Blumfeld Un Solterón

Blumfeld, un solterón, subía una noche a su aposento, lo cual era una tarea fatigosa, pues vivía en el sexto piso. Mientras subía pensaba, como con frecuencia lo había hecho en sus últimos días, que aquella vida absurdamente solitaria resultaba muy molesta, que tenía que subir aquellos seis pisos con íntimo convencimiento para llegar hasta arriba, a su cuarto vacío; allí otra vez con íntimo convencimiento, ponerse la bata, encender la pipa, leer alguna cosa en la revista francesa a la que estaba suscrito desde años atrás, al tiempo de saborear un licor de cerezas preparado por él mismo, para finalmente, al cabo de una media hora, irse a la cama, no sin antes haber tenido que tender íntegramente el lecho, que la criada, rebelde a toda indicación, disponía siempre de acuerdo con su humor. Cualquier acompañante, cualquier espectador para aquellos menesteres hubiese sido bienvenido a los ojos de Blumfeld. Había reflexionado ya sobre la utilidad de procurarse un perrito. Ese animal es alegre y, ante todo, agradecido y fiel; un colega de Blumfeld tiene uno así, que no se apega a nadie, excepción hecha de su amo, y cuando no le ha visto durante algún tiempo, lo recibe con fuertes ladridos, con lo que evidentemente quiere expresar su alegría por haber encontrando nuevamente al extraordinario benefactor que es su señor. Sin embargo, un perro tiene sus desventajas, y aun cuando sea tenido en el mayor grado de limpieza, ensucia la habitación. Esto es imposible de evitar, no se lo puede bañar con agua caliente cada vez que se lo hace entrar, lo que, por otra parte, atenta contra su salud. Pero Blumfeld no tolera suciedad en su aposento, la limpieza de su habitación es algo indispensable para él y varias veces por semana sostiene disputas sobre este punto, con la, por desgracia, no muy cuidadosa sirvienta.
Como ella es dura de oído, por lo general la arrastra de un brazo hasta aquellos sitios de la habitación en los que hay algo de polvo. Gracias a esta severidad ha obtenido que el orden en la habitación responda en algo a sus deseos. Con la introducción de un perro, él mismo implantaría en su cuarto la suciedad hasta ahora combatida con tanto celo. Las pulgas, eternas compañeras del perro, harían su aparición. Pero si hubieran pulgas allí, tampoco estaría lejos el momento en que Blumfeld dejaría al perro su confortable cuarto para buscar otra habitación. La falta de limpieza era, empero, sólo una de las muchas desventajas de los perros: enferman y sus enfermedades no las entiende, en verdad, nadie. El animal se hace un ovillo en un rincón, o anda renqueando, gime, tose, se sofoca de dolor, se lo envuelve en una manta, se le silba alguna cosa, se le arrima un poco de leche, en una palabra, se lo cuida con la esperanza de que sea un mal pasajero; en tanto puede ser una enfermedad seria, repugnante y contagiosa. Y aun cuando goce de buena salud, algún día tiene que ponerse viejo, no se ha llegado a tomar la decisión de deshacerse oportunamente del animal y llega entonces el tiempo en que la propia edad lo contempla a uno a través de los ojos lacrimosos del perro. Entonces hay que torturarse por ese animal semiciego, de pulmones precarios y tan cargado de grasa que apenas puede moverse, con lo que se pagan caras las alegrías que otrora proporciona. Por mucho que le gustaría ahora tener un perro, Blumfeld prefiere seguir subiendo solo la escalera treinta años más, en vez de ser molestado después por un perro que, resoplando más fuertemente aún que él mismo, subiera a su lado arrastrándose por los escalones.
Habrá de quedarse, pues, solo, careciendo de los antojos de una vieja solterona que quiere tener a su lado a algún ser viviente subordinado a ella, al que poder proteger, con el que poder ser cariñosa, al cual poder seguir sirviendo siempre, para cuya finalidad bastan un gato, un canario y aun peces de colores. Y si esto no puede ser, se contenta hasta con tener flores en la ventana. Blumfeld, en cambio, sólo quiere tener un acompañante, un animal del cual no tenga que ocuparse demasiado, al que un puntapié ocasional no le haga daño, que en caso de necesidad pueda pernoctar en la calle, pero que, cuando Blumfeld lo llame, se ponga en seguida a su disposición ladrando, saltando y lamiéndole las manos. Algo así quiere Blumfeld, pero como, según advierte, no puede obtenerlo sin problemas excesivos, desiste volviendo empero, de acuerdo con su naturaleza y de tiempo en tiempo, como por ejemplo esa noche, a los mismos pensamientos.
Una vez arriba, ante la puerta de su cuarto, saca la llave del bolsillo y le llama la atención un rumor que procede de su habitación. Un rumor peculiar, como un tableteo, pero muy vivaz y regular. Como Blumfeld estaba pensando en perros, aquello le recuerda el rumor de patas que golpean alternadamente en el suelo. Pero las patas no producen un tableteo, aquello no son patas. Abre con rapidez la puerta y enciende la luz. No estaba preparado para lo que ven sus ojos. Aquello es brujería, dos pelotillas de celuloide, pequeñas, blancas y de rayas azules, saltan sobre el suelo una junto a otra, de tal manera que cuando una da en el suelo se levanta la otra, e incansablemente prosiguen su juego. Una vez, en el gimnasium, Blumfeld, en un conocido experimento de electricidad, vio saltar en forma parecida una bolitas pequeñas; éstas, en cambio, son, proporcionalmente, pelotas grandes, saltan libremente por el cuarto y no se está realizando ningún experimento de electricidad. Se inclina hacia ellas para observarlas mejor. Se trata, sin duda, de pelotas comunes, que contienen con seguridad otras pelotas menores en su interior que producen un ruido de tableteo. Hace ademán de asir algo en el aire, para comprobar si no cuelgan de algún hilo, pero no, se mueven en forma completamente independiente. Lástima que Blumfeld no sea un niño pequeño, pues dos pelotas así hubiesen sido para él una alegre sorpresa, mientras que ahora le producen una impresión más bien desagradable. No carece enteramente de valor el hecho de llevar una oculta vida de soltero y pasar inadvertido, y he aquí que ahora alguien, no importa quién, ha irrumpido en esa intimidad, enviándole esas dos extrañas pelotas.
Quiere apoderarse de una de ellas, pero retroceden y lo atraen tras de sí hacia el interior de la habitación. Es demasiado tonto, piensa él, andar así a la caza de esas pelotillas; se detiene, las sigue con la mirada observando como ellas, dando al parecer por terminada la persecución, también permanecen en el mismo lugar. Sin embargo, voy a intentar cogerlas, vuelve a pensar, y corre hacia ellas. Ambas huyen de inmediato, pero Blumfeld las acosa, con las piernas separadas, hasta un rincón de la habitación, y junto al baúl que hay allí logra apoderarse de una. Es una pelota pequeña y fría, que gira en su mano, ansiosa por escabullirse. Y también la otra pelota, al ver el trance de su camarada salta más arriba que antes y alarga los saltos hasta tocarle la mano. Golpea contra la mano que encierra por completo la pelota, salta más arriba aún y quiere, al parecer, alcanzar la cara de Blumfeld. Blumfeld podría también apoderarse de la otra pelota y encerrar a ámbas en alguna parte, pero le parece demasiado absurdo, por el momento, tomar medidas semejantes contra dos pelotillas. Por lo demás, tiene gracia el poseer dos pelotillas como ésas, que no tardarán en cansarse y, rodando bajo un armario, lo dejarán en paz. A pesar de estas reflexiones, Blumfeld, con una especie de enojo, arroja la pelota contra el suelo y parece milagro que la débil y casi transparente envoltura de celuloide no se rompa. Sin transición, las pelotas vuelven a dar sus anteriores saltos a ras de tierra, recíprocamente alternados.
Blumfeld se desviste con tranquilidad, ordena la ropa en el armario… siempre cuida de verificar si la sirvienta lo ha dejado todo en orden. Una o dos veces mira por encima del hombro a las pelotas que, ininterrumpidamente, parecen perseguirlo ahora a él, se le acercan por detrás y saltan junto a sus talones. Blumfeld se pone la bata y quiere dirigirse hacia la pared opuesta, para buscar una de las pipas que cuelgan de un soporte. Antes de volverse, da involuntariamente con un pie hacia atrás, pero las pelotillas se las arreglan para esquivarlo y no son alcanzadas. Cuando va en busca de la pipa, las pelotillas lo siguen de inmediato, arrastra las zapatillas, da pasos desiguales, pero a cada pisada sigue, casi sin pausa, un salto de las pelotillas, que marcan el paso con él. Blumfeld se vuelve inesperadamente para ver cómo maniobran las pelotillas. Pero apenas gira, éstas describen un semicírculo y están de nuevo tras él, y esto se repite cuantas veces se vuelve. Como acompañantes subordinados, procuran evitar el colocarse ante Blumfeld. Hasta ahora se habían atrevido a ello solamente al parecer para presentarse, pero ahora han entrado ya en servicio.
Hasta ahora, en todos los casos excepcionales en que no bastaban sus propias fuerzas para dominar la situación, Blumfeld ha apelado siempre al recurso de hacer como si nada advirtiese. Esto le dio frecuentemente buenos resultados, y en la mayoría de los casos, al menos, mejoró la situación. Ahora pues, hace lo mismo, está ante el soporte de las pipas, frunce los labios eligiendo una pipa, la carga con especial cuidado y deja despreocupadamente que detrás de él las pelotillas sigan saltando. Sólo titubea cuando se trata de dirigir a la mesa, pues el oír simultáneamente el ruido de los saltos y el de sus pasos le produce una sensación casi dolorosa. Se queda así de pie, prolongando innecesariamente la acción de cargar la pipa y examina la distancia que lo separa de la mesa. Pero finalmente vence su debilidad y salva el trayecto pisando tan fuerte que ni siquiera oye el ruido de las pelotillas. Sin embargo, cuando se sienta, ellas vuelven a saltar como antes.
Por encima de la mesa y al alcance de la mano, hay una tabla adosada a la pared, y sobre ella, la botella de licor de cerezas, rodeada de vasitos. Al lado suyo hay varios ejemplares de la revista francesa.
(Precisamente hoy ha llegado un número nuevo y Blumfeld lo coge. Olvida el licor por completo, hasta tiene la sensación como si hoy hubiese respetado sus ocupaciones ordinarias, no por rutina, sino para consolarse, y tampoco siente verdadera necesidad de leer. Contra su costumbre de hojear meticulosamente las páginas una por una, abre la revista en un lugar cualquiera y se encuentra allí con una gran lámina. Se obliga a contemplarla, con más detenimiento. Representa el encuentro entre el emperador de Rusia y el presidente de Francia, realizado a borde de un buque. A su alrededor, hasta perderse en la lejanía, hay muchos otros barcos, y el humo de las chimeneas se esfuma en el cielo claro. Ambos, el emperador y el presidente, acaban de dirigirse con paso rápido el uno hacia el otro y se estrechan las manos. Tanto detrás del emperador, como detrás del presidente, hay dos señores. Frente a los rostros satisfechos del emperador y del presidente, las caras de los acompañantes parecen muy serias y las miradas de cada uno de los grupos de acompañamiento convergen sobre su señor. Más abajo, a lo que se ve, la escena se desarrolla en el puente más alto del buque, en tanto que, cortadas por el marco de la lámina, aparecen largas filas de marineros que saludan. Blumfeld observa la lámina con creciente interés, la aleja un poco y la mira pestañeando. Siempre le han gustado escenas grandilocuentes como ésa. El que las personas principales se estrechen la mano tan desenvuelta, cordial, despreocupadamente, le parece un fiel reflejo de la verdad. E igualmente justo es que los acompañantes —por lo demás, y como es natural, señores de muy alto rango, cuyos nombres están indicados abajo— preserven con su actitud la seriedad del momento histórico.)
Y en lugar de procurarse todo lo que necesita, Blumfeld está sentado en silencio y contempla la pipa aún no encendida. Está al acecho y, de repente, de modo completamente inesperado, cede su rigidez y gira de golpe con su asiento. Pero también las pelotillas observan una vigilancia correspondiente y obedecen ciegamente a la ley que las gobierna, simultáneamente con el movimiento giratorio de Blumfeld cambian ellas también de lugar y se ocultan a sus espaldas. En este momento, Blumfeld se encuentra sentado de espaldas a la mesa, con la pipa fría en la mano. Las pelotillas saltan ahora debajo de la mesa y allí el ruido que producen es amortiguado por una alfombra. Esta es una gran ventaja. El rumor es muy débil y sordo y hay que prestar mucha atención para llegar a oírse. No obstante, Blumfeld está muy atento y lo percibe muy bien. Pero es así tan sólo por ahora, dentro de un rato probablemente no habrá de advertirlo. A Blumfeld le parece que el pasar tan poco advertidas sobre las alfombras es una gran debilidad de las pelotillas. Con ponerles por debajo una, o mejor dos alfombras, se verán reducidas casi a la impotencia. Ello, sin embargo, solamente por un lapso determinado y por otra parte su sola presencia significa ya una cierta manifestación de poder.
Blumfeld podría obtener ahora buen partido de un perro, pues un animal joven y fiero acabaría muy pronto con las pelotillas; se imagina cómo procuraría atraparlas con las patas, cómo las desalojaría de su lugar, cómo las perseguiría en todas direcciones por la habitación hasta finalmente destruirlas con los dientes. Es muy posible que dentro de poco, Blumfeld se compre un perro.
Pero por el momento, las pelotillas deben sólo temer a Blumfeld, y éste no tiene ahora deseos de destruirlas, quizá sólo le falta decisión para ello. Por la noche regresa fatigado del trabajo y cuando necesita descanso se encuentra con esta sorpresa. Sólo ahora, en realidad, advierte qué cansado está. Es claro que habrá de destruir las pelotillas, y a muy corto plazo, pero no en seguida; muy probablemente mañana. Cuando observa la cosa sin prejuicios, las pelotillas se comportan con bastante moderación. Podrían, por ejemplo, saltar de vez en cuando hacia adelante, mostrarse y volver luego a su lugar, o saltar más alto para golpear contra la parte inferior de la mesa, desquitándose así del amortiguamiento que origina la alfombra. Pero no lo hacen, no quieren fastidiar a Blumfeld sin necesidad, se limitan evidentemente a lo estrictamente necesario.
Sin embargo, lo estrictamente necesario es suficiente como para amargar a Blumfeld su permanencia junto a la mesa. Hace sólo dos minutos que está sentado allí y ya piensa en irse a dormir. Otro de los móviles que lo impulsan es el hecho de que aquí no puede fumar, pues ha dejado los fósforos sobre la mesita de noche. Tendría que buscar, pues los fósforos, pero una vez esté junto a la mesa de noche será mejor quedarse allí y acostarse. En esto tiene todavía una segunda intención, pues cree que las pelotillas, en su ansia ciega por mantenerse detrás de él, saltarán sobre la mesa, donde al acostarse, las aplastará voluntaria o involuntariamente. La objeción de que los restos de las pelotillas podrían seguir saltando todavía, es rechazada. También lo que está fuera de lo común debe tener fronteras. Aunque de costumbre, las pelotas enteras saltan, si bien no ininterrumpidamente, los trozos de pelotas rotas no saltan jamás y no saltarán tampoco aquí.
— ¡Arriba! —exclama, casi envalentonado por esta reflexión y avanza otra vez pisando con energía hacia la cama, las pelotillas detrás de él. Su esperanza parece confirmarse; al colocarse deliberadamente muy cerca de la cama, una pelotilla salta de inmediato sobre el lecho. En cambio ocurre lo inesperado, que la otra pelotilla se introduce debajo.
Blumfeld no ha pensado siquiera en la posibilidad de que las pelotillas pudieran saltar también debajo de la cama. Se siente indignado contra una de ellas, a pesar de que siente lo injusto de su sentimiento, pues saltando debajo de la cama acaso la pelotilla cumple con su deber, mejor que la otra, sobre la cama. Ahora bien, todo depende del lugar por el cual hayan de decidirse, pues Blumfeld no cree que pudieran trabajar por separado durante mucho tiempo. Y efectivamente, un instante después la otra pelota salta sobre la cama. Ahora las tengo, piensa Blumfeld lleno de alegría, y se quita la bata para arrojarse sobre el lecho. Pero precisamente la misma pelotilla vuelve a saltar debajo de la cama. Blumfeld se desplaza, muy desilusionado. Es probable que la pelota no ha hecho más que dar un vistazo allí arriba y aquello no le ha gustado. Y la otra también la sigue y se queda abajo, naturalmente, pues abajo se está mejor.
—Ahora voy a tener aquí estos tambores durante toda la noche —piensa Blumfeld, se muerde los labios e inclina la cabeza.
Está triste, sin saber en realidad cómo podrían causarle daño durante la noche. Su sueño es magnífico, superará en seguida aquel leve rumor. Para estar completamente seguro, desliza hacia ellas dos alfombras, de acuerdo con la experiencia adquirida. Es como si tuviese un perrito al que quisiera acomodar mullidamente. Y como si las pelotillas se sintieran cansadas o soñolientas, sus saltos se han vuelto más lentos y más bajos que antes. Cuando Blumfeld se arrodilla ante la cama y alumbra por debajo con la lámpara, a veces cree que las pelotillas habrán de quedar para siempre sobre las alfombras, tan débilmente caen, tan lentamente corren un pequeño trecho más. Luego, sin embargo, se alzan de nuevo, según su obligación. Sin embargo, es muy posible que, cuando Blumfeld mire bajo la cama por la mañana temprano, encuentre dos silenciosas e inofensivas pelotas de niños.
Pero ellas parecen no poder proseguir los saltos ni siquiera hasta la mañana, pues cuando Blumfeld se mete en cama ya no las oye más. Se esfuerza por escuchar algo, se inclina fuera de la cama, pero no percibe ningún sonido. El efecto de las alfombras no puede ser tan fuerte, la única explicación es que las pelotas no saltan ya, o bien no pueden desprenderse suficientemente de las mullidas alfombras y han suspendido por ahora los saltos, o si no, que es lo más verosímil, no habrán de saltar nunca más. Blumfeld podría levantarse y mirar qué es lo que en realidad ocurre, pero en su satisfacción de que haya por fin tranquilidad, prefiere quedarse acostado, no quiere tocar siquiera con la mirada a las pelotillas, ahora quietas. Hasta renuncia gustoso a fumar, se vuelve de lado y se duerme de inmediato.
Pero no se queda tranquilo; como de costumbre, su dormir está también esta vez libre de sueños, pero es muy inquieto. Incontables veces es despertado bruscamente por la ilusión de que alguien llama a la puerta. Sabe también, con certeza, que nadie llama; ¿quién va a llamar durante la noche y a su puerta, la de un solterón solitario? Aunque lo sabe a ciencia cierta, se incorpora no obstante, una y otra vez y mira tenso, por un instante, hacia la puerta; la boca abierta, los ojos dilatados y los mechones del cabello se sacuden sobre su frente húmeda. Cuando se despierta, intenta contar, pero olvidando las enormes cifras que resultan, vuelve a hundirse en el sueño. Cree saber de dónde proviene el golpear; no se produce en la puerta, sino en otra parte por completo distinta, pero en la confusión del sueño no logra establecer la base de sus suposiciones. Sólo sabe que muchos diminutos y repulsivos golpes se reúnen antes de que ellos mismos produzcan el golpe grande y fuerte. Pero quisiera tolerar toda la repulsión de los golpecitos si pudiera evitar el otro golpear, pero por alguna causa es demasiado tarde, no puede intervenir aquí, no tiene fuerzas, no tiene palabras, su boca se abre sólo para el bostezo mudo y, furioso por ello, hunde el rostro en las almohadas. Así transcurre la noche.
Por la mañana le despierta el golpear de la sirvienta; con un suspiro de liberación saluda el suave golpear, de cuya inaudibilidad se ha quejado siempre y va a exclamar ya " ¡Adelante!", cuando oye otro golpear, vivaz aunque débil, pero formalmente belicoso. Son las pelotillas bajo la cama. ¿Han despertado, han reunido, contrariamente a lo que le ocurre a él, nuevas fuerzas durante la noche?
— ¡Ya va! —grita Blumfeld a la sirvienta.
Salta de la cama, pero con precaución, para tener tras de sí a las pelotillas, se arroja al suelo volviéndoles siempre la espalda, mira hacia las pelotillas torciendo la cabeza y casi quisiera lanzar una maldición. Como los niños que durante la noche apartan las mantas molestas, las pelotillas, al parecer, mediante pequeñas sacudidas prolongadas durante toda la noche, han empujado tan lejos las alfombras bajo la cama, que ahora tienen otra vez el piso desnudo debajo de ellas y pueden hacer ruido.
—De nuevo a las alfombras —dice Blumfeld con cara enojada, y una vez que las pelotillas, gracias a las alfombras, han vuelto a quedaren silencio, hace entrar a la sirvienta.
Mientras ésta, una mujer gorda y estúpida, que siempre anda rígidamente erguida, pone el desayuno sobre la mesa y hace los dos o tres movimientos necesarios. Blumfeld está de pie, inmóvil, con su bata de dormir, junto a la cama, para mantener sujetas allí abajo a las pelotillas. Sigue a la sirvienta con la mirada para comprobar si advierte algo. Ello es muy poco probable debido a su dureza de oído. Blumfeld cree advertir que la sirvienta se detiene aquí y allá, se apoya en algún mueble y escucha enarcando las cejas, pero lo atribuye a su sobreexcitación, producto de la mala noche. Se daría por satisfecho si lograse que la sirvienta realizara su trabajó un poco más de prisa, pero la mujer se mueve con una lentitud mayor que de costumbre. Despaciosamente, carga con los trajes y zapatos de Blumfeld, y los arrastra hasta el pasillo; su ausencia dura largo rato, monocordes y muy distintamente se suenan desde fuera los golpes con que se aplica a la limpieza de la ropa. Y durante todo este tiempo, Blumfeld tiene que aguantarse sobre la cama, no puede moverse si no quiere llevar tras sí a las pelotillas, tiene que dejar enfriar el café, que tanto le gusta caliente, no puede hacer otra cosa que mirar fijamente la caída cortina de la ventana, tras la cual asoma turbiamente el día. Por fin la sirvienta acaba; se despide y se dispone a salir. Pero antes de alejarse definitivamente, permanece todavía de pie en la puerta, mueve apenas los labios y mira largamente a su patrón. Blumfeld quiere detenerla para hablarle, pero ella se va. Blumfeld quisiera abrir la puerta de un tirón y decirle a gritos que es una mujer tonta, vieja y estúpida. Mas al pensarlo mejor, considerando qué es lo que en realidad tiene que objetarle, sólo halla el contrasentido de que, sin duda alguna, ella no ha notado nada y que, sin embargo, quería dar la impresión de que había notado algo. ¡Qué confusas son sus ideas! ¡Y ello sólo a causa de una mala noche! El mal dormir no encuentra explicación en el hecho de que anoche se haya apartado de sus costumbres, que no haya fumado ni bebido licor. Cuando yo, y éste es el resultado final de sus reflexiones, no fumo y no bebo licor, duermo mal.
En adelante, cuidará mejor de su bienestar, y poniendo en práctica su propósito toma del botiquín casero que cuelga sobre la mesa de noche un poco de algodón, hace con él dos bolitas y se las introduce en los oídos. Entonces se levanta y prueba a dar un paso. Las pelotillas lo siguen, sí, pero él casi no las oye, un poco más del algodón las vuelve completamente inaudibles. Blumfeld da unos pasos más, aquello marcha sin ninguna molestia especial. Cada cual para sí; Blumfeld y las pelotillas se hallan ligados entre ellos pero no se molestan recíprocamente y una pelotilla no alcanza a hacer el contramovimiento con la presteza necesaria, Blumfeld le da con la rodilla. Este es el único incidente; por lo demás, Blumfeld bebe con tranquilidad el café, tiene hambre como si no hubiera dormido en toda la noche y hubiese hecho un largo camino, se lava con agua fría, sumamente refrescante, y se viste. Hasta ahora no ha alzado las cortinas, sino que ha permanecido en la penumbra; no es necesario que las pelotillas sean vistas por ojos extraños. Pero ahora que está a punto de marcharse, tiene que hallar un destino para las pelotillas, en caso de que éstas se atreviesen —él no lo cree— a seguirlo también por la calle. Tiene una ocurrencia feliz: abre el gran armario y se coloca de espaldas contra él. Como si tuviesen idea de lo que se planea, las pelotillas evitan entrar en el armario, aprovechan cada lugarcito que queda entre Blumfeld y el armario, saltan, cuando no queda otro remedio, dentro del armario por un instante, pero huyen inmediatamente de lo oscuro, no hay manera de hacerlas pasar más allá del canto del armario, antes bien infringen su obligación y se mantienen casi junto a Blumfeld. Pero sus pequeñas argucias no habrán de servirles para nada, porque ahora el propio Blumfeld entra de espaldas en el armario y no les queda más remedio que obedecer. Con esto está también echada su suerte, pues sobre el suelo de éste hay diversos objetos pequeños, como botines, cajas, maletines, todos empero —ahora Blumfeld lo lamenta— bien ordenados, pero que, no obstante, obstaculizan el movimiento de las pelotillas. Y cuando Blumfeld, que en el ínterin ha cerrado casi por completo la puerta del armario, abandona el mueble con un gran salto, como no daba hace años, cierra la puerta y echa la llave, las pelotillas quedan encerradas.
"Esto ha salido bien", piensa Blumfeld, enjugándose el sudor de la cara.
¡Qué bulla hacen las pelotillas dentro del armario! Dan la impresión de desesperación. Blumfeld, en cambio, está muy contento. Abandona el cuarto y el corredor desierto obra benéficamente sobre él. Libera sus oídos del algodón, y los múltiples rumores de la casa que despierta le encantan. Se ven muy pocas personas, es todavía muy temprano.
Abajo, en el zaguán, ante la puerta que conduce al sótano donde se halla la habitación de la sirvienta, se encuentra el niño de ésta, de diez años. Es el vivo retrato de su madre, ninguna de las fealdades de la vieja ha sido olvidada en este rostro infantil. Las piernas combadas, las manos en los bolsillos, está allí y jadea, porque el bocio le vuelve dificultosa la respiración. En tanto que habitualmente, cuando el niño se cruza en su camino, Blumfeld aprieta el paso para evitar en lo posible aquel espectáculo, hoy quisiera detenerse o poco menos. Aun cuando el chico haya sido traído al mundo por aquella mujer y lleve todos los signos de su origen, es de cualquier modo, por el momento, un niño; en esa cabeza deforme habitan pensamientos infantiles, si se le habla y se lo interroga comprensiblemente, es probable que responda con voz clara, inocente y respetuosa, y tras algunos esfuerzos se podría llegar a acariciar esas tersas mejillas. Así piensa Blumfeld, pero pasa de largo. Al salir advierte que el día en más agradable de lo que supuso en su habitación. Las brumas de la mañana de disipan y aparecen claros azules en un cielo fuertamente barrido por el viento. Blumfeld agradece a las pelotillas el haber abandonado su habitación mucho más temprano que de costumbre, hasta ha olvidado sobre la mesa el periódico sin leer, en todo caso ha ganado mucho tiempo y ahora puede andar con tranquilidad. Es notable lo poco que le preocupan las pelotillas desde que las alejó de sí. Mientras lo seguían se las hubiese podido tomar por algo que le pertenecía, por algo que de algún modo debía ser tenido en cuenta al opinarse sobre su persona; ahora, en cambio, eran tan sólo un juguete dejado en el armario. Y aquí se le ocurre a Blumfeld que la mejor manera de volverlas inofensivas sería quizá darles el empleo que les es propio. En el zaguán está todavía el niño, Blumfeld va a regalarle las pelotillas; no prestárselas, sino regalárselas expresamente, lo que con seguridad equivale a destruirlas. Y aun en el caso de que fuesen conservadas en buen estado, en manos del niño significarán menos aún que en el armario, la casa entera verá cómo el niño juega con ellas, otros niños se le juntarán, la opinión general de que se trata de pelotas de juego y no de acompañantes vitalicios de Blumfeld será inconmovible e indudable. Blumfeld regresa a la casa. El niño acaba, precisamente, de descender por la escalera del sótano y quiere abrir la puerta de abajo. Blumfeld debe llamar al niño y pronunciar su nombre, que es ridículo como todo lo que se relaciona con el chico.
— ¡Alfred, Alfred! —exclama. El niño titubea largamente—. Ven aquí, hombre —dice Blumfeld—, te voy a dar algo.
Las dos niñitas del mayordomo han salido por enfrente y se colocan, llenas de curiosidad, a ambos lados de Blumfeld. Comprenden mucho más rápido que el niño y no se explican por qué éste no acude de inmediato. Le hacen señas sin apartar los ojos de Blumfeld, pero no pueden comprender qué clase de regalo espera a Alfred. La curiosidad las tortura y dando saltitos se apoyan alternativamente sobre uno y otro pie. Blumfeld se ríe de ellas y del niño. Este parece estar decidido, por fin, y sube tiesa y pesadamente la escalera. Ni siquiera su andar desmiente a la madre que, por otra parte, aparece en la puerta del sótano. Blumfeld da grandes voces, a fin de que la sirvienta también le oiga y en caso necesario, vigile la comisión del encargo.
—Tengo —dice Blumfeld—, en mi cuarto, dos hermosas pelotillas. ¿Quieres que te las dé?
El niño no hace más que estirar la boca, no sabe cómo debe comportarse, se vuelve y mira hacia abajo a su madre, con interrogación. Las niñas, en cambio, se ponen de inmediato a saltar en derredor de Blumfeld y le piden las pelotillas.
—Vosotras también podréis jugar con ellas —les dice Blumfeld; espera, sin embargo, la respuesta del niño.— Podría regalar en seguida las pelotas a las niñas, pero le parecen demasiado despiertas y ahora tiene más confianza en el muchacho. Este ha buscado, entretanto, consejo con su madre, sin que se haya cambiado una palabra entre ambos, y afirma con la cabeza ante una nueva pregunta de Blumfeld, que con gusto prevé que no le darán las gracias por su regalo—. Tu madre tiene la llave de mi cuarto y debes pedírsela, aquí te doy la llave de mi armario y allí están las pelotillas. Cerrarás otra vez el armario y la habitación con mucho cuidado. Pero con las pelotillas puedes hacer lo que quieras y no tienes que devolvérmelas. ¿Me has comprendido?
Pero el chico, por desgracia, no ha comprendido. Blumfeld ha querido ser muy claro con este ser de torpeza ilimitada y de poco entendimiento, pero con tal propósito, se lo ha repetido todo demasiadas veces, demasiadas veces le ha hablado y alternativamente de habitación, llave y armario, y en consecuencia, el niño no lo observa como un benefactor, sino como un tentador. Las niñas, no obstante, lo han comprendido todo en seguida, se pegan a Blumfeld y tienden las manos pidiendo la llave.
—Esperad, pues —dice Blumfeld, enojado ya con todos. Además, el tiempo pasa, no puede demorarse mucho más. ¡Si la sirvienta dijese que lo ha entendido y que se ocupará debidamente del niño! En cambio, sigue allí abajo, en la puerta, sonriendo con remilgo como avergonzada de su sordera y cree tal vez que Blumfeld, en el otro extremo de la escalera, ha caído en súbito encantamiento ante su niño y escucha de sus labios la tabla del uno. Pero Blumfeld no puede bajar la escalera del sótano para gritar su petición al oído de ella, a fin de que su niño quiera liberarle de las pelotillas por la misericordia de Dios. Demasiado se ha violentado ya al confiar la llave de su armario por todo un día a aquella familia. No con agrado da la llave al niño, en lugar de conducirlo él mismo hasta arriba y entregarle allí las pelotillas y luego, según habría de ocurrir visiblemente, quitárselas en seguida al llevarlas tras de sí como séquito.
— ¿No me entiendes, entonces? —pregunta Blumfeld, casi abatido, tras haber empezado una nueva explicación, que ha interrumpido, sin embargo, ante la mirada vacía del chico. Una mirada vacía como ésa desarma a cualquiera. Podría inducir a uno a decir más de lo que quiere, sólo para colmar ese vacío con entendimiento.
—Vamos a traerle las pelotillas —exclaman entonces las niñas.
Como astutas que son, han advertido que sólo pueden obtenerlas por intermedio del chico, pero que a ellas toca arbitrar ese medio. Un reloj da la hora en la habitación del mayordomo, y advierte a Blumfeld que debe darse prisa.
—Tomad pues la llave —dice Blumfeld, y antes de que pueda entregarla, le es arrancada de la mano. La seguridad que habría tenido dando la llave al niño hubiese sido incomparablemente mayor—. La llave del cuarto está abajo, pues la tiene la mujer —dice todavía Blumfeld—, y cuando volváis con las pelotillas debéis devolverle ambas llaves.
—Sí, sí —exclaman las niñas y corren escaleras abajo. Lo saben todo, absolutamente todo, y como si se hubiese contagiado de la torpeza de entendimiento del chico, Blumfeld no entiende ahora cómo ambas han podido comprenderlo todo tan rápido con sus explicaciones.
Las niñas ya han llegado y tironean de la falda a la sirvienta, pero Blumfeld, por atrayente que le resulte, no puede seguir mirando cómo habrán de cumplir su comisión, y ello no solamente porque ya es tarde, sino también porque no quiere estar presente cuando las pelotillas queden en libertad. Hasta quiere hallarse a varias manzanas de distancia cuando las niñas abran, allá arriba, la puerta de su cuarto. ¡Es que ni siquiera sabe hasta qué punto puede equivocarse con respecto a las pelotillas! Y así sale a la calle por segunda vez en la mañana. Ha alcanzado aún a ver cómo la sirvienta se defendía contra las niñas y cómo el chico movía las piernas torcidas para acudir en ayuda de su madre. Blumfeld no comprende cómo personas como la sirvienta crecen y se reproducen sobre la tierra.
Camino de la fábrica de ropa donde está empleado Blumfeld, los pensamientos relacionados con el trabajo van prevaleciendo paulatinamente sobre otra idea. Aprieta el paso y a pesar del retraso imputable al chico, es el primero en llegar a su oficina. Es un local rodeado de cristales, y contiene una mesa de despacho para Blumfeld, así como dos pupitres altos para los escribientes a las órdenes de Blumfeld. Aunque éstos son tan pequeños y estrechos como si hubiesen sido destinados a colegiales, el espacio disponible en la oficina es exiguo y los escribientes no pueden sentarse, pues de hacerlo, no habría sitio para el asiento de Blumfeld. Están pues de pie el día entero, apretados contra sus pupitres. Esto les resulta seguramente muy incómodo, pero también dificulta a Blumfeld al vigilarles. Con frecuencia se arriman al pupitre, no para trabajar, sino para cuchichear entre sí y hasta para dormitar. Blumfeld se hace mucha mala sangre al no hallar en ellos el apoyo requerido por la gigantesca tarea que le ha sido asignada. Esta tarea consiste en el despacho de todo el movimiento de mercaderías y dinero destinado a las obreras eventuales, que son empleadas por la fábrica en la confección de ciertas mercaderías finas. Para juzgar de la amplitud de esta tarea hay que observar el estado de cosas existente. Esta visión no la tiene ya nadie desde la muerte del inmediato superior a Blumfeld, ocurrida hace algunos años, por lo cual nadie puede permitirse el derecho de opinar sobre el trabajo de Blumfeld. El fabricante, el señor Ottomar, por ejemplo, subestima sin duda el trabajo de Blumfeld; reconoce naturalmente los méritos a que se ha hecho acreedor en el transcurso de los veinte años que lleva en la fábrica, y los reconoce no sólo porque debe, sino también porque lo estima como persona fiel y digna de confianza, pero, sin embargo, subestima su trabajo, pues cree que las tareas podrían ser realizadas con más sencillez y, por lo mismo, más ventajosamente en todo sentido, de lo que las efectúa Blumfeld. Se dice, y ello es digno de creerse, que Ottomar se muestra rara vez en la sección de Blumfeld porque desea ahorrarse el disgusto que le producen los métodos de trabajo de Blumfeld. Ser desconocido así es sin duda triste para Blumfeld, pero no existe solución, pues no puede obligar a Ottomar a permanecer durante un mes seguido en su sección, a estudiar las múltiples formas de las tareas que aquí deben conocerse, a aplicar esos métodos que él supone mejores, y convencerse de que Blumfeld está en lo cierto ante el derrumbe de la sección, lo que necesariamente ocurriría. Por eso desempeña Blumfeld su tarea sin dejarse apartar de ella, como antes, asustándose un poco cuando, tras larga ausencia aparece de vez en cuando Ottomar. Entonces, con el sentimiento del deber propio del subordinado, intenta débilmente explicar a Ottomar esta o aquella instalación, a lo cual el patrón, con los ojos bajos y aprobando silenciosamente, continúa su camino. Blumfeld, por lo demás, sufre menos ante este desconocimiento que ante el pensamiento de que, cuando alguna vez tenga que retirarse de su puesto, la consecuencia inmediata será un gran alboroto que nadie podrá arreglar, pues nadie en la fábrica es capaz de sustituirlo y hacerse cargo de su puesto sin que durante meses sobrevengan los tropiezos más grandes. Cuando el jefe estima a alguien, los empleados procuran aventajarlo en ese sentido. De ahí que cualquiera subestime el trabajo de Blumfeld, que nadie considere necesario para su instrucción pasar un tiempo en su sección y que, cuando se incorpora a nuevos empleados, nadie es destinado a Blumfeld. Por este motivo la sección no se renueva. Cuando Blumfeld, que hasta entonces lo había despachado todo solo, ayudado únicamente por un ordenanza, pidió que le dieran un escribiente, provocó semanas de la más dura lucha. Casi todos los días aparecía Blumfeld en la oficina de Ottomar y le explicaba tranquila y detalladamente por qué era necesario la presencia de un escribiente en aquella sección. Y no era porque quisiera ahorrarse trabajo; Blumfeld no quería tal cosa, él despachaba su superabundante parte sin querer con ello ponerle término, pero el señor Ottomar debería reflexionar en cómo se había desarrollado el negocio con el andar del tiempo, que todas las secciones habían sido proporcionalmente ampliadas, quedando siempre olvidada la sección de Blumfeld. ¡Y cómo había aumentado precisamente allí el trabajo! Cuando Blumfeld entró —de aquellos tiempos no podría acordarse ya con seguridad el señor Ottomar— había allí unas diez costureras, oscilando hoy su número entre cincuenta y sesenta. Un trabajo semejante exige fuerzas, Blumfeld podría dar garantía de que se da enteramente al trabajo, pero no podría asegurar, en cambio, que de hoy en adelante pueda abarcarlo por entero.
El señor Ottomar no rechazaba nunca en forma directa las proposiciones de Blumfeld, no podía hacer eso con un antiguo empleado, pero la manera como escuchaba apenas sus peticiones, hablando con otras personas, haciendo concesiones a medias y olvidándolo todo al cabo de algunos días, era en verdad ofensiva. No precisamente para Blumfeld, pues éste no es caprichoso; por más hermosos que sean el honor y la gratitud, Blumfeld puede prescindir de ellos; pese a todo aguantará en su puesto mientras haya alguna posibilidad de hacerlo, en todo caso tiene razón y la razón debe finalmente, aunque a veces tarde en ocurrir, ser reconocida. Así obtuvo al fin, Blumfeld, dos escribientes, pero ¡qué dos escribientes! Era como si Ottomar hubiera podido mostrar su desprecio hacia la sección proporcionando los escribientes más claramente que negándolos. Hasta era posible que hubiese hecho alentar esperanzas a Blumfeld durante tanto tiempo, porque había estado buscando dos escribientes así y, lo que era comprensible, había tenido que esperar mucho hasta encontrarlos. Y ahora Blumfeld no podía quejarse, la respuesta era previsible, se le habían concebido dos escribientes, cuando él no había solicitado más que uno; con tanta habilidad había sido preparado todo por Ottomar. Blumfeld se quejó, naturalmente, pero sólo porque los apuros en que se hallaba le obligaban a ello, y no porque esperase ahora alguna ayuda. No se quejó tampoco expresamente, sino sólo como de pasada, en una ocasión favorable. Pese a ello no tardó en propagarse entre los maldicientes colegas el rumor de que alguien había preguntado a Ottomar si sería posible que, después de haber recibido tan extraordinaria ayuda, Blumfeld siguiera quejándose todavía. Ottomar habría contestado que era cierto, que Blumfeld continuaba quejándose, pero con razón. El, Ottomar, lo había comprendido por fin, y se proponía proporcionar a Blumfeld progresivamente un escribiente por cada costurera, es decir, unos sesenta en total. Y si éstos no bastasen, mandaría otros más, y no habría de terminar hasta completar el manicomio que, desde hacía años, venía desarrollándose en la sección de Blumfeld. Estas observaciones eran propias de Ottomar y su manera de hablar estaba, sin duda, bien imitada, pero Blumfeld no dudaba de que Ottomar estaba lejos de expresarse en forma parecida sobre él. Todo era una invención de los holgazanes de las oficinas del primer piso, Blumfeld lo pasó por alto, y ojalá hubiese podido pasar tan tranquilamente por sobre la existencia de los escribientes. Pero éstos estaban allí y no había manera de suprimirlos. Muchachos pálidos, débiles. Según sus documentos debían haber superado ya la edad escolar, pero en realidad eso parecía increíble. Ni siquiera era posible pensar en confiarlos a un maestro, tan evidentemente parecían pertenecer todavía a los cuidados de una madre. Todavía no sabían moverse como es debido, estar de pie durante mucho tiempo les fatigaba, en particular al principio. Apenas no se los vigilaba, se doblaban de debilidad y quedaban de pie en un rincón, torcidos y agobiados. Blumfeld procuró hacerles comprender que quedarían inválidos para toda la vida si cedían así, constantemente, a la comodidad. Encargarles algo era una osadía, una vez que uno de ellos debía llevar algo a dos pasos de allí, el chico se precipitó afanosamente, chocando contra el pupitre e hiriéndose en la rodilla. El cuarto estaba lleno de costureras y el pupitre cargado de mercancía, pero Blumfeld lo dejó todo ante el llanto del escribiente, al que llevó a la oficina para ponerle un vendaje. Pero también aquel celo de ambos era sólo exterior, como verdaderos niños querían distinguirse a veces, pero con mucha más frecuencia, casi siempre, querían engañar al superior. Una vez, durante la época de mayor trabajo, Blumfeld, chorreando sudor, había notado al pasar junto a ellos que, escondidos entre fardos de mercadería, canjeaban sellos de correo. Hubiese querido descargar los puños sobre sus cabezas, único castigo posible ante semejante conducta, pero eran niños y Blumfeld no podía matarles a golpes. Y así seguía penando con ellos. En un principio se había figurado que los escribientes les prestarían ayuda inmediata, la cual, en momentos de la distribución de la mercadería exigía tanto esfuerzo y vigilancia. Había pensado que, de pie, en medio de la habitación, detrás del escritorio, lo abarcaría todo con la mirada y atendería las entradas, mientras los escribientes, a sus órdenes, irían de aquí para allí, distribuyéndolo todo. Se había figurado que su supervisión, aun cuando severa no podía bastar ante aquel ajetreo, que se vería completada por el interés de ellos, y que entonces, al adquirir paulatinamente mayor experiencia, no estarían subordinados a sus órdenes en cada detalle, y al fin aprenderían por sí mismos a distinguir a las costureras por sus necesidades de material y pruebas de confianza. Tales esperanzas estuvieron desprovistas de todo fundamento, y Blumfeld reconoció al cabo de poco que no podía permitirles hablar con las costureras. Al principio ni siquiera se habían acercado a ciertas costureras porque les mostraban aversión o miedo, mientras que con otras, hacia las que sentían cariño, habían ido con frecuencia hasta la puerta para salirles al encuentro. A éstas les llevaban cuanto deseaban y aun cuando estuvieran autorizadas a recibirlo, se lo ponían en la mano con una especie de gesto confidencial; juntaban en un estante vacío, para estas favoritas, diversos recortes, sobras sin valor y también chucherías todavía utilizables, y las saludaban con aire feliz, a espaldas de Blumfeld, desde lejos, recibiendo a cambio bombones. No obstante Blumfeld puso pronto término a estas irregularidades y, cuando las costureras llegaban, los empujaba hacia el cobertizo. Pero ellos consideraban esto como una gran injusticia, llevándole la contra, rompiendo de rabia las plumas y a veces, aunque sin atreverse a levantar la cabeza, golpeaban fuertemente contra los vidrios para llamar la atención de las costureras sobre el mal trato que, a su juicio, debían de sufrir a sus manos. No comprenden el mal que hacen. Por ejemplo, llegan casi siempre tarde a la oficina. Blumfeld, su superior, quien desde la primera juventud consideró siempre como sobreentendido que hay que llegar al menos media hora antes de la hora —no por exceso de celo, ni por excesiva conciencia del deber, sino porque un cierto sentido de la decencia lo mueve a ello—, Blumfeld debe, con frecuencia, esperar más de una hora la llegada de los escribientes. Generalmente está de pie, detrás del escritorio, en la sala, masticando los panecillos del desayuno y revisando las cuentas en los libritos de las costureras. Pronto se sumerge en el trabajo, sin pensar en otra cosa. Súbitamente sufre un sobresalto, hasta el punto de que un rato después, la pluma le tiembla todavía en la mano. Uno de los escribientes ha entrado como un torbellino, cual si fuese a caer, agarrándose con una mano a lo primero que encuentra a su alcance, y oprimiéndose con la otra el pecho, jadeante, pero eso no representa otra cosa que la excusa que se dispone a dar por haber llegado tarde, excusa tan ridicula que Blumfeld hace, de intento, oídos sordos, pues de lo contrario tendría que castigar al chico como merece. Se contenta, pues, con mirarle durante un instante, señala con la mano extendida el cobertizo y vuelve a sumergirse en su trabajo. Podría creerse entonces que el escribiente, reconociendo la bondad de su superior, habría de apresurarse a ocupar su lugar. Pero no, no se apura, bailotea, anda de puntillas, colocando ahora un pie delante del otro. ¿Quiere burlarse de su superior? Tampoco. Aquello es otra vez esa mezcla de miedo y de autosatisfacción, contra la cual no hay recurso que valga. ¿Cómo se explicaría sino, que hoy Blumfeld, que ha llegado él mismo desacostumbradamente tarde a la oficina, tras larga espera —no tiene ganas de examinar los libritos—, ve a través de las nubes de polvo que levanta con la escoba el criado torpe, llegar a los dos escribientes por la calle, tranquilamente? Muy abrazados, parecen contarse cosas en extremo importantes que, seguramente, la única relación que tienen con el negocio es que se trata de algo prohibido. A medida que se aproximan a la puerta de cristales, sus pasos se hacen más lentos. Por fin uno de ellos toma el pestillo, pero no lo empuja hacia abajo, pues todavía tienen algo que contarse, se escuchan el uno al otro y ríen. — ¡Abrid a nuestros señores! —grita Blumfeld al criado, con las manos en alto. Pero cuando los escribientes entran, Blumfeld no quiere enojarse ya, y sin responder a su saludo va hacia el escritorio. Empieza a hacer cuentas, pero de vez en cuando alza los ojos para ver lo que hacen ellos. Uno parece estar muy cansado y se refriega los ojos; cuando cuelga su abrigo de la percha, aprovecha la oportunidad para permanecer apoyado un poco aún contra la pared; en la calle estaba animado, pero la proximidad del trabajo lo fatiga. En cambio, el otro tiene ganas de trabajar, pero sólo en ciertas cosas. Así, desde siempre tiene el deseo de barrer. Pero ése es un trabajo que no le corresponde, el barrer corresponde sólo al criado; en realidad, Blumfeld no tendría por qué oponerse a que el escribiente barra; si quiere barrer, no lo hará peor que el criado, pero si quiere barrer, que venga más temprano, antes de que el criado empiece a limpiar; no debe emplear su tiempo en eso cuando está exclusivamente obligado a tareas de oficina. Pero si el chico es reacio a toda reflexión, el criado, un viejo cegato a quien el jefe no toleraría en ninguna otra sección que no fuese la de Blumfeld y que sólo vive gracias a la misericordia de Dios y del jefe, ese criado podría al menos ser complaciente y dejar por un momento la escoba al chico, que es torpe, y que perdiendo en seguida las ganas, lo perseguiría con la escoba para obligarle a barrer de nuevo. Pero el criado parece sentirse especialmente responsable del barrido, se advierte que cuando se le aproxima el chico, intenta agarrar mejor la escoba con sus manos temblorosas, prefiriendo quedarse inmóvil y dejar de barrer para poder concentrar toda la atención en la posesión del adminículo. El escribiente no pide con palabras, pues teme a Blumfeld, quien, al parecer, está sacando cuentas, y además, las palabras de nada servirían, pues el criado sólo es sensible a los gritos más desaforados. Empieza, pues, por tironear al criado de la manga. El criado sabe, naturalmente, de lo que se trata, mira oscuramente al escribiente, mueve la cabeza y tira de la escoba hacia sí, hasta el pecho. El escribiente junta entonces las manos en actitud de ruego. No tiene, sin embargo, esperanza alguna de obtener nada por este medio, el pedir tan sólo lo divierte, y por eso pide. El otro escribiente contémplala escena con una sonrisa y cree evidentemente, aunque parezca increíble, que Blumfeld no lo oye. Los ruegos no hacen la menor impresión al criado, que se vuelve, y cree poder usar de la escoba con seguridad. Pero el escribiente sigue saltando sobre la punta de los pies y frotándose las manos en actitud de súplica, y ruega ahora de este lado. Estas vueltas del criado y los saltitos del escribiente se repiten varias veces. Por fin, el criado se ve acosado por todas partes y observa que con un poquito menos de candidez, hubiese podido advertir desde un principio que se iba a cansar antes que el otro. En consecuencia busca la ayuda de terceros, amenaza al escribiente con el dedo y señala hacia Blumfeld, ante quien habrá de quejarse si no lo deja tranquilo. El escribiente reconoce ahora que, si quiere obtener la escoba, debe darse mucha prisa, por lo que atrevidamente intenta apoderarse de ella. Un grito involuntario del otro escribiente anuncia la proximidad de una decisión. Por esta vez, el criado pone todavía a salvo la escoba, dando un paso atrás y arrastrándola consigo. Pero el escribiente ya no cede, salta hacia adelante con la boca abierta y los ojos brillantes, el criado quiere huir pero sus viejas piernas se bambolean en vez de correr; el escribiente tira de la escoba, y aun cuando no consigue apoderarse de ella, logra, sin embargo, que caiga al suelo, con lo cual está perdida para el criado. Y al parecer, también para el escribiente, pues al caer la escoba los tres permanecen rígidos, tanto escribientes como criado, pues ahora todo tiene que haberse hecho evidente para Blumfeld. En efecto, éste alza los ojos a través de la ventanilla, como si ahora pusiese atención en ello, y su mirada, severa y escrutadora, pasa de uno a otro, escoba inclusive. Sea porque el silencio dura ya demasiado, sea que el escribiente culpable no puede dominar sus ansias de barrer, lo cierto es que se inclina, muy prudentemente por supuesto, como si fuese a coger un animal y no una escoba, la toma, la desliza por el suelo, pero la arroja en seguida lejos de sí, asustado, cuando Blumfeld se levanta de un salto y sale del cobertizo.
—Los dos al trabajo y sin chistar —grita Blumfeld y señala a ambos escribientes, con la mano extendida, el camino hacia sus pupitres. Obedecen en seguida, pero no avergonzados y con la cabeza baja, sino que, al pasar ante Blumfeld se vuelven, tiesos, y lo miran fijamente a los ojos, como si quisieran impedirle que les pegara. Y sin embargo, podrían saber por experiencia que Blumfeld no pega nunca. Pero son temerosos en exceso y buscan siempre, sin la menor delicadeza, proteger sus derechos, reales o aparentes.

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