Desdicha

Cuando ya se volvía insoportable –en un atardecer de noviembre–, can-sado de ir y venir por la estrecha alfombra de mi habitación, como en una pista de carreras, y de eludir la imagen de la calle iluminada, me volví hacia el fondo del cuarto, y en la profundidad del espejo encontré una nueva meta, y grité, solamente para oír mi propio grito, que no halló respuesta ni nada que disminuyera su vigor, de modo que ascen-dió sin resistencia, sin cesar ni siquiera cuando ya no fue audible; fren-te a mí se abrió en ese momento la puerta, rápidamente, porque hacía falta rapidez, y hasta los caballos de los coches piafaban en la calle en-loquecidos como en una batalla, ofreciendo sus gargantas.
Como un pequeño fantasma, se penetró una niña desde el oscuro co-rredor, donde la lámpara no había sido encendida aún, y permaneció allí, de puntillas, sobre una tabla del piso que se estremecía levemente. De inmediato deslumbrada por el crepúsculo de mi habitación, intentó cubrirse la cara con las manos, pero se contentó inesperadamente con echar una mirada hacia la ventana, frente a cuya cruz el vapor ascen-dente de la luz callejera se había al fin acurrucado en la oscuridad. Con el codo derecho se apoyó en la pared, ante la puerta abierta, permi-tiendo que la corriente que entraba le acariciara los tobillos, y también el pelo y las sienes.
La miré un instante, luego le dije: "Buenas tardes", y tomé mi chaque-ta, que estaba sobre la pantalla frente a la estufa, porque no quería que me viera así, a medio vestir. Permanecí un momento con la boca abier-ta, para que la agitación se me escapara por la boca. Sentía un mal gusto en la boca, las pestañas me temblaban, en fin, esta visita tan es-perada no me causaba ningún placer.
La niña seguía junto a la pared, en el mismo lugar; había colocado la mano derecha contra la pared, y con las mejillas ruborizadas acababa de descubrir con asombro que el muro encalado era áspero y le lasti-maba la punta de los dedos. Le dije:
–¿Me busca realmente a mí? ¿No habrá un error? Nada más fácil que cometer un error en esta casa tan grande. Me llamo Tal–y–tal, vivo en el tercer piso, ¿Soy acaso la persona que usted busca?
–Calle, calle –dijo la criatura volviendo la cabeza–, no hay ningún error.
–Entonces, entre del todo en la habitación, quisiera cerrar la puerta.
–Acabo de cerrarla yo. No se moleste. Sobre todo, cálmese.
–No es ninguna molestia. Pero en este corredor vive mucha gente, y naturalmente todos son conocidos míos; la mayoría vuelve ahora de su trabajo; cuando oyen hablar en un cuarto se consideran con derecho a abrir la puerta y mirar qué ocurre. Siempre lo hacen. Esa gente ha tra-bajado el día entero, y nadie podría amargarles su provisional libertad nocturna. Además, usted lo sabe tan bien como yo. Permítame cerrar la puerta.
–¿Cómo, qué le ocurre? ¿Qué pasa? Por mí, puede venir toda la casa. Y le repito una vez más: ya he cerrado la puerta; ¿se cree que usted es el único que sabe cerrar la puerta? Hasta la he cerrado con llave.
–Muy bien, entonces. No pido más. No hacía falta que cerrara con llave. Y ahora que está usted aquí, le ruego que se considere como en su ca-sa. Es mi invitada. Confíe totalmente en mí. Póngase cómoda, sin te-mor. No insistiré para que se quede, ni para que se vaya. ¿Necesito de-círselo? ¿Tan mal me conoce usted?
–No. Realmente, no hacía falta que lo dijera. Aún más, no ha debido decírmelo. Soy una criatura; ¿por qué entonces tantas ceremonias conmigo?
–Exagera. Naturalmente, es una criatura. Pero no tan pequeña. Ha cre-cido bastante. Si fuera una muchacha no se atrevería a encerrarse con llave en una habitación, a solas con un hombre.
–No tenemos que preocuparnos por eso. Sólo quería decirle que el hecho de conocerlo tan bien no me protege mucho, y sólo le evita a us-ted el trabajo de mantener conmigo las apariencias. Y sin embargo, quiere hacer cumplimientos. ¡Déjese de tonterías, se lo ruego, déjese de tonterías! Debo decirle que no lo reconozco en todas partes y todo el tiempo, y menos en esta penumbra. Sería mejor que encendiera la luz. No, mejor que no. En todo caso, no olvidaré que acaba de amenazar-me.
–¿Cómo? ¿Que yo la he amenazado? Pero escúcheme. Estoy muy con-tento de que por fin haya venido. Digo "al fin" porque es tarde. No pue-do comprender por qué ha venido tan tarde. Es posible que la alegría me haya hecho hablar desordenadamente, y que usted haya entendi-do mal mis palabras. Admito todas las veces que usted quiera que tiene razón, que todo ha sido una amenaza, lo que usted prefiera. Pero nada de peleas, por Dios. ¿Cómo puede usted creer semejante cosa? ¿Cómo puede herirme de ese modo? ¿Por qué desea con tanta intensidad es-tropear este breve instante de su presencia? Un desconocido sería más condescendiente.
–No lo dudo; no es un gran descubrimiento. Yo estoy más cerca de us-ted, por mi propia naturaleza, que el desconocido más condescendien-te. También usted lo sabe; entonces, ¿por qué toda esta tragedia? Si quiere representar conmigo una comedia, me voy de inmediato.
–¿Ah, sí? ¿Se atreve también a decirme eso? Es casi demasiado atrevi-da. Después de todo, está en mi habitación. Frotando los dedos como una loca sobre la pared del cuarto.
¡Mi cuarto, mi pared! Y además, lo que usted dice no sólo es insolente, sino también ridículo. Dice que su naturaleza la impulsa a hablar con-migo de ese modo. ¿Realmente? ¿Su naturaleza le impulsa? Su natura-leza es muy amable. Su naturaleza es la mía, y cuando yo por naturale-za me siento amable hacia usted, usted no puede entonces sentirse si-no amable hacia mí.
–¿Le parece eso amable?
–Hablo de antes.
–¿Sabe usted cómo seré después?
–No sé nada.
Y me dirigí hacia la mesita de noche, y encendí la bujía. En aquella épo-ca no tenía gas ni luz eléctrica en mi habitación. Luego me quedé un ra-to sentado junto a la mesa, hasta que me cansé, me puse el abrigo, cogí el sombrero sobre el sofá, y apagué la vela. Al salir tropecé con la pata de una silla.

Unless otherwise stated, the content of this page is licensed under Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0 License