos escritos durante el período electoral. Como es natural, me acuerdo ya con muy poco detalle de todo aquello.

¿Qué estás construyendo? Quiero cavar una galería subterránea. Tiene que haber un progreso. El sitio donde yo estoy es demasiado alto.

Estamos cavando el foso de Babel.

Sólo quedaron de él tres líneas en zigzag. Qué embargado había estado en su trabajo. Y cómo, en realidad, no había estado embargado en absoluto.

¿Una brizna de paja? Más de uno se mantiene a flote agarrado a la raya de un lapicero. ¿Se mantiene? Ahogado como está, sueña con la salvación.

La muerte tenía que sacarlo de la vida, como se saca a un inválido de la silla de ruedas. Estaba incrustado tan sólida y pesadamente en la vida como lo está el inválido en la silla de ruedas.

Quienes se disponían a morir yacían por tierra, arrimados a los muebles, les castañeteaban los dientes, sin moverse de su sitio, tanteaban la pared.

Una tarde de enero, en la época de las grandes fiestas de sociedad, un joven estudiante quería ir a ver a su mejor amigo, hijo de un alto funcionario. Quería enseñarle un libro que estaba leyendo en aquellos días y del que ya le había hablado mucho. Era un libro difícil de entender, sobre las nociones fundamentales de la historia de la economía política, uno lo seguía con dificultad, el autor, como había dicho muy oportunamente un crítico, estrechaba su tema entre sus brazos como el padre estrecha al niño con el que cabalga a través de la noche. A pesar de su dificultad, el estudiante se sentía atraído por aquel libro; cuando lograba penetrar el sentido de un pasaje complicado, notaba cuánto le aprovechaba; no sólo ese punto de vista recién presentado, sino todo lo que estaba vinculado a él le parecía más convincente, mejor probado y con más consistencia. Durante el trayecto a casa de su amigo se quedó parado varias veces debajo de una farola, y a su luz, que una neblina de nieve hacía más suave, leyó algunas frases. Estaba agobiado por grandes preocupaciones, que superaban su capacidad mental, él podía abarcar el presente, pero la tarea que tenía por delante le parecía confusa e interminable, sólo comparable a sus fuerzas, que aún no estaban movilizadas pero que también sentía dentro de él.

El arte de escribir se me resiste. De ahí el plan de hacer pesquisas autobiográficas. No escribir una autobiografía, sino investigar y encontrar componentes lo más elementales posible. A partir de ellos quiero edificarme a mí mismo, como una persona que, teniendo una casa poco firme, quiere construir otra al lado, en lo posible con materiales de la antigua. Lo malo es, por otra parte, si en medio de la obra se le acaban las fuerzas y entonces, en lugar de tener una casa, insegura pero al fin y al cabo entera, tiene una semiderribada y otra a medio construir, es decir, nada. Lo que viene a continuación es la demencia, o sea una especie de danza rusa entre las dos casas, una danza en la que el cosaco escarba y remueve tanto la tierra con los tacones de las botas que al final tiene debajo de él su propia tumba.

Es inconcebible la despreocupación de los niños. Por la ventana de mi cuarto se ve un pequeño parque público. Es un jardincillo municipal, no mucho más que un trozo de terreno despejado y polvoriento, separado de la calle por mustios matorrales. Allí, como siempre, jugaban también esta tarde los niños.

«¿Cómo he llegado hasta aquí?», exclamé. Era una sala medianamente grande, iluminada por suave luz eléctrica, y yo estaba inspeccionando sus paredes. Aunque había algunas puertas, si uno las abría se encontraba frente a una pared rocosa, lisa y oscura, que estaba a un palmo escaso del umbral y se prolongaba en línea recta, hacia arriba y hacia ambos lados, hasta perderse en la lejanía. Por allí no había salida. Una única puerta comunicaba con la habitación contigua, lo que se veía desde allí era un poco más esperanzador pero no menos chocante que la vista que ofrecían las otras dos puertas. Se veía una estancia principesca, predominaban el rojo y el dorado, había varios espejos tan altos como la pared y una gran araña de cristal. Pero eso no era todo.

No tengo que volver, han volado la celda, me muevo, siento mi cuerpo.

Ordené sacar el caballo de la cuadra. El criado no me comprendió. Fui yo mismo a la cuadra, ensillé mi caballo y monté. Oí a lo lejos el sonido de una trompeta, le pregunté qué significaba eso. Él no sabía nada, no había oído nada. Delante del portón me detuvo y preguntó: «¿Adónde vas, señor?». «No lo sé, sólo quiero irme de aquí, irme de aquí. Marcharme siempre, sólo así puedo alcanzar mi meta.» «¿Así que conoces tu meta?», preguntó. «Sí -respondí-, ya lo he dicho: “Irme-de-aquí”, ésa es mi meta.» «No has hecho provisión de víveres», dijo. «No me hace falta -dije-, el viaje es tan largo que moriré de hambre si no me dan algo por el camino. No hay provisiones que me salven. Afortunadamente, es un viaje verdaderamente inmenso»

Llegué jadeante. En el suelo, un poco torcida, había clavada una estaca con un letrero que decía: «Escotillón». Debo estar en la meta, me dije, y miré en derredor. A sólo unos pasos había un sencillo cenador, recubierto de verde, del que salía un ligero ruido de platos. Fui hasta allí, metí la cabeza por la baja abertura, apenas vi nada en la oscuridad de dentro, pero saludé y pregunté: «¿Saben ustedes quién se ocupa del escotillón?». «Servidor -dijo una voz amable-, voy enseguida.» Poco a poco fui distinguiendo al pequeño grupo, era un matrimonio joven, tres niños pequeños, que apenas llegaban con la frente al tablero de la mesa, y un niño de pecho, todavía en brazos de la madre. El marido, que estaba sentado al fondo del cenador, quiso levantarse enseguida y abrirse camino hacia fuera, pero la mujer le pidió afectuosamente que antes terminase de comer, él por su parte me señalaba con el dedo, ella volvía a decir que yo sería tan amable de esperar un poco y de hacerles el honor de compartir su pobre almuerzo, yo, finalmente, irritado en extremo conmigo mismo por estar perturbando tan alevosamente las alegrías dominicales de la familia, tuve que decir: «No sabe cuánto lo siento, señora, pero no puedo aceptar la invitación, porque alguien tiene que hundirme en el escotillón ahora mismo, sí, realmente, ahora mismo». «Vaya -dijo la mujer-, justamente en domingo y todavía en pleno almuerzo. Sí, los caprichos de la gente. Esta eterna servidumbre.» «No reniegue usted tanto -dije-, no es por ganas de molestar si le pido eso a su marido, y si yo supiera cómo se hace, ya lo habría hecho solo hace tiempo.» «No haga caso de mi mujer -dijo el marido, que ya estaba a mi lado y tiraba de mí-, no les pida usted raciocinio a las mujeres.»

Era un pasadizo estrecho, bajo, abovedado, revocado de blanco, yo estaba delante de la entrada, que llevaba en línea oblicua hacia lo hondo. No sabía si entrar, indeciso frotaba con los pies la escasa hierba que crecía delante de la entrada. Llegó entonces un señor, seguramente por casualidad, estaba un poco encorvado, pero voluntariamente, porque quería hablar conmigo. «¿Adónde vas, pequeño?», preguntó. «A ninguna parte aún -dije contemplando su alegre pero altanero rostro (habría sido altanero aun sin el monóculo que llevaba)-, a ninguna parte aún. Todavía lo estoy pensando.»

«¡Qué curioso! -dijo el perro pasándose la mano por la frente-. Por qué lugares he estado vagabundeando, primero por la plaza del mercado, luego por el desfiladero hasta lo alto de la colina, luego mucho tiempo, de acá para allá, por la gran altiplanicie, luego por el despeñadero abajo, luego por un tramo de carretera, luego a mano izquierda en dirección al arroyo, luego a lo largo de la alameda, luego por delante de la iglesia y ahora estoy aquí. ¿Y todo para qué? Además he estado desesperado todo el tiempo. Qué suerte haber vuelto. Me da miedo ese vagabundeo inútil, esos espacios grandes y desiertos, ¡qué perrillo pobre y desvalido soy allí, un perro al que nadie podría encontrar! Además no hay nada que me induzca a marcharme de aquí, mi puesto está aquí en la granja, aquí está mi caseta, aquí mi cadena por si se da el caso de que me ponga a morder, aquí hay de todo y comida en abundancia. Así que nada. Tampoco me iría nunca de aquí por propia voluntad, aquí me encuentro bien, estoy orgulloso de mi puesto, una arrogancia bienhechora pero justificada me invade cuando veo a los otros bichos. ¿Pero qué otro animal se escapa tan absurdamente como yo? Ninguno; a excepción del gato, esa cosa blanda y con garras, que no necesita a nadie y al que nadie echa de menos. El gato tiene sus propios secretos, que a mí no me interesan y que son los que le llevan a moverse por ahí, pero incluso él se queda siempre en los contornos de la casa. Así que yo soy el único al que de vez en cuando le da por desertar, y eso, con toda seguridad, acabará costándome este puesto magnífico que tengo. Hoy parece que afortunadamente nadie se ha dado cuenta, pero hace poco Richard, el hijo del amo, ya hizo una observación al respecto. Era domingo, Richard fumaba sentado en el banco, yo estaba echado a sus pies, la cara aplastada contra el suelo. “César -dijo-, perro malo y desleal, ¿dónde has estado esta mañana? A las cinco, o sea a una hora en que aún tienes que estar de guardia, te he buscado sin encontrarte en toda la granja, hasta las seis y cuarto no volviste. Eso es faltar escandalosamente a tus obligaciones, ¿entendido?” Así que una vez más me habían descubierto. Me incorporé, me senté a su lado, le rodeé con un brazo y dije: “Querido Richard, perdóname por esta vez y no lo cuentes por ahí. En lo que de mí dependa, no volverá a ocurrir”. Y lloré tanto, por toda una serie de motivos, porque desesperaba de mí mismo, porque tenía miedo al castigo, porque me enternecía el gesto apacible de Richard, porque me alegraba la momentánea ausencia de un instrumento de castigo, lloré tanto que humedecí con mis lágrimas la chaqueta de Richard, él me apartó de su lado y me ordenó echarme al suelo. De modo que aquel día prometí enmendarme y hoy vuelvo a las andadas, incluso he estado ausente más tiempo que el otro día. Por otra parte, yo prometí enmendarme en lo que de mí dependiera. Y no es culpa mía…»

La lucha con la pared de la celda.

Empate.

Es una bella exhibición, de mucho efecto, la cabalgata que nosotros llamamos cabalgata de los sueños. La llevamos presentando muchos años; el que lo inventó murió hace tiempo, de tuberculosis pulmonar, pero nos quedó ese legado suyo y seguimos sin tener una razón para quitarlo del programa, menos aún si se tiene en cuenta que no puede ser imitado por la competencia; es, por incomprensible que sea a primera vista, inimitable. Solemos ponerlo al final de la primera parte, como final de programa no sería adecuado, no es algo deslumbrante, ni suntuoso, no es algo de lo que se habla en el camino de vuelta a casa, al final tiene que haber algo que sea inolvidable incluso para la mente más limitada, algo que salve todo el espectáculo de caer en el olvido, y esa cabalgata no es algo de ese género, en cambio sí es apropiada para…

Un amigo al que yo no había visto desde hacía muchos años, más de veinte, y del cual había tenido noticias muy intermitentes, muchas veces habían pasado años sin que supiera nada de él, iba a volver por fin a nuestra ciudad, a su ciudad natal. Como él ya no tenía familia aquí y de todos sus amigos yo era, con mucho, el más cercano, le había ofrecido habitación en mi casa y tuve la alegría de ver aceptada la invitación. Puse gran interés en completar la instalación del cuarto de acuerdo con sus preferencias, traté de recordar sus gustos, sus deseos especiales, que había expresado en ocasiones, sobre todo en los viajes de vacaciones que hacíamos juntos, traté de recordar lo que le gustaba y lo que detestaba de las cosas que le rodeaban, traté de representarme con detalle su habitación de adolescente, de todo ello no encontré nada que yo pudiese poner en mi casa para hacérsela un poco más familiar. Había nacido en el seno de una familia pobre y numerosa, miseria, gritos y discusiones habían sido los signos característicos de aquella casa. Recordaba yo aún, como si la estuviera viendo, la habitación contigua a la cocina, donde a veces, rarísimas veces, podíamos quedarnos los dos solos, mientras que al lado, en la cocina, el resto de la familia solventaba a gritos sus problemas, de los que nunca había escasez allí. Una habitación pequeña y oscura, con un indestructible olor a café, puesto que la puerta que daba a la aún más tenebrosa cocina estaba abierta día y noche. Allí nos sentábamos junto a la ventana, que comunicaba con una galería cubierta que daba la vuelta al patio, y jugábamos al ajedrez. En nuestro juego faltaban dos piezas y teníamos que sustituirlas por botones de pantalón, eso muchas veces era una fuente de dificultades, cuando confundíamos el valor de los botones, pero nos habíamos acostumbrado a tal sucedáneo y así seguíamos jugando. Al lado, en el pasillo, vivía un comerciante de ornamentos litúrgicos, un hombre divertido pero inquieto, con un bigote largo y tieso que manoseaba como si fuese una flauta. Cuando aquel hombre volvía por la noche a casa tenía que pasar por nuestra ventana, y entonces solía quedarse parado, metía la cabeza dentro y nos miraba jugar. Casi nunca estaba de acuerdo con nuestro juego, con el mío y con el de mi amigo, nos daba consejos a él y a mí, agarraba entonces las piezas y hacía jugadas que teníamos que aceptar porque si queríamos cambiarlas nos golpeaba en la mano; durante mucho tiempo lo toleramos porque era mejor jugador que nosotros, no mucho mejor pero sí lo bastante para que aprendiéramos de él; pero cuando una vez que ya había oscurecido se inclinó hacia nosotros, nos quitó el tablero completo y se lo puso delante sobre el alféizar para ver con detalle cómo iba la partida, yo, que aquella vez llevaba clara ventaja y vi que ésta peligraba debido a su desconsiderada intervención, me levanté con la furia irreflexiva del adolescente que sufre una injusticia manifiesta y dije que nos estaba estropeando la partida. Él nos miró un momento, cogió otra vez el tablero, lo volvió a colocar en su sitio con irónica y exagerada obsequiosidad y a partir de aquel momento dejó de conocernos. Solamente, siempre que pasaba junto a la ventana, hacía, sin mirar siquiera, un gesto desdeñoso con la mano. Al principio celebramos aquello como una gran victoria, pero después empezamos a echarlo de menos, con sus consejos, su buen humor, su enorme interés, y sin que en aquel entonces supiésemos exactamente la razón, dejó de importarnos el juego y pronto nos dedicamos del todo a otras cosas. Empezamos a coleccionar sellos y, como comprendí más tarde, el hecho de tener en común un álbum de sellos fue el signo de una intimidad casi inconcebible. Una noche lo guardaba yo en mi casa, la otra noche él en la suya. Las dificultades que ya comportaba de por sí aquella comunidad de bienes se acrecentaban por el hecho de que mi amigo no podía entrar en mi casa, mis padres no lo permitían. En el fondo, tal prohibición no iba dirigida contra él, a quien mis padres apenas conocían, sino contra sus padres, contra su familia. Vista así, la prohibición no carecía de fundamento, pero la modalidad era difícil de entender, porque lo único que se conseguía así era que yo estuviese a diario en casa de mi amigo y mucho más inmerso en el ambiente de aquella familia que si el amigo hubiera podido venir a nuestra casa. La verdad es que en casa de mis padres muchas veces imperaba la tiranía y no la razón, y no sólo frente a mí sino frente al resto del mundo. En aquel caso ellos se daban por satisfechos -y en esto mi madre estaba más implicada que mi padre- con que la familia de mi amigo resultara castigada y rebajada por aquella prohibición. Que esto me afectaba también a mí, y que los padres de mi amigo, en natural defensa, incluso me trataban con sarcasmo y desprecio, eso desde luego no lo sabían mis padres, pero en ese aspecto no se preocupaban de mí y si lo hubiesen llegado a saber no les habría hecho la menor mella. Naturalmente, yo sólo enjuicio así las cosas cuando las veo en retrospectiva; en aquella época éramos dos amigos, bastante contentos con aquella situación, y el sufrimiento por la imperfección de las cosas de este mundo aún no había llegado hasta nosotros. Era molesto llevar el álbum cada día de un sitio a otro, pero…

Se oían canciones en una taberna, estaba abierta una ventana, no la habían atrancado y no dejaba de golpear. Era un pequeño tugurio, a ras de tierra, y alrededor todo estaba desierto, estaba lejos de la ciudad. Llegó un cliente de última hora, caminando de puntillas, con ropa muy entallada, avanzó a tientas como en tinieblas, y sin embargo había claro de luna, escuchó atentamente junto a la ventana, meneó la cabeza, no comprendía cómo de una taberna así salía aquella hermosa canción, se subió al alféizar dando un salto de espaldas a la pared, seguramente con poco cuidado porque, una vez arriba, no pudo sostenerse y cayó hacia dentro, pero no en el vacío porque había una mesa junto a la ventana. Los vasos cayeron al suelo, dos hombres que estaban en esa mesa se levantaron y, ni cortos ni perezosos, volvieron a arrojar por la ventana -los pies todavía los tenía fuera- al nuevo cliente, que cayó blandamente sobre la hierba, se levantó al punto y se puso a escuchar, pero los cantos habían cesado.

El lugar se llamaba Thamühl. Había mucha humedad.

En la sinagoga de Thamühl vive un animal que por su tamaño y figura parece una marta.

La sinagoga de Thamühl es un sencillo edificio, bajo y sin adornos, de finales del siglo pasado. Por pequeña que sea la sinagoga, resulta perfectamente suficiente, porque también es pequeña la comunidad y disminuye con cada año que pasa. Ya ahora le resulta difícil a la comunidad hacer frente a los gastos de mantenimiento de la sinagoga y hay quienes dicen abiertamente que para el servicio religioso bastaría una pequeña sala de oración.

En nuestra sinagoga vive un animal del tamaño aproximado de una marta. Muchas veces se le puede ver bien, permite que se le acerque la gente hasta unos dos metros de distancia. Tiene un color claro, entre verde y azul. Nadie ha tocado hasta ahora su piel, por tanto no se puede decir nada sobre ella, uno casi diría que también se desconoce su verdadero color, puede que el color visible provenga sólo del polvo y la argamasa que han quedado incrustados entre la pelambrera, el color recuerda en efecto el revoque del interior de la sinagoga, sólo que un poco más claro. Fuera de su timidez, es un animal sumamente tranquilo y sedentario, si no lo ahuyentaran tantas veces, apenas cambiaría de sitio, su lugar preferido es la celosía de la zona reservada a las mujeres, con visible deleite se agarra a los huecos de esa celosía, se estira y mira hacia abajo, a la sala de oración, esa atrevida posición parece que le gusta, pero el sacristán tiene órdenes de no permitir que el animal se acerque a la celosía, se acostumbraría a estar allí y eso no es posible, por las mujeres que tienen miedo del animal. No se sabe bien por qué tienen miedo. Desde luego a primera vista su aspecto es horripilante, sobre todo aquel cuello largo, el rostro triangular, los dientes de arriba, disparados hacia delante casi en horizontal, y por encima del labio superior, sobresaliendo más que los dientes, una fila de pelos claros e hirsutos, que se los ve durísimos, todo eso puede asustar, pero uno se da cuenta enseguida de lo inofensivo que es aquel horror aparente. Sobre todo, se mantiene alejado de la gente, es más asustadizo que un animal del bosque y no parece estar vinculado a otra cosa que al edificio, y su desgracia personal consiste seguramente en que ese edificio es una sinagoga, o sea, un lugar a veces muy concurrido. Por otra parte, si uno pudiera hacerse entender del animal, le podría consolar con el hecho de que la comunidad de nuestra pequeña localidad de montaña va disminuyendo de año en año y ya le cuesta trabajo hacer frente a los gastos de mantenimiento de la sinagoga. No está excluido que dentro de algún tiempo la sinagoga se convierta en depósito de granos o en algo parecido y que el animal pueda disfrutar del sosiego que ahora echa tan dolorosamente de menos.
Hay que decir que sólo son las mujeres las que tienen miedo del animal, a los hombres hace tiempo que el bicho les trae sin cuidado, una generación se lo ha ido enseñando a la otra, lo han visto una y otra vez, al final ni siquiera le echan ya una mirada y ni los niños que lo ven por primera vez se asombran. Se ha convertido en el animal doméstico de la sinagoga, ¿por qué no iba a tener la sinagoga un animal doméstico distinto, un animal que no se da en ningún otro sitio? Si no fuera por las mujeres, ya ni se sabría de la existencia del animal. Pero ni siquiera las mujeres le tienen verdadero miedo, sería además algo muy raro tener miedo a un animal así un día tras otro, un año, un decenio tras otro. Ellas se defienden diciendo que el animal está siempre mucho más cerca de ellas que de los hombres, y eso es cierto. El animal no se atreve a bajar adonde los hombres, nunca se le ha visto en el suelo. Si no le dejan estar en la celosía de la zona de las mujeres, en cualquier caso se queda a esa misma altura en la pared opuesta. Allí hay una cornisa muy estrecha, apenas dos dedos de ancha, que da la vuelta a la sinagoga por tres lados, por ese saliente va y viene a veces el animal, pero normalmente se pone en un sitio fijo frente por frente de las mujeres y no se mueve de allí. Es casi inconcebible cómo puede utilizar con tanta soltura ese estrecho camino, y la manera como se da la vuelta allí arriba, una vez que ha llegado al final, es digna de verse, pues siendo ya un animal viejísimo no vacila en hacer la más atrevida de las piruetas, que además nunca le falla, ha dado una voltereta en el aire y ya está recorriendo el camino inverso. Por otra parte, cuando uno lo ha visto ya varias veces, está saturado y no tiene motivo para seguir mirando todo el tiempo. Tampoco es ni el miedo ni la curiosidad lo que intranquiliza a las mujeres, si se dedicaran más a rezar podrían olvidarse por completo del animal, y las mujeres piadosas también lo harían si lo permitieran las otras, que son la gran mayoría, pero a éstas les encanta llamar la atención y el animal les viene muy bien como pretexto. Si les fuese posible y tuviesen valor suficiente ya habrían hecho que el animal se les acercase más para poderse asustar más. Pero en realidad el animal no está impaciente por acercarse a ellas; si no se siente atacado, las mujeres le importan igual de poco que los hombres, sin duda preferiría seguir viviendo en la misma soledad que durante las horas en que no hay servicio religioso, seguramente en algún agujero de la pared que aún no hemos descubierto. Sólo aparece, asustado por el ruido, cuando empiezan los rezos. ¿Quiere ver lo que ha pasado, quiere estar en guardia, quiere estar libre y preparado para la huida? El miedo le obliga a aparecer, de puro miedo hace sus cabriolas y no se atreve a retirarse hasta que se ha terminado el servicio religioso. Si prefiere las alturas, es desde luego porque allí está más seguro que en ningún otro sitio, y en la celosía y en el saliente de la pared puede andar mejor que por cualquier otra parte, pero no es que esté siempre allí, a veces baja hasta la parte de los hombres, la cortina del tabernáculo está sujeta a una brillante barra de latón, parece que esa barra atrae al animal, muchas veces se acerca furtivamente a ella, pero allí siempre hay silencio, ni siquiera cuando está ya casi pegado al tabernáculo puede decirse que moleste; con sus ojos brillantes, siempre abiertos, tal vez desprovistos de párpados, parece mirar a los fieles, pero es seguro que no mira a nadie, sino que simplemente considera los peligros por los que se siente amenazado.
En este aspecto no parecía, al menos hasta hace poco, mucho más sensato que nuestras mujeres. ¿Qué clase de peligros pueden acecharle? ¿Quién tiene la intención de hacerle nada? ¿No vive desde hace años completamente a su aire? Los hombres no se preocupan de su presencia, y las mujeres seguramente estarían casi todas tristísimas si desapareciera de allí. Y como es el único animal de la casa, no tiene enemigos. De eso ya podría haberse dado cuenta en el transcurso de los años. Y el servicio religioso, con todo aquel alboroto, puede que asuste mucho al animal, pero, los días de diario en proporciones modestas y los de fiesta con más intensidad, se repite siempre con regularidad y sin interrupciones; hasta el animal más pusilánime habría podido acostumbrarse a él, sobre todo si ve que no es un ruido de nadie que le persiga sino un ruido que él no entiende. Y sin embargo, ese miedo. ¿Es el recuerdo de tiempos remotos o el presentimiento de tiempos futuros? ¿Acaso sabe ese viejo animal más que las tres generaciones que se reúnen cada vez en la sinagoga?
Hace muchos años, eso cuentan, parece que efectivamente intentaron expulsar al animal. Es posible que sea verdad, pero es más probable que sólo se trate de historias inventadas. Lo que sí se ha comprobado es que entonces se examinó, desde el punto de vista de la legislación religiosa, la cuestión de si estaba permitido que hubiera en la sinagoga un animal de ese género. Se pidieron dictámenes a varios célebres rabinos, las opiniones estaban divididas, la mayoría abogaba por la expulsión y por una nueva consagración del templo. Pero era fácil dictaminar desde lejos, en la práctica fue imposible capturar al animal e imposible también, por tanto, expulsarlo. Pues solamente capturándolo y llevándolo lejos de allí se habría podido tener la relativa seguridad de haberse librado de él.

Hace muchos años, eso cuentan, parece que efectivamente intentaron expulsar al animal. El sacristán pretende recordar que a su abuelo, que también era sacristán, le gustaba hablar de aquello. Parece que ese abuelo, siendo todavía muy niño, había oído contar lo imposible que era desembarazarse de aquel animal, y como él sabía trepar maravillosamente, el amor propio no le dejaba en paz, por lo que una mañana muy clara en que toda la sinagoga, hasta en sus más apartados rincones, recibía a raudales la luz del sol, se metió en ella furtivamente, provisto de una cuerda, una honda y un cayado.

Me había metido en un zarzal inextricable y llamé a voces al guarda del parque. Vino enseguida, pero no pudo llegar hasta mí. «¿Cómo ha ido a meterse usted en ese zarzal? -exclamó-, ¿no puede volver por el mismo camino?» «Imposible -grité-, no puedo volver a encontrar el camino. Estaba paseando tranquilamente, pensando en mis cosas, y de pronto estaba aquí, es como si la zarza hubiera surgido después de llegar yo. Yo ya no salgo de aquí, estoy perdido.» «Es usted como un niño -dijo el guarda-; primero se mete por caminos prohibidos en la espesura más agreste y luego empieza a lamentarse. No está usted en la selva virgen, sino en un parque público, y lo sacarán de ahí.» «Pues una maleza como ésta no es propia de un parque -dije yo-; y cómo me van a salvar, si nadie puede llegar hasta aquí. Pero si se quiere intentar, hay que hacerlo enseguida, va a oscurecer pronto y una noche aquí no la aguanto, además estoy lleno de arañazos, por las espinas, y se me han caído al suelo las lentes y no puedo encontrarlas, sin lentes estoy medio ciego.» «Todo eso está muy bien -dijo el guarda-, pero tendrá que tener un poquito de paciencia, primero tengo que ir a buscar obreros que abran un camino con la azada, y antes recabar el permiso del director del parque. Así que un poco de paciencia y de hombría, por favor.»

Vino a casa un señor al que yo ya había visto varias veces, pero sin darle mayor importancia. Se metió con mis padres en el dormitorio, ellos estaban cautivados por lo que decía y, distraídos, cerraron la puerta tras de sí. Cuando quise ir detrás de ellos, Frieda, la cocinera, me detuvo, yo pataleé y lloré, naturalmente, pero Frieda era la cocinera más forzuda que yo recuerde, sabía sujetarme las manos agarrándolas con fuerza irresistible y al mismo tiempo mantenerme a tanta distancia que mis patadas no podían alcanzarla. Entonces yo estaba indefenso y sólo podía insultarla. «Eres como un dragón -grité-; no te da vergüenza, eres una chica y sin embargo eres como un dragón.» Pero no había forma de provocarla, era una joven tranquila, casi melancólica. No me soltó hasta que mi madre salió del dormitorio para buscar algo en la cocina. Yo me colgué de las faldas de mi madre. «¿Qué quiere ese señor?», pregunté. «Oh, nada -dijo ella besándome-, sólo quiere que nos vayamos de viaje.» Yo me alegré mucho, porque en el pueblo, donde estábamos siempre en vacaciones, lo pasábamos mucho mejor que en la ciudad. Pero mi madre me explicó que yo no podía ir con ellos, que tenía que ir al colegio, pues no estábamos en vacaciones y ahora venía el invierno, además tampoco irían al pueblo, sino a una ciudad mucho más lejos, pero se corrigió al ver cómo me asustaba yo, y dijo que no, que esa ciudad no estaba más lejos sino mucho más cerca que el pueblo. Y como yo no me lo creía del todo, me llevó a la ventana y dijo que la ciudad estaba tan cerca que casi se la podía ver desde la ventana, pero eso no era cierto, por lo menos en aquel día gris, pues no se veía más de lo que se veía siempre, abajo la calle estrecha y enfrente la iglesia. Luego me dejó, se fue a la cocina, volvió con un vaso de agua, detuvo con un gesto a Frieda, que otra vez se lanzaba al ataque, y empujándome por delante de ella me llevó al dormitorio. Allí estaba mi padre en la butaca, con aire cansado, y tendiendo ya la mano hacia el vaso de agua. Al verme, sonrió y preguntó qué opinaba yo sobre sus planes de viaje. Dije que me encantaría ir con ellos. Pero él dijo que yo era aún muy pequeño y que iba a ser un viaje muy molesto. Yo pregunté que por qué lo hacían, entonces. Mi padre señaló al señor con el dedo. El señor tenía botones dorados y en ese momento estaba limpiando uno con el pañuelo. Yo le rogué que dejase en casa a mis padres, porque si ellos se iban de viaje, yo tendría que quedarme solo con Frieda y eso era imposible.

Avanzan las ruedas del coche dorado, se detienen chirriando en la grava, quiere bajar una chica, ya toca el estribo con el pie, me ve entonces y se vuelve a meter deprisa en el coche.

Érase una vez un juego de paciencia, un juego modesto, barato, no más grande que un reloj de bolsillo y sin ningún mecanismo extraño. En la superficie de madera, de un marrón rojizo, había grabados en azul unos caminos laberínticos que desembocaban en un hoyito. Inclinando y agitando la cajita, había que llevar la bola, también azul, primero a uno de los caminos y luego al hoyo. Cuando la bola estaba en el hoyo, se había acabado el juego, si se quería volver a empezar, había que sacudirla hasta sacarla del hoyo. Todo estaba recubierto por un cristal, grueso y abombado, uno podía meterse el juego en el bolsillo y llevarlo consigo, y dondequiera que uno estuviese, podía sacarlo y jugar.
Cuando la bola estaba desocupada, solía pasear por la altiplanicie con las manos en la espalda, los caminos los evitaba. Opinaba que ya la torturaban bastante durante el juego con aquellos caminos y que tenía derecho más que suficiente a descansar en un terreno llano y despejado. A veces alzaba por costumbre la vista al cristal abombado, pero sin ánimo de distinguir nada allá en lo alto. Ella caminaba con las piernas muy abiertas y aseguraba que no estaba hecha para los caminos estrechos. Eso en parte era cierto, porque verdaderamente casi no cabía en aquellos caminos, pero en parte tampoco era cierto, puesto que, en realidad, estaba escrupulosamente adaptada al ancho de los caminos; con todo, los caminos no podían resultarle cómodos, porque entonces no habría sido un juego de paciencia.

Me habían permitido entrar en un jardín ajeno. A la entrada había que superar algunas dificultades, pero al final un hombre sentado detrás de una mesa se levantó a medias y me colocó en el ojal una especie de insignia que tenía clavado un alfiler. «Esto será una condecoración», bromeé, pero el hombre sólo me dio unos golpecitos en el hombro, como si quisiera tranquilizarme, pero ¿tranquilizarme, por qué? Con una mirada nos pusimos de acuerdo en que ya podía entrar. Pero después de dar unos pasos caí en la cuenta de que aún no había pagado. Quise darme la vuelta, pero entonces vi que una señora alta, con un abrigo de viaje de tela gruesa, entre gris y amarillento, estaba de pie junto a la mesita, contando sobre el tablero una serie de monedas diminutas. «Esto es lo de usted», me gritó el hombre, que probablemente había notado mi desazón por, encima de la cabeza muy inclinada de la señora. «¿Lo mío?», pregunté incrédulo, mirando detrás de mí, por si se refería a otro. «Siempre con las mismas cominerías», dijo un señor que venía del césped y que atravesando el camino por delante de mí, continuó andando por el césped. «Sí, lo suyo. ¿De quién si no? Aquí uno paga lo del otro.» Yo le di las gracias por la información, dada por otra parte de mala gana, pero le recordé al señor quo yo no había pagado por nadie. «¿Por quién iba a pagar usted?», dijo el señor cuando se marchaba. Yo, de todos modos, quería esperar a la señora y tratar de entenderme con ella, pero ella tomó otro camino, se alejó entre el crujido de las telas del abrigo, tras la imponente figura ondeaba delicadamente la gasa azulada del sombrero. «Usted admira a Isabella», dijo a mi lado un paseante, siguiendo asimismo a la señora con la mirada. Al cabo de un rato dijo: «Ésa es Isabella».

Es Isabella, la jaca torda, la vieja yegua, no la habría reconocido entre la multitud, ahora es toda una señora, hace poco nos vimos casualmente en un jardín, en una fiesta benéfica. Hay allí, algo apartada, una pequeña arboleda en torno a un prado fresco y umbroso, lo atraviesan varios senderos, a veces es muy agradable estar allí. Yo conocía de antes ese jardín y cuando me cansé de la fiesta me metí por aquella arboleda. Apenas estoy debajo de los árboles, veo que del lado opuesto viene a mi encuentro una señora alta; su altura casi me desconcertó, fuera de ella no había nadie por allí con quien pudiese compararla, pero estaba convencido de que no conocía a ninguna mujer a la que ella no le sacara varias veces -en el primer momento de asombro hasta pensé que infinitas veces- la cabeza. Pero cuando me acerqué más, me tranquilicé enseguida. ¡Isabella, la vieja amiga! «¿Cómo has podido escaparte del establo?» «Oh, no ha sido difícil, en realidad me tienen aún por compasión, mi época ha pasado; si explico a mi amo que, en lugar de estar en la cuadra sin hacer nada, quiero conocer un poco el mundo mientras disponga de fuerzas suficientes, si explico eso a mi amo, él me comprende, busca alguna ropa de su difunta esposa, me ayuda incluso a vestirme y me dice adiós deseándome que lo pase bien.» «¡Qué bella eres!», digo yo, sin ser del todo sincero ni del todo mentiroso.

El animal de la sinagoga. - Seligmann y Graubart. - ¿Será serio ya esto? - El obrero de la construcción.

La boda de Lisbeth Seligmann y Franz Graubart había sido cuidadosamente preparada.

Disculpe usted que de pronto me haya distraído de esa manera. Me participa usted su compromiso matrimonial, la noticia más alegre que podría darme, y yo, de pronto, pierdo por completo el interés, y parece que tengo la cabeza puesta en cosas totalmente distintas. Pero se trata sin duda alguna de un desinterés sólo aparente, es que me vino a la memoria una historia, una vieja historia que yo viví de cerca, pero en cualquier caso totalmente a salvo, totalmente a salvo y sin embargo más comprometido que con otras cosas que me concernían directamente. Eso está en la naturaleza del propio asunto, entonces uno no podía permanecer indiferente, aunque sólo hubiese logrado ver el último cabo de la historia.

El guardián de la prisión quiso abrir la puerta de hierro, pero el cerrojo estaba oxidado, al viejo no le bastaban las fuerzas, tuvo que venir el ayudante, pero éste hizo un gesto de duda, no por el cerrojo oxidado.
Los héroes fueron puestos en libertad, se pusieron torpemente en fila, la reclusión les había hecho perder movilidad. Mi amigo, el carcelero, sacó de su cartera la lista de héroes, era el único documento de la cartera, como yo apunté sin malicia alguna -no estaba empleado como escribiente-, y se dispuso a pasar lista a los héroes y a ir tachando después los nombres. Yo estaba sentado a un lado de su mesa y contemplaba con él la fila de héroes.

Don Quijote tuvo que emigrar, toda España se reía de él, allí se había hecho socialmente inaceptable. Viajó por el sur de Francia, donde de vez en cuando tropezaba con gente agradable con la que hacía amistad, atravesó en pleno invierno los Alpes en medio de grandes fatigas y privaciones, recorrió después las llanuras del norte de Italia, donde sin embargo no se sintió a gusto, y llegó finalmente a Milán.

En las tierras propiedad del príncipe M. ha dado muy buenos resultados el nuevo cargo de fustigador. Pero esa nueva institución sólo podrá ser copiada con éxito en otras partes si se cuenta de firme con una persona tan magníficamente apropiada para el cargo como el fustigador de M. Lo descubrió el propio príncipe. Poco antes de las faenas de la cosecha propiamente dicha, el príncipe, apoyado en el bastón, va por la calle principal del pueblo, todavía no es viejo pero ya hace años que usa bastón debido a una enfermedad de la pierna que ahora todavía no es grave pero que, eso temen los médicos, puede evolucionar peligrosamente. Mientras el príncipe avanza a paso lento, parándose de vez en cuando apoyado en el bastón, cavilando sobre la distribución más ventajosa de las faenas de la cosecha -es un agricultor muy activo, con una dedicación que le complace positivamente-, y al hacer esas reflexiones se tropieza con el hecho de que, pese al absurdo aumento de salarios, falta mano de obra o, mejor dicho, en el fondo habría abundante mano de obra si esa gente quisiera trabajar de verdad, como hay que trabajar y se trabaja en efecto en las tierras de los propios campesinos, pero en modo alguno, desgraciadamente, en las tierras señoriales, mientras reflexiona furioso una vez más -la pierna enferma se hace sentir también más de lo normal- sobre todas esas cosas que ya ha repasado mentalmente tantas veces, en el umbral de una cabaña medio en ruinas descubre a un muchacho que le llama la atención porque, teniendo ya seguramente unos veinte años, y descalzo como está, sucio y harapiento, parece un inútil muchachito en edad escolar.

La parte más baja en el interior del trasatlántico y que se extiende por toda la longitud del barco está completamente vacía, pero apenas tiene un metro de altura. La construcción del barco exige ese espacio vacío. Claro que no está completamente vacío, pertenece a las ratas.

Toda mi vida he tenido una cierta sospecha en cuanto a mí mismo. Pero ocurría sólo de vez en cuando, en medio había largos intervalos que bastaban para olvidar. Eran, además, cosas insignificantes, que también se dan en otras personas y que en ellas no tienen mayor importancia, por ejemplo el asombro que produce el propio rostro reflejado en el espejo, o la nuca o incluso la figura entera, cuando de pronto uno pasa por la calle delante de un espejo.

Toda mi vida he tenido una cierta sospecha en cuanto a mí mismo, una sospecha un poco semejante a la que siente un niño adoptado respecto a sus padres adoptivos, aunque se le eduque cuidadosamente en la creencia de que los padres adoptivos son sus verdaderos padres. La sospecha está ahí, por más que los padres adoptivos quieran al hijo como si fuese propio y no escatimen las muestras de cariño y de paciencia, es una sospecha que acaso se ponga de manifiesto sólo de vez en cuando y tras largos intervalos, sólo en ocasiones breves y fortuitas, pero que está viva, que, cuando descansa, no desaparece sino que hace acopio de fuerzas, y en un momento propicio, de un salto, se convierte de malestar mínimo en una sospecha grande, violenta, maligna, que no admite trabas y que destruye sin vacilar todo lo que hay en común entre el sospechoso y lo sospechado. Noto que se agita en mí, igual que la mujer embarazada nota el movimiento del niño, y sé además que no sobreviviré a su nacimiento real. ¡Vive, hermosa sospecha, dios grande y poderoso, y déjame morir a mí, que te he traído al mundo a ti, que dejaste que yo te trajera al mundo!

Me llamo Kalmus, no es un nombre insólito y sin embargo es absurdo en alto grado. Siempre me ha dado que pensar. «¿Cómo? - me digo a mí mismo-, ¿te llamas Kalmus? ¿Es cierto eso?» Hay muchas personas, aun sin salir de tu numerosa parentela, que se llaman Kalmus y que, gracias a su existencia, le dan a ese en sí absurdo nombre un sentido perfectamente razonable. Nacieron Kalmus y morirán como tales en paz, al menos en lo que concierne a la paz con el nombre.»

Un joven estudiante, diligente y trabajador, que se había interesado mucho por el caso de los caballos de Elberfeld, habiendo leído y analizado detalladamente todo 1o aparecido en letra impresa sobre ese tema, decidió realizar por su cuenta experimentos en ese campo y darles desde el principio un planteamiento totalmente distinto y en su opinión incomparablemente mejor que el de sus predecesores. Sus recursos pecuniarios, por otra parte, eran en sí insuficientes para permitirle hacer experimentos a gran escala, y si el primer caballo que él quisiera comprar para sus experiencias resultara obstinado, lo que no se puede comprobar, por muy intensamente que se trabaje, hasta pasadas varias semanas, entonces él no tendría posibilidad de empezar en mucho tiempo ningún otro experimento. Sin embargo, no estaba demasiado acongojado por eso, porque si aplicaba su método, probablemente podría superar cualquier forma de obstinación. Sea como fuere, de acuerdo con su natural precavido, ya al calcular los gastos que iba a tener y el dinero que podría reunir, procedió con todo rigor. La suma mensual que necesitaba para poder subsistir medianamente mientras hacía la carrera, hasta ahora se la mandaban regularmente sus padres, pobres comerciantes de provincia; a esa ayuda no pensaba renunciar tampoco en adelante, aunque por supuesto, si quería lograr los grandes éxitos que se prometía en su nuevo campo de actividad, tendría que dejar forzosamente los estudios, unos estudios que sus padres seguían de lejos llenos de ilusión. En lo que no había ni que pensar era en que los padres se mostrasen comprensivos con ese campo de actividad ni, menos aún, que le ofreciesen su ayuda, así que, por violento que le resultara, tendría que ocultarles sus intenciones y dejarles en la creencia de que continuaba haciendo la carrera. El engañar a sus padres era sólo uno de los sacrificios que quería imponerse en aras de su proyecto. Pero para cubrir los grandes gastos que iban a exigir previsiblemente sus trabajos, no podía bastar la suma que le enviaban los padres. Por eso de ahora en adelante el estudiante quería emplear la mayor parte de la jornada, dedicada hasta entonces a los estudios, a dar clases particulares. Y la mayor parte de la noche estaría dedicada al trabajo propiamente dicho. Si el estudiante había elegido las horas nocturnas para instruir al caballo, no sólo era porque su precaria situación económica le obligaba a ello, sino también porque los nuevos principios que quería introducir en las clases que impartiría al caballo le remitían a la noche por diferentes razones. Hasta la más breve distracción de la atención del caballo significaba, a su juicio, un daño irreparable para las clases, y de eso le preservaba sobre todo la noche. Esa excitación que acomete al hombre y al animal cuando están despiertos de noche y trabajan, venía expresamente postulada en su plan. Él no temía, como otros expertos, la violencia del caballo, antes bien la exigía, más aún, quería generarla, no desde luego con el látigo, pero sí con el estímulo de su presencia y de su enseñanza ininterrumpidas. Afirmaba que cuando se enseñaba bien a los caballos no debían producirse progresos aislados; esos progresos aislados, de que hacían gala tan desmesuradamente en los últimos tiempos diversos aficionados a los caballos, no eran para él otra cosa que, o bien productos de la imaginación de los educadores, o bien, mucho peor aún, el más claro indicio de que jamás se lograría un progreso general. Él, personalmente, de ninguna otra cosa quería guardarse más que de conseguir progresos sueltos; la modestia de sus predecesores, que ya creían haber alcanzado algo cuando lograban que el caballo resolviera algún mínimo problema de aritmética, le parecía inconcebible, era como si en la educación de los niños se quisiera empezar por no inculcar al niño otra cosa que la tabla de multiplicar, sin tener en cuenta si ese niño es ciego, sordo e insensible frente al resto de la humanidad. Todo eso era tan insensato, y los errores de los otros educadores de caballos le parecían a veces tan monstruosamente evidentes, que entonces hasta llegaba a concebir sospechas contra sí mismo, puesto que era casi imposible que un solo individuo, además un individuo inexperto, al que tan sólo impulsaba una no comprobada, pero sí honda y casi frenética convicción, pudiese tener razón en contra de todos los entendidos ..

Los hechos comprobados hasta ahora en relación con la súbita muerte del abogado Monderry son los siguientes: una mañana, a eso de las cuatro y media, era una hermosa mañana de junio y ya había mucha claridad, la señora Monderry salió de su piso, situado en la tercera planta, se asomó al hueco de la escalera y gritó con los brazos abiertos, con la visible intención de pedir socorro a todos los vecinos: «¡Han asesinado a mi marido! ¡Piedad! ¡Piedad! ¡Mi buen marido ha sido asesinado!». El primero que vio y oyó a la señora Monderry fue el mozo de una panadería que en ese momento, llevando con ambas manos un gran cesto de panecillos, subía los últimos peldaños del tercer piso. También fue él quien en la primera declaración afirmó que recordaba al pie de la letra lo que había gritado la señora Monderry. Pero después, en el careo con la señora Monderry, se retractó de esa declaración y explicó que podía haberse engañado, ya que en un primer momento le asustó muchísimo la aparición de la mujer. Eso era desde luego muy probable, porque, incluso pasadas ya varias semanas, estaba tan excitado cuando exponía los hechos, que acompañaba su relato de exagerados movimientos de manos y pies, para al menos causar en su oyente una impresión aproximadamente comparable a la que él llevaba dentro. Por lo que él contaba, la señora Monderry había salido en tromba gritando por la puerta, que él no había visto abrirse, por lo que creía que ya estaba abierta antes, había separado con fuerza las dos manos, que llevaba enlazadas convulsivamente por encima de la cabeza, y se dirigió corriendo a la escalera. No llevaba puesta otra cosa que el camisón y una pañoleta gris que sin embargo no bastaba para cubrirle del todo la parte superior del cuerpo. Iba con el cabello suelto, y éste le caía en parte por el rostro, lo que también contribuyó a que no se entendieran bien sus palabras. Nada más ver al mozo de la panadería, corrió hacia la escalera, tiró de él hacia arriba con manos temblorosas, se colocó detrás de él y lo fue empujando delante de ella como una especie de protección, mientras se aferraba a sus hombros. Con aquel atosigamiento, el chico no pensó que podía dejar en algún sitio el cesto de los panecillos y no lo soltó de las manos en todo el tiempo. Así se dirigieron -la mujer, cuyo miedo iba en aumento, estrechaba al joven cada vez más contra ella-, a pasos rápidos pero cortos, hacia la puerta del piso, cruzaron el umbral y avanzaron por el estrecho y oscuro vestíbulo. El rostro de la mujer siempre asomaba a la derecha o a la izquierda del chico, parecía estar al acecho de alguna cosa que tenía que aparecer en cualquier momento, a veces tiraba del joven hacia atrás como si fuese imposible seguir avanzando, pero luego lo volvía a empujar hacia delante con todo su cuerpo. La primera puerta que vieron en su recorrido, la mujer la abrió con una mano, con la otra mantenía agarrado por detrás el cuello del chico. Recorrió con la mirada el suelo, las paredes y el techo de la habitación, no encontró nada, dejó abierta la puerta y, siempre con el chico y ahora ya más decidida, se fue hacia la puerta siguiente. Estaba abierta de par en par. Al entrar, casi lo único que se veía eran dos camas, puestas una al lado de otra. La habitación estaba a oscuras, porque las pesadas cortinas, totalmente corridas, sólo dejaban entrar una brizna de luz por las estrechas rendijas. En la mesilla de noche que estaba junto a la cama más próxima a la puerta ardía un pequeño cabo de vela. En esa cama tampoco se veía nada anormal, pero en la otra tenía que haber ocurrido algo. Ahora era el muchacho el que no quería seguir adelante, pero la mujer le empujó con los puños y las rodillas. En una de las declaraciones le preguntaron por qué había vacilado, si había sido quizás por miedo a lo que acaso esperaba ver en la cama. A eso respondió que él no siente miedo nunca y que tampoco lo había sentido entonces pero que tuvo la sensación de que en alguna parte de aquella habitación había algo escondido que de pronto podía aparecer de un salto. Ese «algo» que él no podía describir con más detalle era a lo que había querido esperar en un primer momento, antes de seguir avanzando. Pero como la mujer parecía tener tanto interés en llegar a la segunda cama, había acabado cediendo.

Desplegada encima de mí había una gran bandera, me desembaracé trabajosamente de ella. Me hallaba sobre un promontorio, donde alternaban prados y rocas desnudas. Colinas parecidas se extendían, en ondulada línea, por los cuatro puntos cardinales, la vista alcanzaba muy lejos, sólo por el oeste la neblina y el reflejo del sol poniente difuminaban todas las formas. La primera persona que vi fue mi comandante, estaba sentado sobre una piedra, con las piernas cruzadas, un codo apoyado en la rodilla, la cabeza en la mano, y dormía.

Unless otherwise stated, the content of this page is licensed under Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0 License