El Maestro De Pueblo (El Topo Gigante)

"Quiso, en una palabra, que la existencia de un mundo sin razón, que los sentidos no ordenan, fuera siempre existencia soberana, existencia posible solamente en la medida que la existencia llama a la muerte."
George Bataille
"El comienzo de toda novela corta resulta de entrada ridículo. Parece imposible que ese organismo nuevo, todavía inacabado, sensible por todas partes, logre mantenerse en la organización ya existente del mundo, la cual tiende, como toda organización ya existente, a cerrarse hacia afuera."
Diarios 1910-1913
Primera edición: en Beim Bau der Chinesischen Mauer, Berlín, 1931.
Las gentes a las que yo pertenezco, las que incluso encuentran repulsivo un topo corriente, hubieran muerto con seguridad de repugnancia si hubieran visto el gigantesco topo que hace algunos años fue visto en las cercanías de un pequeño pueblo, que adquirió pronto efímera fama. Pero ciertamente hace ya tiempo que ha vuelto a caer en el olvido y con ello se ve la falla de todo el suceso, que quedó completamente inexplicado, ya que no se hizo ningún esfuerzo serio para aclararlo; y que a consecuencia de un incomprensible descuido de aquellos círculos que se tenían que haber ocupado y que efectivamente se preocupan de cosas de menor importancia, quedó olvidada, sin un examen más minucioso. El hecho de que el pueblo se encuentre lejos del tren no puede servir en ningún caso como disculpa.
Muchas personas venían de lejos por curiosidad, incluso del extranjero; sólo no vinieron aquellos que debían mostrar algo más que curiosidad. En efecto, si las personas sencillas no se hubieran ocupado desinteresadamente de este asunto, personas a las que su trabajo diario apenas les concedía un minuto de respiro, el rumor de la aparición apenas si hubiera traspasado la región. Hay que admitir que incluso el rumor, que apenas si se puede mantener, era demasiado insistente; si no se lo hubiera empujado formalmente, no se hubiera extendido. Pero esto tampoco era motivo para no ocuparse del asunto; por el contrario, también la aparición tenía que haber sido investigada. En su lugar se dejó el único estudio escrito del caso al viejo maestro de pueblo que, si bien era un extraordinario hombre en su profesión, ni sus aptitudes ni su instrucción le permitían entregarse a una profunda y valorable descripción, ni mucho menos a una explicación. El pequeño escrito fue impreso y muy bien vendido a los que entonces visitaban el pueblo, encontró incluso una cierta acogida; pero el maestro era lo suficientemente listo como para darse cuenta de que sus esfuerzos, aislados y sin apoyo, en el fondo carecían de valor. Mas no cesó en ellos y convirtió el hecho, que a pesar de su naturaleza era cada vez más y más desesperado, en el trabajo de su vida; esto demuestra, por una parte, la gran influencia que podía causar la aparición, y por otra parte, el tesón y la persuasión que se pueden encontrar en un viejo y olvidado maestro de pueblo. Pero que había sufrido mucho ante la indiferencia de las personalidades competentes, lo prueba un pequeño apéndice que hizo añadir a su escrito, si bien algunos años después, o sea, en una época en la que ya casi nadie se acordaba del asunto. En este apéndice se lamenta —convincentemente, tal vez por su sinceridad más que por su habilidad— de la falta de comprensión que ha encontrado en la gente, sobre todo en aquella que era menos de esperar. De estas personas dice acertadamente: "Ellos hablan como viejos maestros de pueblo, no yo."
Comenta, entre otras cosas, la opinión de un experto al que acudió con su asunto. El nombre del experto no aparece, pero a través de ciertos detalles se puede adivinar de quién se trataba. Después- de vencer grandes dificultades para llegar a ser recibido por el experto, al que ya se había anunciado con semanas de anticipación, notó ya en los saludos que éste se había formado una inamovible opinión en relación al asunto. La preocupación con la que escuchó el largo informe del maestro, al que devolvió el escrito, se aprecia en la observación que hizo tras una aparente reflexión:
—La tierra es en su comarca especialmente pesada y negra. Así da a los topos una alimentación especialmente sustanciosa y se hacen extraordinariamente grandes.
—Pero no tan grandes —gritó el maestro y midió, exagerando un poco en su ira, dos metros en la pared.
—Sin embargo, sí —contestó el experto, al que por lo visto todo el asunto le parecía muy divertido.
Con esta respuesta regresó el maestro a su casa. Cuenta cómo, por la noche, nevando, le esperaban en la carretera su mujer y sus seis hijos y cómo les tuvo que informar del definitivo fracaso de sus esperanzas.
Cuando leí lo relativo al comportamiento del experto con el maestro, no conocía aún el escrito principal de este último. Pero me decidí inmediatamente a coleccionar y recopilar yo mismo todo lo que pudiera conocer sobre el caso. Puesto que yo no podía vérmelas con el experto, mi escrito debía defender por lo menos al maestro, mejor dicho, no tanto al maestro como la buena intención de un honrado pero poco influyente hombre. Confieso que me arrepentí más tarde de esta decisión, pues pronto noté que su exposición me iba a colocar en una situación curiosa. Por una parte mi influencia distaba mucho de ser suficiente como para cambiar la opinión del experto o incluso la del público a favor del maestro; por otra parte, el maestro debía notar que a mí me importaba menos su intención principal —probar la aparición del enorme topo— que la defensa de su hombría de bien, que a él le parecía por supuesto fuera de toda defensa. Así, pues, podía ocurrir que yo, que quería apoyar al maestro, no encontrase en él ninguna comprensión, y que seguramente, en lugar de su ayuda, necesitase para mí otra nueva ayuda, de aparición poco probable. Además, mi decisión me echaba encima un gran trabajo.
Si yo quería convencer, no debía remitirme al maestro, que a su vez no había podido convencer. El conocimiento de su escrito sólo me hubiera confundido, por lo que evité leerlo antes de la conclusión de mi propio trabajo. Ciertamente él se enteró por terceras personas de mis indagaciones, pero no sabía si trabajaba en su mismo sentido o contra él. Sí, incluso imaginó lo último, aunque más tarde lo negara, pues puedo probar que me colocó distintos obstáculos en el camino. Eso le resultaba muy fácil, puesto que yo estaba obligado a examinar de nuevo las investigaciones que él ya había efectuado, por lo que siempre se me anticipaba. Este era, sin embargo, el único reproche que se le podía hacer con justicia a mi método, un reproche por cierto inevitable, pero muy contrarrestado por el cuidado y abnegación de mis conclusiones finales. Aparte de esto, mi escrito estaba libre de toda influencia del maestro; tal vez observara en este-punto una exagerada meticulosidad; parecía como si nadie hubiera estudiado el caso hasta ahora, como si yo Fuera el primero que interrogaba a los testigos, el primero que ordenaba los datos, el primero que deducía consecuencias. Al leer más tarde el escrito del maestro —tenía un título muy ceremonioso: "Un topo, tan grande como nadie lo ha visto jamás" — encontré que no coincidíamos en los puntos esenciales, si bien ambos creíamos haber demostrado el problema esencial, la existencia del topo. De todas maneras aquellas diferencias de opinión impidieron el nacimiento de una relación amistosa, que en realidad yo había esperado a pesar de todo. Incluso empezó a desarrollarse por su parte una cierta enemistad. Si bien siempre se comportó conmigo humilde y razonablemente, su verdadero estado de ánimo 'se le notaba claramente. Opinaba que yo lo había dañado la causa del topo, y que si creía haberlo ayudado o podido ayudar era, en el mejor de los casos, un ingenuo, y más seguramente, un presumido o un falso. Sobre todo señaló repetidas veces que todos los enemigos que hasta entonces había tenido, no habían demostrado su enemistad o sólo lo habían hecho a solas o verbalmente, mientras que yo había considerado necesario hacer imprimir de inmediato todas mis proposiciones. Además, los pocos enemigos que, si bien superficialmente, se habían ocupado del asunto, habían escuchado su opinión, la opinión que aquí marcaba la pauta, la suya, antes de expresar otra propia. Yo en cambio había obtenido resultados de unos datos desordenadamente sistematizados y en parte mal comprendidos. Estos resultados, a pesar de ser correctos en lo esencial, tanto para el público como para los catedráticos. El más leve destello de incredulidad sería, sin embargo, lo peor que podía ocurrir.
Yo podía haber contestado fácilmente a estos reproches enmascarados —por ejemplo, su escrito representaba el colmo de lo inverosímil—, pero más difícil era luchar contra sus restantes sospechas, y este fue el motivo por el que en general me mantuve alejado de él. El secretamente creía que yo le había querido quitar la fama de haber sido el primer defensor público del topo.
Mas no existía mérito alguno en su persona, sino cierta ridiculez que, sin embargo, se reducía a un círculo cada vez más pequeño y al cual yo con toda certeza no quería aspirar. Pero además yo había explicado claramente, en la introducción a mi escrito, que el maestro debía considerar siempre como descubridor del topo —ni siquiera era el descubridor del topo— y que sólo una participación en su desgracia me había Forzado a la redacción de la investigación. "El fin de este libro es" —terminé así, casi patéticamente, pero de acuerdo con mi excitación de entonces— "contribuir a la merecida difusión del escrito del maestro. Si se consigue esto, mi nombre debe ser inmediatamente borrado de este asunto, en el que sólo aparece nombrado de pasada y superficialmente." Así pues, rechacé cualquier participación mayor en el asunto; parecía que de alguna manera no hubiera previsto el increíble reproche del maestro. Pero justo en este punto él encontró asidero en mi contra, y no niego que había un cierto derecho en lo que decía o más que nada apuntaba: como me ocurrió no pocas veces, en algunos aspectos demostraba conmigo más agudeza que en su escrito, pues afirmaba que mi introducción tenía un doble sentido. Si lo que de verdad me importaba era difundir su escrito, porqué no me ocupaba exclusivamente de él y de su escrito, por qué no mostraba sus méritos, su irrefutabilidad, por qué no profundizaba más, abandonando completamente el escrito, del propio descubrimiento. ¿Es que acaso no había sido ya hecho éste? ¿Quedaba acaso algo por hacer en este aspecto? Pero si yo creía realmente en la necesidad de efectuar de nuevo el descubrimiento, ¿por qué me desdecía tan alegremente de éste en la introducción? Podía ser una fingida modestia, pero era algo más enojoso: yo desvalorizaba el descubrimiento, le concedía atención sólo para desvalorizarlo; lo había investigado y lo dejaba a un lado. Tal vez ya se hubiera silenciado un poco el asunto; pero yo volví a revolverlo, con lo que, sin embargo, coloqué al maestro en una posición más difícil que nunca. ¡Lo que significaba para el maestro la defensa de su rectitud! Era esta cuestión y sólo ésta la que importaba.
Pero yo lo había traicionado, porque no lo comprendía, porque no lo valoraba correctamente, porque no tenía ningún talento para ello. Escapaba con mucho a mi comprensión. Estaba sentado delante mío y me miraba tranquilamente con su vieja y arrugada cara y, sin embargo, ésta era sólo su opinión. No era exacto que le importara solamente el asunto en sí; era incluso bastante ambicioso y quería ganar dinero, que era muy comprensible a la vista de su numerosa familia. A pesar de todo mi interés en un asunto tan pequeño le parecía en comparación tan reducida que se creía autorizado a presentarse como modelo de desinterés sin mentir demasiado. Y efectivamente, no me sirvió ni una sola vez para mi satisfacción interior, que me dijera que en el fondo de los reproches del hombre se debían a que en cierto sentido, él sujetaba su topo con las dos manos y llamaba traidor a todo aquel que tan sólo quería acercarle un dedo. Su comportamiento no era por avaricia, por lo menos no se podía explicar sólo por este motivo; más bien había una irritación provocada por su gran esfuerzo y total falta de éxito.
Pero la irritación tampoco lo explicaba todo. Tal vez mi interés en el asunto fuera realmente demasiado pequeño. Ya era algo común para el profesor la falta de interés de los extraños; sufrían por él en general, pero no en lo particular. Pero cuando al fin se había encontrado con uno que se ocupaba del asunto en forma extraordinaria, incluso éste no lo comprendía. Una vez empujado en esta dirección, no quise mentir. No soy zoólogo; tal vez me hubiese apasionado por este caso hasta el fondo de mi corazón si lo hubiera descubierto yo, pero no había sido así. Ciertamente que un topo tan grande es algo notable, pero no puede exigir la atención permanente del mundo, especialmente cuando la existencia del topo no está completa y satisfactoriamente demostrada y cuando sobre todo éste no puede ser exhibido. Y también reconocí que, aunque hubiera sido yo el descubridor del topo, nunca me hubiera ocupado de él lo que me ocupo del profesor, a gusto y voluntariamente.
Seguramente hubiera desaparecido pronto la discrepancia entre el maestro y yo si mi escrito hubiera tenido éxito. Pero incluso este éxito se hizo desear.
A lo mejor el escrito no era bueno, no había sido escrito convincentemente; yo soy comerciante, la redacción de semejante escrito sobrepasa posiblemente el círculo que me ha sido impuesto, en este caso el maestro, a pesar de que yo lo superaba en todos los conocimientos necesarios. También contribuyó al fracaso la quizás inapropiada fecha de aparición.
El descubrimiento del topo, que no había podido abrirse paso, era, por una parte, no tan lejano como para haberlo olvidado por completo, de modo que escrito hubiera podido resultar una sorpresa; pero por otra parte, había pasado ya el tiempo suficiente como para agotar casi totalmente el reducido interés que despertó en su día. Aquellos que se interesaban siquiera un poco por mi escrito se decían con un cierto desconsuelo, que ya hace años había ocurrido una discusión, y que de nuevo volvían a empezar los esfuerzos inútiles por probar este asunto anodino; algunos incluso confundían mi escrito con el del profesor.
En una importante revista agrícola apareció la siguiente observación, por suerte en las hojas finales y en letra pequeña: "Se nos ha vuelto a enviar el escrito sobre el topo gigante, líos acordamos de habernos reído de él de todo corazón hace algunos años. Desde entonces, este escrito no se ha vuelto mas inteligente y nosotros no nos hemos vuelto más tontos. La segunda vez no podemos tan sólo reírnos. Por eso nos parece oportuno preguntar las asociaciones de maestros si un maestro de pueblo no puede encontrar un trabajo más útil que el de ir persiguiendo topos gigantes." ¡Una equivocación imperdonable! No habían leído ni el primer ni el segundo escrito y las dos miserables palabras —topo gigante y maestro de pueblo— que habían cogido apresuradamente, bastaban a los señores para colocarse en escena como defensores de intereses reconocidos. Contra todo esto se podría haber hecho algo con éxito, pero el deficiente entendimiento con el maestro me hizo desistir de ello. Al revés, intenté mantenerle oculta la revista tanto tiempo como fue posible. Pero la descubrió muy pronto, lo noté por una observación en una carta en la que me comunicaba su visita para las fiestas de Navidad. Escribió: "El mundo es malo, cosa que a veces se le facilita", con lo que quería indicar que yo pertenezco al mundo malo, pero "que no basta con la maldad residente en mí, sino que además facilito al mundo, es decir, actúo, para sacar a relucir la maldad general y para ayudarla a triunfar. Bueno, yo ya había sacado las conclusiones necesarias; pude esperarlo tranquilamente y pensar con calma, mientras él me saludaba con menos amabilidad que otras veces, se sentaba frente a mí sin hablar, sacaba con cuidado la revista del bolsillo interior de su gabán curiosamente acolchonado y empujaba la revista en mi dirección.
—La conozco —dije yo y empujé de nuevo la revista hacia él sin mirarla.
—Usted la conoce —dijo suspirando, pues tenía la vieja costumbre de maestro de repetir respuestas de otros—. Naturalmente, no voy a aceptar el asunto sin defenderme —prosiguió, y golpeó excitado la revista con el dedo mientras me observaba con una mirada penetrante, como si yo fuera de la opinión contraria.
Tenía ciertamente una idea de lo que yo iba a decir; pero creí notar, no tanto en sus palabras como en otros indicios, que a menudo tenía una comprensión muy correcta de mis intenciones; pero no cedía en sus ideas y se dejaba apartar del asunto. Esto, se lo dije en aquella ocasión, puedo repetirlo casi al pie de la letra, pues lo anoté poco después de la conversación.
—Haga lo que quiera —dije yo—; a partir de hoy nuestros caminos se separan. Creo que no resulta para usted ni inesperado ni inoportuno. La noticia de la revista no es la causa de mi decisión, ha contribuido a afirmarla; el auténtico motivo es que al, principio creía poder ayudarlo con mi informe, mientras que ahora puedo ver que en todo sentido lo he perjudicado. Por qué ha ocurrido así, no lo sé; los motivos para el éxito y el fracaso son siempre ambiguos; no busque sólo aquellas interpretaciones que hablen en mi contra. Pienso en usted; también usted tenía las mejores intenciones y, sin embargo, fracasó, si observamos todo en conjunto. No bromeo cuando digo, pues va en contra mía, que su relación conmigo cuenta dentro de sus fracasos. El que yo me retire ahora del asunto no es ni cobardía ni traición. Incluso lo hago no sin cierto esfuerzo; lo que yo aprecio de su persona esta ya en mi escrito; en cierto sentido, usted se ha convertido en mi maestro, e incluso el topo se me hizo querido. Sin embargo, me aparto; usted es el descubridor y a pesar de todo lo que yo haga siempre impido la llegada de la posible fama, y en cambio atraigo el fracaso y lo conduzco hacia usted. Por lo menos esta es su opinión. Basta de esto. La única penitencia que puedo aceptar es pedirle perdón y si así me lo exige, repetir públicamente la confesión que aquí he hecho, por ejemplo, en esta revista.
Estas fueron entonces mis palabras; no eran del todo sinceras, pero la sinceridad era fácilmente deducible de ellas. Mi explicación obró en él como aproximadamente había esperado. La mayoría de las personas mayores tienen para los jóvenes algo que confunde, algo que niega su naturaleza; se vive tranquilamente a su lado, se cree asegurada la relación, se conocen las opiniones dominantes, se recibe continuamente una confirmación de la paz, se considera todo como lógico y de repente, cuando ocurre algo decisivo y cuando debiera actuar la tranquilidad tanto tiempo preparada, estas personas mayores parecen extraños, tienen opiniones más profundas y más fuertes; es ahora cuando despliegan formalmente su bandera sobre la que se lee su nuevo lema con horror. Este horror es sobre todo porque lo que dicen ahora es realmente mucho más autorizado, más lleno de sentido, como si lo lógico fuera mucho más lógico. Pero lo que inevitablemente niega todo es que lo que dicen ahora lo han dicho siempre, en el fondo y, sin embargo, normalmente nunca se podría haber supuesto. Tenía que haber calado hondo en este maestro del pueblo para que ahora no me sorprendiera por completo.
—Niño —dijo, puso su mano en la mía y la frotó amistosamente—. ¿Cómo se le ocurrió siquiera meterse en este asunto? En cuanto lo oí por primera vez, se lo comenté a mi mujer. —Se apartó de la mesa, extendió los brazos y observó el suelo, como si abajo estuviera, diminuta, su mujer y hablara con ella.— Tantos años le dije, luchando solos, y ahora parece interceder por nosotros un gran protector, un profesor de la ciudad de nombre tal y tal. ¿No debiéramos alegrarnos? Un profesor en la ciudad significa no poco; si un labrador andrajoso nos cree y así lo manifiesta no nos puede ayudar, pues lo que hace un labrador, nunca tiene valor, da igual que diga: el viejo maestro tiene razón; o que escupa de manera inconveniente; su efecto es el mismo. Y si se levantan diez mil labradores en vez de uno, tal vez el efecto sea incluso peor. En cambio, un profesor en la ciudad es algo distinto, un hombre así tiene enlaces; incluso aquello que dice de pasada se comenta en amplios sectores, nuevos proyectos se unen al asunto, uno dice, por ejemplo: también se puede aprender algo de los maestros de pueblo, y al día siguiente ya lo comenta una multitud de personas, inesperadas de acuerdo con su forma dé ser. Ahora se encuentran fondos para el asunto, una colecta, y los demás le dan el dinero en la mano; se opina que el maestro de pueblo ha de ser sacado del pueblo; vienen y no se ocupan de su aspecto, se lo coloca en el centro, también a su mujer e hijos que se cuelgan de él. Ha observado alguna vez a la gente de la ciudad: gorgojean ininterrumpidamente. Si hay unos cuantos de ellos juntos, el gorgojeo va de izquierda a derecha y vuelve de nuevo y baja y sube. Y así, gorgojeando, hablan de nosotros en el coche, apenas si uno tiene tiempo de saludar a todos.
"El señor sobre el pescante se ajusta sus gafas, blande el látigo y marchamos. Todos hacen señas de despedida hacia el pueblo, como si todavía estuviéramos allí en vez de estar sentados entre ellos. De la ciudad nos salen al encuentro algunos coches con los especialmente impacientes. Según nos vamos acercando se levantan de sus asientos y se estiran para vernos. El que ha reunido el dinero lo ordena todo y exhorta al silencio. Ya es una gran hilera de coches cuando entramos en la ciudad. Hemos pensado que el saludo ya se ha terminado, pero es delante de la posada donde comienza de verdad. En la ciudad muchas personas se congregan inmediatamente a una llamada. Por aquello que preocupa a uno también preocupa al otro enseguida. Se quitan unos a otros sus opiniones y se las apropian. No todas las personas que pueden ir en el coche esperan delante de la posada; sin embargo, otros podrían viajar, pero no lo hacen por convencimiento propio. También éstos esperan. Es increíble como se está atento a todo el que ha acumulado dinero.
Lo había escuchado en silencio; sí, durante su charla me he quedado cada vez más en silencio. Sobre la mesa había amontonado todos los ejemplares que aún tenía de mi escrito. Faltaban sólo unos pocos, pues en los últimos tiempos había ido solicitando por escrito que se me devolvieran y había recibido ya la mayoría. Por cierto que de muchas partes me habían escrito con mucha cortesía que no se acordaban de haber recibido un escrito semejante y que, en el caso de haberlo recibido, se había perdido lamentablemente. Aun así no importaba, en el fondo yo no quería otra cosa. Sólo uno pidió poderse quedar con el escrito como curiosidad, y se comprometía, de acuerdo con el sentido de mi carta, a no enseñarlo a nadie durante los próximos veinte años. Todas estas cartas todavía no las había visto el maestro. Me alegré de que sus palabras me hicieran-tan fácil el enseñárselas. Pero si no, también podía hacerlo sin preocupación, porque había actuado muy cautelosamente en la redacción y nunca había descuidado el interés del maestro y de su asunto. Las frases principales de las cartas decían así: "No pido la devolución del escrito porque haya podido retractarme de las opiniones en él representadas o porque individualmente pudiera contemplarlas como erróneas o indemostrables. Mi petición tiene sólo motivos personales, si bien muy imperiosos; en cuanto a mi posición sobre el asunto del topo no me retracto en lo más mínimo. Pido que se preste especial consideración a esto, y si se quiere, que también se propague."
De momento tenía esta comunicación todavía oculta en mis manos y dije:
— ¿Quiere hacerme reproches porque no haya ocurrido así? ¿Por qué quiere hacer esto? No amarguemos la despedida. Y trate de aceptar por fin que si bien ha hecho usted un descubrimiento, éste no ha invalidado a otros y que, por tanto, la injusticia que se le hace no es importante. No conozco los estatutos de la sociedad de ciencias, pero no creo que ni aún en el mejor de los casos se le hubiera preparado un recibimiento siquiera parecido a aquel que tal vez le haya descrito a su pobre mujer. Si yo mismo esperaba algo del efecto del escrito, pensé que tal vez algún profesor podría interesarse en nuestro caso, que podría encargar a algún estudiante seguir el asunto, que ese estudiante se dirigiría a usted con seriedad y volvería a examinar de nuevo sus investigaciones y las mías, y que finalmente, en el caso de que el resultado le pareciera digno de mención —aquí hay que afirmar que todos los estudiantes jóvenes están llenos de dudas—, publicaría su propio escrito en el que justificaría científicamente el que usted ha escrito. Pero incluso en el caso de que esta esperanza se hubiere realizado, todavía no se habría logrado mucho. El escrito del estudiante que hubiera definido un caso tan extraño posiblemente hubiera sido ridiculizado. Ya ve usted con el ejemplo de la revista agrícola lo fácil que es, y en este aspecto las revistas científicas son aún más desconsideradas. Y es comprensible, los profesores tienen mucha responsabilidad ante ellos mismos, ante la ciencia, ante la posteridad; no pueden engreírse con todo nuevo descubrimiento. Nosotros, en cambio, les aventajamos en todo sentido. Pero voy a prescindir de esto y voy a considerar ahora que el escrito del estudiante tuviese aceptación. ¿Qué hubiera ocurrido entonces? Vuestro nombre habría sido honrado algunas veces, posiblemente lo favorecería en su profesión; dirían: "Nuestros maestros de pueblo tienen los ojos abiertos", y esta revista tendría, si las revistas tuviesen memoria y conciencia, que pedirle perdón públicamente; también se habría encontrado algún profesor bien intencionado que le concediera una beca; también es realmente posible que se hubiera intentado llevarlo a la ciudad, encontrarle un puesto en una escuela primaria de aquí y darle así la oportunidad de aprovechar los medios científicos que ofrece la ciudad para continuar la investigación. Pero si he de ser sincero, he de decir que tan sólo se habría intentado. Se lo habría llamado y usted habría venido como uno más, solicitando un empleo al igual que cientos, sin ningún recibimiento triunfal; se habría hablado con usted, se habría aceptado vuestra sincera aspiración, pero habrían visto al mismo tiempo que es un hombre mayor, que comenzar a esta edad un estudio científico es inútil y que sobre todo se ha realizado el descubrimiento más por casualidad que por trabajo de investigación y que aparte' de este caso único no piensa trabajar más. Así, pues, por estos motivos os habrían dejado en el pueblo. Sin embargo, continuarían con el descubrimiento, pues no es tan insignificante como para que una vez reconocido sea olvidado. Pero usted ya no tendría muchas noticias de éste, y las que tuviese le resultarían casi incomprensibles. Todo descubrimiento es inmediatamente introducido en la totalidad de la Ciencia, con lo que en cierto sentido deja de ser descubrimiento; se expande y desaparece; entonces hay que tener una visión muy acostumbrada científicamente como para reconocerlo. En seguida queda enlazado de cuya existencia ni siquiera a principios teníamos noticias, y en la discusión científica se lleva estos principios hasta las nubes. ¿Cómo poder comprenderlo nosotros? Si escuchamos una discusión especializada, creíamos, por ejemplo, que se trata del descubrimiento, pero ya se trata de otras cosas completamente distintas; y la próxima vez creemos que se trata de otra cosa, no del descubrimiento, pero sí se trata de éste.
"¿Lo comprende? Usted se habría quedado en el pueblo, podría haber alimentado y vestido un poco mejor a su familia con el dinero recibido, pero el descubrimiento le habría sido quitado sin que pudiese oponerse esgrimiendo algún derecho, pues no es sino en la ciudad donde éste cobre su valor real. E incluso no habrían sido desagradecidos con usted; a lo mejor se construiría en el lugar del descubrimiento un pequeño museo, que se convertiría en la atracción más interesante del pueblo; usted habría sido el encargado de las llaves y para no dejarlo sin ningún signo exterior de honor, se le habría dado una pequeña medalla para llevarla en el pecho, como acostumbran a llevar los empleados de los museos científicos. Todo esto habría sido posible, pero ¿es esto lo que usted quería?
Sin intentar una respuesta, objetó acertadamente:
— ¿Así que era esto lo que buscaba conseguir para mí?
—Tal vez —dije yo; —entonces no actué tan reflexivamente, como para poder contestar ahora con exactitud. Quise ayudarlo, pero me ha salido mal y es incluso lo peor que jamás haya hecho. Por eso quiero retirarme ahora y hacerlo como si nada hubiera pasado, en la medida de mis fuerzas.
—Está bien —dijo el maestro, sacó su pipa y empezó a llenarla con el tabaco que llevaba suelto en todos los bolsillos—, se ha ocupado voluntariamente del desgraciado asunto y ahora se retira también voluntariamente. ¡Todo está muy bien!
—No soy terco —dije—. ¿Encuentra algo que oponer a mi proposición?
—No, absolutamente nada —dijo el maestro y su pipa ya humeaba. No aguantaba el olor de su tabaco, por lo que me levanté y comencé a pasear por la habitación. Estaba acostumbrado por otras conversaciones a que el maestro fuera muy callado conmigo, pero que, sin embargo, una vez llegado, ya no quisiera moverse de mi habitación. Me había extrañado ya más de una vez; quiere algo más de mí, había pensado entonces y le había ofrecido dinero, que él indefectiblemente aceptaba. Pero irse, sólo se iba cuando le apetecía. Generalmente para entonces ya se había fumado la pipa, se movía alrededor del sofá, que acercaba respetuosa y ordenadamente a la mesa, cogía su bastón de nudos de la esquina, me apretaba fervientemente la mano y se iba. Pero hoy su actitud de permanecer sentado en silencio me resultaba ni más ni menos que molesta. Cuando se le ofrece a alguien la despedida definitiva, como yo lo había hecho, y cuando el otro lo califica de muy acertado, se termina en común y lo más pronto posible todo lo que quede por solucionar y no se importuna al otro, sin objeto alguno, con la muda presencia. Cuando se veía desde atrás al pequeño y tenaz viejo, sentado a mi mesa, se podría pensar que ya nunca más sería posible sacarlo de la habitación.

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